Manifiestos Una palabra que es acción

El escritor tiene que incendiar el lenguaje, acabar con las formas coaguladas e ir todavía más allá, poner en duda la posibilidad de que este lenguaje esté todavía en contacto con lo que pretende mentar. Y no sólo las palabras sino la estructura del discurso y aun de la lengua.

J. Cortázar

Hubo un tiempo en que me preguntaba: ¿dónde empezó la infección, en la palabra o en la cosa? Hoy sueño un lenguaje de cuchillos y picos, de ácidos y llamas. Contra el silencio y el bullicio invento la palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.

O. Paz

Como si el discurso, lejos de ser ese elemento transparente o neutro en que la sexualidad se desarma y la política se pacifica fuese más bien uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, algunos de sus más terribles poderes. El discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse.

M. Foucault

Manifiesto es el movimiento que hace manifiesto algo, lo que implica dos cosas: hacerlo público y pasar al acto. Pues siendo un acto discursivo, el manifiesto pertenece al muy especial ámbito de la invitación a protestar o a festejar, lo que lo convierte en un habla que actúa en el sentido performativo propuesto por Austin: un decir-que-hace, produce/transforma la situación tanto de los hablantes como de los concernidos por esa acción. La ligazón con el hacer marca y exige al manifiesto un peculiar tipo de discurso, que es el de la desazón, el desconcierto, la incertidumbre y la rabia, o sea lo opuesto a la pretenciosa afirmatividad de la queja nostálgica o la nostalgia quejumbrosa. El punto de partida de un manifiesto es su “proactividad”, o sea su capacidad de anticipar e iniciar, de adelantarse a los acontecimientos irrumpiendo en, e incidiendo sobre ellos, para lo cual habrá que inventar e inaugurar palabras, capaces de desestabilizar las seguridades que infectan las hablas y detectando las disconformidades y desencuentros, los disensos de fondo en que se vislumbran las nuevas tendencias del largo plazo.

El manifiesto se halla constituido por tres dimensiones, cuyos nombres griegos contienen aún rasgos no sólo originarios sino aun “originales”. La episteme enunciando la dimensión del saberpoder, y también la de los saberes compartidos pues entrecruzan, hibridándolos, tanto a los saberes provenientes de la información y la reflexión con los que vienen de la experiencia individual y social. La poiesis que enuncia la potencia metafórica de crear y recrear el sentido del vivir y de la acción, y ello —como nos ha enseñado P. Ricoeur— por el nexo que liga la imaginación a la creatividad, posibilitándonos reinscribir la memoria en la re-imaginación del futuro. Y el kairos que nombra la dimensión jalonada y jalonadora del tiempo, pues a lo que llamamos tiempo es a conjuntos de jalones que lo organizan dotándolo de sentido. Y sentido significa entonces una cierta e incierta dirección y una densidad simbólica que marcan al tiempo, a la vez que ese tiempo nos marca como colectividad, comunidad o sociedad, habitante de una contemporaneidad entretejida de inercias, y tambien entretejedora de pasados vivos y futuros posibles.

Históricamente el tiempo inaugural de los manifiestos fue el de las revoluciones modernas: entre 1847 y 1930, ese tiempo en el que, según J. Ranciére, se tenía la impresión de que era posible “romper en dos” la historia. Y tanto la cantidad como la eficacia de aquellos manifiestos, mayoritariamente políticos, artísticos y político-estéticos —el comunista, el anarquista, el vanguardista, el futurista, el surrealista, el dadaísta— se basaba en su capacidad de generar “colectivos” dotándolos de una “identidad”, que era siempre un aglutinante empoderador de diversas fuerzas sociales ya fueran mayoritarias como los obreros o minoritarias como los artistas. Fuerzas que resultaron, paradójica y sorprendentemente, “reacciones revolucionarias”.

«Y ¿hoy qué: tienen sentido aún los manifiestos o ya pasó “su” tiempo? Quizás la co-incidencia global entre tramposidad de la crisis económica, gravedad de la situación social, desaparición de la política y celeridad de la mutación tecnocultural estén reviviendo y renovando la necesidad y el significado de “hacer manifiestos”.»

Y ¿hoy qué: tienen sentido aún los manifiestos o ya pasó “su” tiempo? Quizás la co-incidencia global entre tramposidad de la crisis económica, gravedad de la situación social, desaparición de la política y celeridad de la mutación tecnocultural estén reviviendo y renovando la necesidad y el significado de “hacer manifiestos”. Indicios no faltan, ahí está la paradójica sorpresa producida por el texto de un anciano, revolucionario desde su juventud, el Indigne-vous! de Stéphane Hessel, traducido en muy poco tiempo a montones de idiomas no solamente occidentales sino asiáticos, africanos y especialmente en el mundo árabe. Y de «la sentada» en la madrileña Puerta del sol, y el neoyorkino Occupy Wall Street, a las 900 ciudades que el 9 de octubre de 2011 tuvieron muchedumbres manifestándose, algo bien extraño y bien fuerte desafía ideologías, credos e ideas globalmente tornando visible la pertinencia de seguir haciendo manifiestos.

A continuación y por considerarlo pertinente para este proyecto de manifiestos presento el texto del francés Leroy Claude que ha sido traducido libremente por mí:

Leroy Claude: La fábrica de lector de manifiestos por_______, Littérature, N° 39, Les manifestes. pp. 120-121, Paris, 1980.

Al manifiesto lo definen menos sus contenidos que sus figuras. Alguien que sí sabía de manifiestos, Andre Breton, nos dejó esta decisiva formulación: un manifiesto es una ruptura inaugural. Lo que constituye al manifiesto es, ante todo, una oposición, la palabra que dice no insertándose en una tradición de ruptura como estrategia, y ello justamente al dramatizarla.

De lo que se trata entonces es de disponer al lector a hacer suyo el rechazo, un disponer que significa a la vez apuesta y puesta en marcha. Empeñada en producir acontecimiento y en convertir ese acontecimiento en realidad inédita, la palabra manifestante debe conjurar el estereotipo —que es el precio de la ruptura— y hacer manifiesto lo único en cuanto inaugural. Hay en el manifiesto una potente, cuasi histérica, imaginación de demarcar, que hace de lo binario el rey, un rey que demarca y marca de una vez tanto los objetos y como los tiempos, los discursos y las colectividades, en dos campos atrincherados. No hay manifiesto sin una dramatización, sin puesta en drama de una alternativa sin vuelta atrás, de una paradoja sin mediación que pone al lector aparte, para que pueda hacer parte de, o sea tomar partido. De ahí los inevitables parecidos del manifiesto con el registro de la creencia y aun de la fé, que hacen del manifiesto una laica parodia de la palabra evangélica.

Instaurador de un tiempo nuevo, de un calendario, el manifiesto se constituye a sí mismo en punto-cero, el que marca la fecha a partir de la cual quedan destituidos todos los viejos calendarios. ¿Hay en eso algo que emparenta al manifiesto con la palabra profética? Pero su maniobra es más reflexiva: lo que el discurso manifestante inaugura es su propio advenimiento, poniendo al lector en la disyuntiva de serle fiel o infiel. Pues el manifiesto realiza, torna real, la palabra que él encarna aquí y ahora, en el acto mismo de su enunciación. Que es el acto de un doble nacimiento conjunto: el de una ruptura inaugural y el del escrito que la realiza.

El manifiesto se quiere palabra inédita, sin precedente ni continuación. Lo que dará lugar a tres respuestas posibles: adherir sin leer, leer sin adherir, leer y adherir. Disponiendo entonces de tres tipos de públicos ¿el manifiesto se beneficiará de una excelente salud pragmática? Después de tantas muertes proclamadas la de la literatura, la del autor, la del sentido, la de lo real, la de las ideologías, y ya pronto la del lector) ¿le llegó también la muerte al manifiesto? Y, de qué morirá?, ¿de falta de manifestantes o de su exceso? Y bien, si nadie lo escribe no es por falta de combates a emprender sino porque el manifiesto se ha convertido en una palabra “desesperadamente legible” en el sentido que le daba a esa palabra Roland Barthes: una palabra tan bien recibida, tan aclimatada e institucionalizada, que se ha vuelto la palabra final de una serie.•

1 Publicado en Manifiestos, Friedrich-Ebert-Stiftung FES (Fundación Friedrich Ebert), pp. 13-16, 2014.

* Jesús Martín-Barbero,b Filósofo, antropólogo, semiólogo y teórico de la comunicación y los medios de origen español que vive en Colombia desde 1963.