Historia y banalidad

Flora Tristán viajó a Perú en busca de su familia paterna. Y, en especial, de la herencia que le correspondía. Osada, había cruzado el océano, después de una tormentosa separación. Sus hijos quedaron en Europa. Anota ese viaje, escribe un diario sobre la mezquindad de su familia, la opresión de las mujeres, la crueldad de la esclavitud, la hipocresía, los conventos y la política. Memorias de una paria, se llamó. Algunos ejemplares fueron remitidos a Arequipa, donde vivían sus parientes. La indignación cundió y los libros fueron quemados en la plaza. No la quemaron a ella, pero sí a esas palabras con las que ajustaba cuentas con los propios y discutía las condiciones sociales en su conjunto. Su siguiente libro es Paseos en Londres y no es menos espinosa su escritura, que no abandona en ningún momento la tensión crítica. Años después su ex marido intentaría asesinarla, pero no por algún texto, sino por no soportar el rechazo. Sanciona su autonomía con balazos. Flora sobrevive. Milita la organización internacional de obreras y obreros. Ninguna frontera le atañe, salvo para despertarle vocación de cruce. Recorre pueblos, ciudades, fábricas, para convencer a quienes trabajan de la necesidad de internacionalizar la lucha. A la vez, de saber que todo el orden de opresiones se sostienen sobre la relación patriarcal. Sin emancipación de las mujeres no hay liberación de los hombres.

Conoció a Bolívar y a Simón Rodríguez, siendo niña, y a Marx y a Engels, ya adulta. Esos nombres serían caminos bifurcados y sordos entre sí en el mapa de luchas por la libertad. Pero ninguno tendría en sus programas implícitos o explícitos aquel plural de géneros que señalaba Flora, para poder mencionar, por fin, la existencia femenina. Aunque Simón Rodríguez, con sus pedagogías corporales, su naturalismo de la evidencia, obligaba a reconocer las diferencias anatómicas, sin velarlas tras pudibundos secreteos espiritualistas. Fue denunciado por dar clase tomando el propio cuerpo de ejemplo y propiciando la desnudez. Lo trataron de loco y un poco lo era. Tanto como para acompañar a un joven viudo, desesperado y millonario, al Aventino a jurar que entregaría la vida por la libertad de América. Que volvería a su tierra a luchar contra la tiranía colonial. Son conocidas las cartas apasionadas a Manuela Sáenz y el arrojo con que ella lo salvaría. También su alianza con la revolución haitiana y el fuerte compromiso a acabar con la esclavitud en estas tierras.

En el marasmo de la derrota, sintió que había arado en el mar. Y no porque tuviera veleidades de surfista. Más bien, hundido en la desesperación de no poder dejar huella ni instituciones creadas. A fines de ese siglo, el ejército republicano de Brasil aniquilaba la población de Canudos. Campesinos rebeldes, milenaristas, religiosos, habían conformado su propio territorio liberado, bajo la conducción de Antonio el Conselheiro. Desconocían la propiedad privada y la institución matrimonial. Una larga guerra, cuatro expediciones militares, terminan con ellos. Eran alrededor de veinticinco mil. Los vencedores encuentran cuadernos del líder vencido. En uno de ellos anotada una consigna: que el sertao se haga mar y el mar sertao. Que el mundo se ponga de cabeza, se invierta, se vuelva otro. Ya no se trata de arar en el mar, sino del cataclismo. En el mundo andino se diría el pachacuti. Si conocemos esos textos, incluso el exterminio mismo, es porque un ingeniero militar fue como cronista de guerra y asqueado del crimen convirtió su denuncia en una poderosa novela o su novela en una potente e imprescindible denuncia.

Se trataba de Euclides da Cunha y el libro se llamó Los sertones. Allí nos enteramos que el monte donde acampaba el ejército atacante era el Favela. Cuando los soldados volvieron de la guerra y a la espera de terrenos prometidos, hicieron sus casuchas en los morros. Y se les llamó favelas. Laberínticas, extrañas, difíciles de habitar, aún hoy y como aquella guerra.

A veces se ha dicho que era el Facundo brasileño. Pero no. Es su inverso, su desmentida, su exorcismo. Mientras Sarmiento lucha con su propio ensayo para estabilizar la diferencia maniquea entre civilización y barbarie, Da Cunha la da vuelta como un guante para señalar que allí donde se nombra civilización hay crimen. Inexcusable. Azorado, vio en los vencidos la raza promisoria para el Brasil, y en los vencedores un mestizaje empobrecido y temblequeante. No era interesante pensar las razas de ese modo, asociadas a fenotipos corporales y a mediciones de la fuerza que hacen pensar en los más aptos, pero es el lenguaje que tenía a mano el escritor para producir su disidencia. Un lenguaje de clasificaciones, grillas y exclusiones, al que puso, cuál si fuera el Conselheiro, de cabeza. O, como Marx a la dialéctica, sobre sus pies. La operación crítica se hace contra el tiempo de la actualidad pero a la vez con sus parámetros.

El lenguaje de las razas estaría aún en un Mariátegui, capaz de romper todos los cercos del pensamiento y sin embargo caído en la tentación de atribuir conductas y atributos (fatalismo, ociosidad, sumisión) al origen étnico. Es cierto que, con el mismo esfuerzo del escritor de Los sertones, lo hacía para señalar que una prometía ser sujeto de la redención del Perú entero, justamente aquella que era objeto de la opresión colonial. El lenguaje de las razas empaña los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, al tiempo que su análisis produce la mayor originalidad, la de forjar un marxismo latinoamericano, situadísimo, capaz de engarzar la cuestión de la nación, el sujeto indígena y la empresa del socialismo. Para eso había que desviarse de la letra del Marx más conocido, que pensó a Bolívar menos como un libertador que como un líder bonapartista, caudillo conservador y planta exótica del territorio americano. Propio de pueblos sin historia. Pero la historia era vasta y había afectado incluso al filósofo que dijo la desdichada frase. Según Susan Buck Morss, su idea de dialéctica del amo y del esclavo —central en Fenomenología del espíritu— provenía de la experiencia histórica de la revolución antiesclavista haitiana. Nunca mencionada en la obra, era seguida con atención por los periódicos a los que estaba suscripto Hegel.

Cuando Flora Tristán viaja hacia América lo hace sin ninguna presunción de encontrar la tierra prometida, pero lo que encuentra es peor que lo esperado. Conservadurismo católico, señorío esclavista, mezquindad provinciana, guerras incomprensibles. Como si las revoluciones independentistas hubieran arado en el mar del oleaje colonial, sin afectar demasiado las lógicas estamentales y las relaciones de dominio establecidas. En una hacienda, ve a dos esclavas encerradas en una celda de castigo. Habían dejado morir a sus hijos recién nacidos. Sin hablar, Flora entiende que elegían contra la vida de esclavitud a la que quedarían condenados. No necesita mitificar lo americano para denunciar lo que la colonia había construido. Como lo hacen las ideas de Nuestra América cuando es pronunciada por José Martí o la de Patria grande afirmada por Manuel Ugarte. En ambos casos, son apuestas políticas, núcleos de identificación y desdichas compartidas.

Las palabras se sedimentan y esos sintagmas no escaparon a la conversión en estampitas que menos que señalar el procedimiento crítico necesario, alude a una supuesta esencia compartida que haría de los latinoamericanos sujetos menos proclives de por sí a las injusticias y opresiones unos sobre otros. Es claro que hay mucho de ilusión en eso y se liga al esfuerzo de reconstruir una historia propia, producir un acervo de relatos en los que esa excepcionalidad sea puesta de relieve. Así se constituye un panteón y un linaje, que invierte y combate al procerato liberal, pero viabiliza tan poco como aquel al pensamiento crítico.

Y se responde, con esa historia amasada en positividades, a un movimiento profundamente ahistórico que caracteriza al presente. El de un tipo de gobierno de las sociedades que articula más con la industria del entretenimiento y trata, con la liviandad del espectáculo, la cuestión de la historicidad. Si las elites gobernantes argentinas pueden negar la magnitud del terrorismo de Estado, malcomprender la tragedia del nazismo —vuelta la empresa genocida una mera incapacidad de diálogo— o vincular los desafíos de la educación a una nueva conquista del desierto, es porque articulan sus definiciones ideológicas explícitas con el trato banal de los acontecimientos históricos. Hubo otras derechas, tan clasistas y racistas como ésta, que articulaban esas posiciones con una revisión de la historia. Como las de un Lugones antes, un Vargas Llosa en estos años. Pero no es lo que corresponde a las fuerzas del presente, que funcionan con el desparpajo del que ignora no por no saber sino por decisión, por apuesta, por esfuerzo. Del que hace ejemplar su propio desconocimiento. La historia es puesta en el lugar de lo superfluo, resto al que se puede banalizar en nombre del festejo de una actualidad lo suficientemente plena como para no requerir ninguna excursión pretérita.

Pero a esa banalización no se puede contestar con la contraria: la producción de una historia ejemplar, sin tensiones, capaz de omitir todo aquello que hace mella en el bronce, amasada en la idea de una identidad cerrada sobre su propia positividad. No es menos banal eso que lo otro, aunque se maneje con gusto en el vestuario de la historia. Porque lo hace para encontrar los ropajes confortables, que impiden pensar, con la crudeza del maestro de Bolívar, a partir del cuerpo propio y del malestar social. •

“Funcionan con el desparpajo del que ignora no por no saber sino por decisión, por apuesta, por esfuerzo. Del que hace ejemplar su propio desconocimiento.”

* María Pía López, Socióloga, ensayista, investigadora y docente (UBA). Directora del Centro Cultural de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS).