El desquicio de la lengua

Con motivo del cuarto centenario de la muerte de William Shakespeare, Eduardo Rinesi, quien se viene ocupando de la obra del dramaturgo inglés desde hace varios años (Política y tragedia, 2003, Las máscaras de Jano, 2009, y Muñecas rusas, 2013) acaba de publicar a través del sello editorial de la UNGS un libro sobre el problema de la lengua en Hamlet. El volumen se titula Actores y soldados. Cinco ensayos hamletianos. En la estela de una conversación que lleva ya varios años y que ha estado, desde siempre, atravesada tanto por las cuestiones que han merecido y que merecen, incansablemente, la atención y la reflexión del ex rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento, como de esa otra pasión (¿o es la misma?) que son los libros, los asuntos que viene a abordar este texto fueron la “excusa” (siempre innecesaria) para volver sobre esas cuestiones de nuestra vida social y política. Compartimos, aquí, los latidos sustanciales de una conversación inagotable, en la voz de su autor.

La tragedia es un género literario, poético, teatral, del que podemos auxiliarnos con provecho para pensar los grandes problemas de la vida colectiva de los hombres, los grandes temas y dilemas de la vida política de los pueblos, y esto por, al menos, dos razones. Una es que la tragedia constituye una reflexión (estilizada, estetizada: desde ya) sobre el conflicto, que es, como decía el filósofo francés Claude Lefort y como sabemos bien, uno de los principios constitutivos de la política. Hay política, en efecto, porque hay conflicto, y la tragedia es siempre una meditación sobre esta dimensión fundamental de nuestro vivir común, sea que a ese nudo apremiante e inerradicable del conflicto lo localicemos (como lo hacía la gran tragedia antigua: griega) en el mundo, digamos, “objetivo”, de los dioses, sea que lo ubiquemos, en cambio (como lo hizo la gran tragedia renacentista: inglesa), en el interior del alma atormentada de un sujeto. “Señor, en mi corazón había una suerte de lucha” (5.2.4), le dice el príncipe Hamlet a su amigo Horacio en el comienzo de la última escena de la tragedia más famosa de William Shakespeare, y en ese verso está contenido un resumen perfecto de toda la pieza.

La otra razón por la que la tragedia es un instrumento conceptual apropiado, pertinente y útil para pensar los problemas de la política es que la tragedia constituye una reflexión sobre el carácter frágil y precario de nuestras vidas

La otra razón por la que la tragedia es un instrumento conceptual apropiado, pertinente y útil para pensar los problemas de la política es que la tragedia constituye una reflexión sobre el carácter frágil y precario de nuestras vidas individuales y de nuestra vida colectiva, y no hay pensamiento sagaz sobre la política que no parta de la constatación de lo insanable de esta fragilidad y de esta precariedad. Lo digo a propósito con estas dos palabras, que me remiten a los títulos de dos libros de sendas muy considerables filósofas norteamericanas contemporáneas a las que me gustaría citar acá: Vida precaria, de Judit Butler, y La fragilidad del bien, de Martha Nussbaum. De ambos libros aprendemos que vivir es sostenernos siempre en un delicado equilibrio al borde de un abismo en el que nunca podemos dar por descontado que estamos librados del riesgo de caer, como las tragedias antiguas y modernas no dejan de enseñarnos. Siempre me resultó ilustrativa, como metáfora condensada de esta enseñanza fundamental, la imagen de los jóvenes Hamlet y Laertes forcejeando, llenos de furia y de dolor, al borde de la tumba donde yace el cuerpo muerto de la bella Ofelia.

En su muy importante Espectros de Marx (cuyo título jugaba con el doble sentido de la idea de la presencia de la cuestión shakespeareana de los espectros en la obra de Marx y de la propia obra de Marx como un espectro que no dejaba de asediar la ciudadela del neoliberalismo triunfante y soberano), Jacques Derrida señalaba la importancia de una frase del desdichado príncipe danés que revela su constatación y también su escándalo frente a las evidencias de esta fragilidad del mundo, de esta precariedad de las cosas, del resquebrajamiento de las seguridades con las que Hamlet querría poder vivir su vida, pero que comprende, hijo como es de un tiempo de crisis y de transformaciones (de esos “curious daies” de los que había hablado Shakespeare en sus Sonetos) que están perdidas para siempre. “The time is out of joint” (1.5.189): tal la célebre frase hamletiana, de la que Derrida estudiaba las diversas traducciones al francés: la de Bonnefoy, “Le temps est hors de ses gonds” (el mundo está fuera de sus goznes), la de Derocquigny, “Le mond est à l’envers” (el mundo está al revés), la de Malaplate, “Le temps est detraqué” (el tiempo está descompuesto) y la de Gide, “Cette époque est deshonorée” (esta época está deshonrada), y nos dejaba ver la cercanía con lo que podríamos considerar su versión plebeya, popular: el “Algo está podrido en Dinamarca” (1.4.90) del rústico Marcelo.

De acuerdo. ¿Pero qué? ¿Qué es exactamente –quiero decir– lo que está podrido en la Dinamarca que Shakespeare pinta en Hamlet? En el librito que los amigos de la UNDAV me han invitado amablemente a presentar en este número de Orillera se me ocurrió explorar la idea de que lo que está podrido, o por lo menos una de las cosas que están podridas, en esa remota y fascinante Dinamarca hamletiana, es el lenguaje. Las palabras. Las palabras y sus significados. Las palabras y los eslabonamientos de palabras que conforman los discursos que propone el poder político estatal para explicar lo que ha pasado, las razones de la muerte del antiguo rey y de la legitimidad del que siguió, y que nadie, por cierto, cree demasiado que digamos. Por eso, frente a la narración que el poder ha construido, según la cual el viejo rey murió como consecuencia de una picadura de serpiente, nadie cree una palabra y todo el mundo tiene una teoría alternativa. Un “relato” (como se dice hoy, en la Argentina) alternativo. Y por eso el populacho cuchichea, murmura, rumorea que las cosas no fueron como dicen los voceros del Palacio. Y por eso el espectro del antiguo rey vuelve para contarle a su hijo una historia diferente.

No son cosas que ocurran (no son cosas que puedan ocurrir) en un país bien organizado. En los países bien organizados ni el populacho cuchichea historias distintas de la oficial ni por las noches aparecen las figuras de los muertos para decirles a los súbditos que los habitantes del Palacio mienten. Medio siglo después de Shakespeare, Thomas Hobbes escribiría la teoría de estos países bien organizados, donde los muertos descansan en paz en sus sepulcros y donde el Estado logra conjurar el “veneno” de las murmuraciones sediciosas (interesante anticipación, la que Shakespeare había propuesto en Hamlet: ahí también el veneno penetra por el oído) construyendo un relato que sí convenza a todo el mundo y que se imponga a todo el mundo como verdadero. Eso sólo ocurrirá en Hamlet al final: cuando todos hayan muerto y sólo quede vivo el intelectual racionalista Horacio, encargado de contar al futuro rey de Dinamarca, el joven noruego Fortimbrás, qué fue lo que pasó. Hobbes medio siglo antes de Hobbes. Entre tanto, en la Dinamarca desquiciada en la que transcurre la acción durante los cinco actos de la pieza, los hombres, hablando, no se entienden, porque las palabras pueden querer decir, y dicen, cualquier cosa.

Por eso, y para mostrar eso, es que hay tantos juegos de palabra en Hamlet. Todo el tiempo, a cada paso, a cada línea. Juegos con las sonoridades de las palabras, como cuando Hamlet finge confundir a Polonio con un pescadero, fishmonger, palabra que sin duda Shakespeare instruyó a su actor para que la pronunciara de manera que sonara muy parecida a su cercanísima fleshmonger: tratante de mujeres, rufián. O con los dobles sentidos de las palabras, como cuando Hamlet manda a Ofelia, célebremente, a una nunnery, que es “convento”, por supuesto, pero que también quiere decir, en los usos populares del inglés de los días de Shakespeare, “prostíbulo”. O con la propia situación teatral en la que se desarrollan todos los intercambios, como cuando Hamlet, tras la primera visita que recibe del espectro de su padre, se jura recordarlo “while memory holds a seat in this distracted globe” (1.5.96-7): “mientras la memoria tenga un sitio en este globo trastornado”, jugando con la evidente triple, y no ya apenas doble, valencia de “globe”. Que es el globo terrestre (el mundo), la cabeza del mismo Hamlet (definitivamente distracted, trastornada) y el nombre del teatro (The Globe) donde se desarrolla la representación.

De estos asuntos, entonces, me ocupo en los cinco ensayos que componen este librito, Actores y soldados, con los que quise sumarme a las conmemoraciones en torno al cuarto centenario de la muerte de William Shakespeare. El libro acaba de aparecer a través del sello editorial de la Universidad Nacional de General Sarmiento, en la colección “Cuadernos de la lengua”, que acompaña el trabajo de los equipos del Museo de la Lengua de la Universidad (crea­do en su momento en virtud de un convenio entre la misma y la Biblioteca Nacional) por medio del estudio de este tipo de cuestiones. Del estudio de la lengua. O, en este caso, de las lenguas: de su interjuego, de sus diálogos más ostensibles o más furtivos, de los signos que unas de ellas, a veces muy remotas, dejan inscriptos en el cuerpo de otras (el latín en el castellano, el francés –como ocurre en Hamlet, ella misma versión de una versión francesa de una versión latina de un mito danés– en el inglés), y por supuesto, de la traducción. De los modos en los que una lengua es vertida a otra, de las posibilidades e imposibilidades de esas traslaciones, de las enseñanzas que la constatación de esas imposibilidades nos entregan sobre la naturaleza misma de la comunicación entre los hombres. •

* Eduardo Rinesi, Filósofo, politólogo y educador (UNGS).