Una semana en la tierra del Chaco

La tierra del Chaco –el secreto mejor guardado de la Argentina, dicen los carteles que reciben a los pasajeros por la ruta– aloja mi estadía porque con anterioridad Gladis Cáceres me venía contando la historia de su vida con tanta generosidad como necesidad. Un estipendio estatal del Consejo Nacional de Investigaciones (CONICET) –hoy en proceso de vaciamiento– funcionó como posibilidad para conocer un mundo donde las coordenadas existenciales son muy otras de las de mi provincia de origen, Buenos Aires, también de las de mi clase de origen. Recorro el pueblo de Villa Berthet a través de los contactos de Gladis: conozco a su familia, su barrio, y las tierras aledañas que supieron ser trabajadas por sus manos de niña en la cosecha de algodón, donde la espinilla se mete entre la carne y la uña del dedo.

Luis, su hermano mayor, es flaco y alto. Su cara está ajada por el sol, la parte superior de su dentadura casi extinta. Lo veo fumar un cigarrillo Rodeo, uno tras otro, con sus manos grandes, secas y sucias: como si no tuvieran descanso del trabajo de la ladrillería. A metros de donde vive se extiende la “cancha”, donde se apilan los adobes antes de ser cocinados. No sé con precisión cuándo comenzaron él y el resto de los hermanos varones y Gladis a hacerlos, sé que antes hay que trabajar la tierra en el pisadero donde, después de que ella tome una consistencia húmeda, le echan aserrín o bosta. Para llegar a ese punto, antes hubo que caminar la tierra en círculo, siguiendo al caballo en su arrastrar una especie de arado de metal. En ese punto del trabajo lo conozco a Carlos, otro hermano de Gladis, descalzo, con las piernas adobadas hasta la rodilla. Cuando uno hace ladrillos, se trata de un trabajo de 12 horas, durante casi un mes, rogando que no llueva, o que llueva sólo en las cosechas, pero no en esa tierra endeble, cuya forma el agua cambiaría, hasta volver los adobes barro, para volver a comenzar. Carlos casi no habla, pero su hijo que está “cortando” –es decir, poniendo el barro en su molde– ante el “cómo estás” no escatima sinceridad, con una pregunta retórica que responde su cara. Más allá, cerca, está Miguelina con sus hijos, 10 hermanos casi escalonados en la edad: una hermana cuelga la ropa, otra más grande fríe unas milanesas en una olla arriba de una fogata que armaron sobre la tierra con la ayuda de una más chiquita, que le sostiene el plato donde van apilándose. La Migue habla poco, como para adentro. Sus ojos achinados están separados por un surco en el entrecejo, marca de expresión quizá del abuso que sufrió por parte de su hermano, padre de su hijo más grande. La Migue fue llevada a un loquero, y ahora la sostiene la iglesia evangélica. Dios es una de las personas más presentes en nuestras conversaciones; María, otra hermana de Gladis, afirma incluso que en las buenas acciones es Dios quien está actuando a través de uno, quien debe cuidar de cerca que “el enemigo” no irrumpa en nuestras acciones. Su fuerza, de todos modos, insiste, logra operar en las sombras: arrodillado, Pito, esposo de Migue y hermano de Gladis, se disculpa ante todos los asistentes a la Iglesia con Migue por haber traído a otra mujer a vivir bajo el mismo techo, por golpear a sus hijos. Ahora está cambiado y arrojado a Dios, que sabrá proveer. Pito ve que la gente se amarga ante la enfermedad y la displicencia de los médicos del hospital de Villa Berthet, pero ahora comprendió que sanar no es una cuestión que dependa de un medicamento o una atención. Incluso, uno puede ser rico y enfermar igual, y no hay medicina que valga más que aceptar a Dios en el corazón. Para qué, le pregunta a su hermana Chona, se amarga con la (des)atención de los médicos, para qué se afana en ir a Resistencia a tratarse ese dolor punzante que le apreta la cabeza y la deja postrada por días. Chona cree en Dios, también va a la Iglesia, pero considera asimismo que es un derecho recibir atención médica. A través del intendente logró que la trasladen con un vehículo de la municipalidad para todos los turnos médicos del tratamiento que realiza en el hospital de Resistencia. El médico le explicó que ese dolor que ella tiene no comenzó ayer, sino que se debe a años y años de forzar el cuerpo de más: en la cosecha del algodón, en la de frutilla. Pito se rehúsa a darle crédito a ese diagnóstico con una frase tajante: “Eso te lo dice porque ése nació en cuna de oro”. En la casa donde nació Gladis –que también fue la de Pito, la de Luis, la de María, la de Carlos, y varios hermanos más– no hubo cuna de ningún material; al ras del piso, con un conjunto de trapos cual colchón, la vinchuca durmió con todos, y no hay uno de ellos que no sea chagásico hoy. Con el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, tres de ellos pidieron y accedieron a la pensión que les corresponde por la enfermedad. Viajando en moto, Luis también me muestra cómo durante su gobierno urbanizaron “las tolderías”, la zona donde viven los aborígenes del pueblo. Luis quiere que vuelva Cristina, y toda la familia es peronista, porque “los peronistas están con los pobres”. Esos pobres me llevan al campo y me enseñan los nombres de los árboles que nos rodean –algarrobo, quebracho, cafia, paraíso, carandá, guaraniná, curupí– e incluso los remedios que se pueden preparar con ellos. Me regalan comidas exquisitas –locro, guiso de fideo, tres asados, dos con chivito– e incluso un libro: Y la red se llenó de peces, del padre Leandro. Varias veces nuestras comidas estuvieron precedidas por un rezo, y el único que me preguntó si yo iba a la Iglesia fue Tito –un niño astuto de 8 años–, que ante mi negativa y justificación escueta –“no creo”– los ojos casi se le salen de la cara, antes de sumirse en el silencio. Me pregunto si habrá recibido con igual asombro la muerte de Gabino, un primo de Gladis, que fue acuchillado en una pelea de circunstancias confusas a metros de la casa de Luis. Luis no para de hablar del incidente en toda ocasión que se le presenta y fácilmente la conversación se escurre a situaciones similares, a peleas innumerables –hinchar un codazo en el riñón, partir una botella en la cabeza, disparar tiros a los pies como advertencia nomás– donde la valentía viril se despliega y pone a prueba. No se es hombre sin conocer ese código, y parece que los coscorrones corren como agua también en los hogares. Molestados, los policías salen de su guarida para dispersar la situación, apenas; tampoco es cuestión de cometer injusticias ahora que “las mujeres tienen más derechos que los hombres”. No sé qué piensa Estela de esto, pero el primer día que nos ve caminamos bajo el cielo abierto –afuera del hogar y de la vista de Luis, su marido– y llora acongojada, balbucea apenas que está angustiada, que hay días que no puede seguir. La veo hacer lo que vi a hacer a todas las mujeres que conocí: trabajar en la casa, cuidar a sus hijos, hablar de Dios, el debate en torno a la legalización del aborto ni aparece en el horizonte de las discusiones. Gladis termina el viaje encendida de ira y dolor, tajante se convence de que “acá las mujeres están muy mal”. Muy mal, con desconfianza hacia instituciones como el hospital y la justicia, Chona se ríe igual: las fotos donde jóvenes se los ve a ella y al Gringo levantar su propia casa reclaman, con la nobleza de lo que se mantiene en pie a pesar de la intemperie, igualdad y justicia. •

 

* Oriana Seccia, Socióloga, ensayista y docente (UBA).