La propuesta cultural del neoliberalismo

Los emprendedores

Las declaraciones del ex ministro macrista de Educación, Esteban Bullrich, proponiéndole a los desocupados que se autogeneren trabajos como, por ejemplo, fabricar cerveza, desnudan de manera brutal lo que el neoliberalismo exalta como modelo de época: el emprendedurismo.

Esto, más allá de un formato económico, es un proyecto de vida que se basa en la raíz social y existencial del capitalismo: la exaltación del individuo. El emprendedor es el relato mítico que nos cuenta que, con buenas ideas, con tenacidad, con capacidad de conducción y con astucia, uno puede salir adelante, ser un ganador. Y la raíz de este pensamiento típicamente anglosajón la podemos hallar en el self-made man, en Robinson Crusoe, figura arquetípica del liberalismo canónico, el ser que a puro ingenio y laboriosidad puede, supuestamente, vencer todos los condicionamientos externos.

Ese remanido mito es respaldado por oportunas anécdotas individuales, por ejemplos excepcionales, que en verdad son insignificantes en términos del sistema general. Y es que, a juzgar por la pobreza, la marginación y la exclusión social que dominan el escenario mundial, esos dones proactivos del emprendedor están poco repartidos entre los mortales… O el problema está en otro lado.

El discurso emprendedurista intenta, en nuestra región, dar respuesta, básicamente, a la precariedad laboral. Si todo depende del deseo y el tesón individual, el sistema económico no es el responsable de la desigualdad; lo son los individuos, por su “inercia” o su falta de adaptación a las exigencias de la época. Frente a la lógica empresarial, en la fría aritmética de los resultados, el hombre “fracasado” será aquel individuo que no logre estar a la altura de las circunstancias.

Dentro de esta lógica, cada uno debe pensarse como un emprendimiento, formarse, tomar riesgo, crearse su propio hacer. Si el capitalismo tradicional entendía a la mayoría de la población como fuerza de trabajo comprable, un mero bien de cambio, hoy el ser humano es capital. Capital que, desde luego, debe tener como motor fundamental un acendrado individualismo, y mejor aún: un provechoso egoísmo; debe buscar la acumulación, las ventajas a cada paso; perseguir la rentabilidad. El emprendedor es la personificación del individuo convertido él mismo en empresa; sus cualidades, entonces, no deben ser tenidas en cuenta en términos humanos. Deben ser monetarizadas. Este hombre emprendedor destella sobre sus pares; tiene virtudes contantes y sonantes.

“El discurso emprendedurista intenta, en nuestra región, dar respuesta, básicamente, a la precariedad laboral. Si todo depende del deseo y el tesón individual, el sistema económico no es el responsable de la desigualdad; lo son los individuos…”

La necesidad de “autogenerarse” se torna dramática si tomamos en cuenta las declaraciones del economista ultraliberal José Luis Espert: “El trabajo no es un derecho como dice el populismo cavernícola. Es una contingencia”.

El proyecto es diáfano. El objetivo, despiadadamente evidente. Hay que tener dos dígitos de desocupación, como forma de disciplinamiento social. Y el que quede afuera (y pueda) ¡que emprenda!

Aquí también cabe aludir a la no menos recurrente idea del “derrame”. Para Víctor Ginesta Rodríguez:

La incentivación de la emprendeduría sigue la lógica del viejo mecanismo propugnado por los moralistas escoceses en los albores del capitalismo, que rezaba que el interés privado acaba goteando y revirtiéndose en bienestar público. La idea es clara: si dejamos actuar a las ideas y la innovación privadas, ello tendrá un efecto derrame que impulsará a toda la sociedad, puesto que generará riqueza, puestos de trabajo, acceso a un mayor número de bienes y servicios, etc. Al mismo tiempo, esta ideología pro-sector privado critica los servicios públicos tachándolos de ineficientes y poco competitivos, así como utiliza los distintos mecanismos institucionales y legislativos para solidificar la implantación de ideas afines a su doxa.

En el campo de la cultura, estas ideas tienen varios efectos: la creciente tercerización de las actividades en las grandes empresas del sector; el supuesto surgimiento de pequeñas productoras audiovisuales que proveen a canales y señales; editoriales y medios gráficos que externalicen tareas, que las tercerizan en mano de “trabajadores monotributistas”, sumando a esto miles de pequeños productores de la economía cultural, en lucha por su subsistencia. La que, por supuesto, se torna utópica con el derrumbe del consumo, las tarifas impagables, el casi inexistente apoyo oficial…

Con la hipocresía que lo caracteriza, este gobierno dice apoyar a los “emprendedores culturales” mientras que:

  • Se producen 20 millones menos de libros que en 2015, y el Ministerio de Educación suspendió buena parte de la compra de ejemplares.
  • Bajó en un 30% la cantidad de espectadores teatrales, siguen las clausuras de espacios y salas por (in)habilitaciones, y no se cumple la rebaja de tarifas.
  • El cine redujo sus espectadores en más de un 25% y la suspensión de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, por decreto, abortó la posibilidad de nuevas pantallas para la difusión de la producción.
  • Las salas de música cierran por no poder soportar la suba de costos.

¿Y qué dice el ministro de Cultura ante este penoso escenario? Que “hubo tiempos peores”.

Es muy interesante el estudio que Ararat Herrera hace sobre los programas de formación en centros educativos de Colombia:

Los resultados evidencian una contradicción entre el discurso teórico y el práctico, que dan soporte a la enseñanza del emprendimiento. El primero profesa un discurso inclusivo, fundamentado en la igualdad social y de oportunidad para todos; el segundo evidencia un discurso basado en la exclusión, con utilización de estrategias y dispositivos discursivos que identifican posturas ideológicas como miembros de un grupo social específico. Se construyen, entonces, desde el punto de vista socio-discursivo, dos tipos de grupos sociales: emprendedores y empleados.

Emprendedores que, en una economía neoliberal, se autoexplotan, y empleados que se precarizan. Y continúa Ararat Herrera:

Estas medidas confunden la adaptación con la incerteza. Son medidas de trato próximo a la obra y servicio, destinadas a la empleabilidad ad hoc, más que a generar unas condiciones sociales en las que se pueda construir y organizar una vida.

Los creativos

El otro pilar de este discurso es el de la “creatividad”, como palanca del desarrollo. Hay industrias creativas, clústeres creativos, ciudades creativas, etc. Si se tiene capacidad de emprender y además se es creativo, la gran zanahoria del capitalismo “está a tu alcance”. Pero analicemos, un poco, la historia de este nuevo talismán.

A finales del siglo XX, el Ministerio de Cultura del Reino Unido publicó su Creative Industries Capingo Document, donde se afirmaba que: “[…] las industrias creativas tienen su origen en la creatividad, las habilidades, los talentos individuales […] que pueden potenciar la riqueza y la creación del empleo por medio de la generación y la explotación de la propiedad intelectual”. Este experimento se sustenta en la aseveración de que el conocimiento pasa de tener un valor instrumental a constituirse en el recurso fundante de una nueva economía. Los desarrollos informáticos modulan este nuevo sistema.

Dice Philip Sclesinger:

La definición británica es economicista, pues la función comunicativa y simbólica de una cultura —así como la generación y comunicación de ideas— es interesante solamente porque es exportable. Así la concepción de industrias creativas debe constituir una ruptura con la idea de industrias culturales. Eso tiene importantes consecuencias para las políticas públicas. En otras palabras, la cultura es desplazada por la creatividad.

Efectivamente, ese desplazamiento coloca a la cultura como un subproducto de la creatividad. Si el concepto industria cultural surge como crítico y tensionante del vínculo entre mercado y cultura, la denominación de industria creativa borra esa tensión.

¿Qué industria no incluye la creatividad? ¿Qué campo define este nuevo concepto? ¿Qué precisiones nos permite tener a la hora de pensar políticas públicas?

Sólo sirve para estar en línea con los parámetros empresarios de innovación, novedad y creatividad. O, como afirma Zallo:

Esa aproximación es incorrecta si se generaliza y borra la especificidad de la cultura entendida como cimiento de sentido de una sociedad. Además, sería dudosa tanto la utilidad de esa aproximación a contrapelo de los vientos de la diversidad, como la posibilidad de gestión pública de una economía de la creación que, a pesar de su nombre, no se refiere a la economía divina del Génesis.

Agregamos que “lo creativo” es un campo tan amplio que diluye toda posibilidad de aplicación de políticas efectivas. Algunos utilizan el argumento de que en realidad se habla de lo creativo, pero recortando lo cultural. Entonces, ¿cuál es el beneficio de abrir un concepto, para inmediatamente cerrarlo?

Resulta llamativo que investigadores, académicos y funcionarios, que valoran el poder de la cultura, no adviertan el error que conlleva diluir el valor de la cultura en el universo amorfo de “lo creativo”. Sobre todo en países que, como el nuestro, necesitan afirmarse en sus identidades culturales (y reafirmo el plural), sabiendo que el primer ataque de los pedagogos coloniales es el de ningunear las culturas de nuestros países.

Tener prácticas transversales con nuevos sectores de la economía, estableciendo sinergias, es muy distinto del borramiento de sentidos específicos de la cultura.

No es casual que el actual Ministerio de Cultura haya cambiado la denominación de las áreas de “industria cultural” por la de “creativas”. No es un problema de nombre, es una cuestión ideológica.

Si entendemos a las industrias culturales como un soporte para la circulación de signos que nos provean identidad, nos convoquen colectivamente, nos confieran pertenencia, nos muestren en y con diversidad, entonces tendremos una mirada especial y políticas activas para quienes auténticamente desarrollen esas producciones.

Por el contrario, si vemos lo cultural diluido en la indefinición de lo creativo, quedará sólo como un negocio más; un negocio apto para aguerridos “emprendedores” y no para trabajadores de la cultura, para cooperativas, para artistas/productores, para emprendimientos colectivos sin fines de lucro.

Emprendedores creativos; esa es la nueva localización a la que intentan llevarnos las políticas culturales del neoliberalismo. Leamos, pues, a Gilles Deleuze:

Si la modernidad produjo un sujeto a partir de fragmentos de una existencia abstracta individual —como trabajador, consumidor, ciudadano—, en la nueva coyuntura contemporánea el individuo ya no puede reivindicar la posesión de derechos abstractos. Pues es sólo como lugares específicos de investidura y producción de capital (financiero) como esos derechos —ahora rearticulados como derechos de propiedad— pueden afirmarse.

En suma, si no defendemos la excepción cultural, habremos perdido la batalla por sostener la tensión entre cultura y mercado. Y ya sabemos adónde conduce el mercado por sí solo: a la concentración, la deslocalización, la exclusión. •

Referencias

Ararat Herrera, Jaime (2010): “Praxis social del emprendimiento en Instituciones de Educación Superior públicas y privadas de Medellín, tesis para optar al grado de magíster en Ciencias de la Administración (MSc.), Universidad EAFIT.

Deleuze, Gilles; Guattari, Félix (1998): El antiedipo, Paidós, Barcelona

Ginesta Rodríguez (2013): Oximora, Revista Internacional de ética y política, Num. 3, Madrid

Schlesinger, Philip (2011): “Intelectuales y políticas culturales”, en Albornoz, Luis (comp.): Poder, medios, cultura: una mirada crítica desde la economía política de la comunicación, Paidós, Buenos Aires.

Zallo, Ramón (1988): Economía de la comunicación y la cultura, Akal, Madrid.