Vicisitudes acerca de la letra y el Estado

Sin la escritura, ¿estaríamos acaso reunidos en ciudades? ¿Habríamos estipulado un derecho, fundado un Estado, concebido el monoteísmo y la historia, inventado las ciencias, instituido la paideia…?

Michel Serres, Pulgarcita

1. El Estado –independientemente del cuño que lo sostenga– es la gran entelequia inventada por los hombres. Se siente su peso, aunque es amorfo. Es la realización concreta de la Razón que separa ese momento inconsciente anterior a la auténtica Historia. No lo respetamos por su utilidad o necesariedad, sino porque es el Estado y encarna el fetichismo de la autoridad. Da forma a nuestras representaciones racionales e irracionales y resulta atribulario pues “se ciñe como una red al cuerpo de la sociedad”.

La teoría crítica ha bailado al ritmo aleatorio de los sonidos del Estado, oyendo el eco acompasado de los súbditos. “Si los que están en las cimas del estado tocan, ¿qué cosa más natural sino que los que están abajo bailen?” (Marx, C., El 18 Brumario de Luis Bonaparte). Atentos a esta experiencia cualquier intento de pensar alternativas para la construcción social privilegia en el presente silenciar sus cantos de sirena y eximirlo de ser analizado, para que la política no se convierta exclusivamente en política de Estado.

Es necesario seguir creyendo en la posibilidad de un pensamiento de izquierda –como alternativo a lo instituido– pues la existencia incontrastable de los soslayados por el sistema reclaman un posicionamiento ético frente al mundo. Tal vez haya que reinventarle un sentido conjetural, sin perder de vista que las garantías de sentido o cualquier intento teleológico es a su vez la denegación de esa posibilidad –o la instancia en donde la política se emparenta con la religión–.

Cuánto más oprimente debe ser la opresión real –como alguna vez señalo Marx– para que se haga plenamente consciente. Tal vez el martirio sea una condición inherente a las doctrinas filantrópicas, tal vez –como nos lo ha enseñado la tragedia antigua– el desafío de la libertad sea indisociable del de la muerte como posibilidad.

Cómo podía suponerse que a ese hijo aplicado del idealismo y padre putativo de su prole que intentaba poner en cuestión al Estado burgués con su teoría materialista, se le ocluyera su ascendencia crítica, primero a partir de la gestión como lógica burocrática –socialismo soviético–, luego a través de la parlamentaria –socialdemocracia–, y se hiciera que de sus alienados o explotados sólo quedara el mero reflejo de mecanismos de integración a la sociedad civil.

Han crecido nuestras perplejidades y desafíos. Y es por ello que debemos volver sobre el camino trazado por el pensamiento crítico para potenciar sus análisis y auscultar el presente. El Estado ha sido hasta la actualidad un fenómeno exógeno y extraño, no una mera potenciación de lo natural, lo cual se verifica a partir de que como objeto de estudio no es claro y que son tantos sus sentidos –cosa, objeto, sujeto, institución, reflejo, estructura, superestructura, sistema, etc. – como su inhaprensibilidad. Atestigua esta situación el hecho de que en Marx no hubo una teoría del Estado y que las diferentes lecturas realizadas de su obra –estructuralista, instrumentalista, sistémicas, derivacionistas, gramsciana, etc. – no han podido con él mas allá de su fobia o de su anulación del horizonte teórico, mientras su música sigue sonando.

2. Amén de los límites que presente para la teoría crítica, según algunos autores enfocar el análisis en el Estado es coherente –funcional diría Altvater- con las necesidades de acumulación de capital, con la alteración de las correlaciones de fuerza (Negri), o con la forma capitalista de la lucha de clases y la producción de plusvalía (Holloway y Picciotto). La trampa quizás esté – como dice Perry Anderson- en su forma general de Estado representativo como “cerrojo ideológico del capitalismo occidental”, o en todo caso se puede ir más allá y decir con Badiou: “lo político erra entre la sociedad civil y el Estado”, ya que aceptar la división “público/privado” como operadora conceptual sobre la cual se pueda asentar la esencia de la política, permite fundar la idea de representación (negación de la política) que tendrían los partidos como miembros del Estado. Tal vez sea momento de admitir que frente a la negación de la política , en ella ya no hay más nada que representar.

3. La oralidad y la escritura poseen sus vicisitudes. En tiempos inmemoriales, la escritura, en tanto inscripción representaba la “voz de las cosas muertas”, en tanto la palabra oral era propia de los hechos correspondientes a los seres animados, aunque es necesario remarcar que su transcripción –su escritura– es resultado de una lenta evolución, fundamentalmente ligada a la aparición de la Ciudad- Estado, con su necesidad de establecer y fijar “señas de identidad” comunes.

Si bien en Marx no hubo una teoría del Estado, aunque hay varias premisas según el transcurrir de su obra (cuestionamiento de la visión del Estado como esfera de la igualdad real [Sobre la cuestión judía (1843)]; visión instrumentalista del Estado [Manifiesto del Partido Comunista (1848) y El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852)] ruptura con la visión instrumentalista que simplifica la revolución al mero hecho de tomar, como si fuera una “cosa”, el Estado [La Guerra Civil en Francia (1871)]; el Estado en tanto reflejo de las necesidades de la economía y del equilibrio de las fuerzas económicas de clase [El Capital]) ya nos había alertado sobre los constructos de la letra. Los secretos de la “llamada” acumulación originaria develan una metodología en donde una narrativa alternativa –o un nuevo comienzo– tiene la capacidad de deconstruir los relatos oficiales de la economía política clásica sobre el origen idílico de la formación del modo de producción capitalista. Falsa disyuntiva entre la cigarra y la hormiga. En una palabra: violencia, acuñada por el propio Marx como partera de la historia que ayuda a toda vieja sociedad a dar a luz a la nueva que lleva en sus entrañas y en la que se supone que muere la madre.

La lucidez marxiana encuentra sus límites en el complejo derrotero hispanoamericano: “El resultado fue la incomprensión del movimiento latinoamericano en su autonomía y positividad propia. Dejándose llevar por su odio al autoritarismo bolivariano, visto como una dictadura personal y no, como quizás fue, una dictadura “educativa” impuesta de manera coercitiva a masas que se pensaba inmaduras para una sociedad democrática, Marx dejó de considerar aquellos aspectos de la realidad que su propio método lo condujo a explorar en otros fenómenos sociales que analizó: la dinámica real de las fuerzas sociales, aquellos movimientos más orgánicos de la sociedad que el tumultuoso ocurrir de los hechos ocultaban detrás de la superficie. Es por esto que nos sorprende que no haya prestado atención alguna a las referencias que en algunas de las obras que consultó se hacen sobre la actitud de los distintos sectores sociales hispanoamericanos ante la guerra de Independencia; las rebeliones campesinas o rurales contra las élites criollas que dirigieron la revolución; la endeblez de las apoyaturas políticas de dichas élites entre los sectores populares de la población, y más en particular entre los negros y los indios, quienes en muchos casos sostuvieron la causa de los españoles; el alcance de la abolición del pongo y de la mita; la distinta característica de las guerras de independencia en las regiones del sur, donde las élites urbanas habían logrado mantener el control del proceso evitando el peligro de una abierta confrontación entre pobres y ricos, y en México, donde la revolución comenzó siendo una rebelión generalizada de campesinos e indígenas.

Marx no comprendió que si el movimiento independizador estaba enfrentado a tan complejas y peligrosas alternativas, en un momento de clausura de la etapa revolucionaria en Europa y de plena expansión de la restauración conservadora, la forma bonapartista y autoritaria del proyecto bolivariano no expresaba simplemente, como creyó, las características personales de un individuo, sino la debilidad de un grupo social avanzado que en un contexto internacional y continental contrarrevolucionario sólo pudo proyectar la construcción de una gran nación moderna a partir de la presencia de un Estado fuerte, legitimado por un estamento profesional e intelectual que por sus propias virtudes fuera capaz de conformar una opinión pública favorable al sistema, y por un ejército dispuesto a sofocar el constante impulso subversivo y fragmentador de las masas populares y de los poderes regionales” (Aricó, J., Marx y América Latina).

Habría que ver si alguna vez los pensadores europeos entendieron algo de sus periferias o de estas fronteras del cosmos burgués, pues como dijo Aricó, si Hegel excluyó a América de su filosofía de la historia al transferirla al futuro, Marx la soslayó ya que la consideró una región sin personalidad ni autonomía, una realidad “ocultada” en el mismo acto de referirse a ella.

El sesgo del “atraso” tuvo consecuencias continentales y produjo un arrebato apremiante por pensarla y escribirla con la impronta del vacío, que debía modernizarse compulsivamente a través de un proceso precipitado de aproximación e identificación con lo europeo. Estos fueron los intensos estertores de la recolonización que tamizaron el paradigma fundante de la gran mayoría del pensamiento latinoamericano desde la creación de los Estados nacionales en adelante. La conciencia europea fijó nuestra conciencia y la escritura proveerá un modelo o depósito de formas para la organización nacional amparando nuestros sueños de modernización en el sometimiento de la barbarie al orden de los discursos, del mercado, la ciudadanía y del Estado.

4. Cuando se editó Imperio (2000), el libro de Negri y Hardt fue promocionado ingeniosamente como el “Manifiesto Comunista del siglo XXI”. Ese slogan resultó ser un gran artilugio publicitario pues venía a cubrir un deseo que el pensamiento de izquierda venía buscando desde la crisis socialista.

Frente a un mercado globalizado acontece un desplazamiento de las formas de Estado-nación con sus características soberanas hacia lo que ellos llaman Imperio.

“Cuando se considera la crisis del Estado-nación, se insiste en el hecho de que la constitución moderna del Estado-nación, al prever un ejercicio de la soberanía basado en espacios territoriales cerrados y un ejercicio del derecho internacional basado en relaciones contractuales entre Estados-nación (como estaba previsto en el derecho de Westfalia), ha entrado ahora en una grave crisis. Esta crisis afecta a las características fundamentales del poder del Estado-nación, esto es, la soberanía militar, monetaria y cultural.” (Negri, A., “El Imperio y más allá: aporías y contradicciones” en Movimientos en el Imperio). La visión prospectiva de un “no-lugar” de la ordenación capitalista y de la inexistencia de un poder imperial quedó enterrada bajo los escombros de las Twin Towers y la inmediata intervención norteamericana en Medio Oriente. La desaparición del Estado iraquí fue directamente proporcional a la intervención imperialista americana. Insistir en que el rol de los Estados Unidos es sólo una versión unilateral del Imperio que forma parte de la nueva tendencia de poder descentralizado es como creer que la levita será el nuevo equivalente general o que el nuevo cosmos del ordenador –algoritmo lógico de la grandes lenguas internacionales de uso informático– democratizan el universo lingüístico más allá de los imperativos de índole económica que dominan el mercado de la comunicación.

Negri es fundamentalmente un militante y en este sentido su teorizar esta impregnado de una carga optimista demasiada gravosa. Se siente heredero de una genealogía que, tras el “espectro de Marx”, prolonga la construcción de la subjetividad, en tanto potencia subversiva, cuyo dispositivo –o perspectiva por venir– es un proceso constituyente de un orden nuevo en el que los individuos son sustituidos por constelaciones de singularidades y multitudes. “La resistencia –la fuerte, la teorizada y caracterizada por Deleuze/Guattari a la salida de la modernidad, y la construida nuevamente, en términos constitutivos, por Foucault–, esta resistencia se lleva dentro del sistema del mundo. Esto significa el espectro de Marx: un espectro, un monstruo, una imagen, una luz que transforma continuamente lo real” (Negri, A., “Biopoder y subjetividad” en Movimientos en el Imperio). En esta traza, salvo Guattari, ni Deleuze ni Foucault poseen esa estirpe militante que acompaña al perfil del autor italiano que intenta desarrollar una teoría política sin soberanía, pero que sin embargo aportan al pensamiento la “reconquista (de) la rica propuesta revolucionaria del pensamiento europeo y americano que se había liberado de la tradición moderna del Estado-nación y del socialismo. Una propuesta que es todo menos escéptica o relativista, construida, por el contrario, sobre la exaltación de la Aufklärung, de la reconstrucción del hombre y su potencia democrática, después de que toda ilusión de progreso y de reconstrucción común haya sido traicionada por las dialécticas totalitarias de la modernidad” (Negri, A., “Un nuevo Foucault” en Movimientos en el Imperio).

Acreditando que todos estos autores piensan la existencia humana a través del acto de forzarla, rescatando de ella la dimensión imaginaria del campo de la subjetividad y de la política, y que son conscientes de que la categoría de sujeto –respecto de su fundación– se ha subvertido, lo cual implica un posicionamiento distinto respecto a las ilusiones, la pregunta pertinente ante una época que ha adquirido el mote de “pospolítica” –pues nada es sin razón–, es hasta qué punto se puede pensar la política fuera de ese descentramiento y cómo es posible conjurar el cambio social. Otro autor crítico italiano no creería que “un nuevo Foucault” es posible, pues el auténtico –así como otros pensadores franceses– ya carga con el análisis fallido de creer que la cultura popular que analiza no existe fuera del gesto que la suprime, y esto lo vuelve parte de una estetización discursiva, de un “irracionalismo estetizante” o de un “populismo negro”. Para el sugerente análisis de Ginzburg: “Lo que interesa a Foucault son los gestos y criterios de la exclusión; los excluidos menos” (Ginzburg, C., El queso y los gusanos).Tal vez, “Foucault (junto a tantos otros) se desembarazó con demasiado apuro de Marx, con el efecto de llegar tiempo después a ciertos resultados marxianos, pero poniendo la cabeza en el lugar de los pies” (Virno, P., Ambivalencia de la multitud. Entre la innovación y la negatividad).

A Negri no hay duda que le interesan los excluidos, el problema es cómo concebir una alternativa a ese Imperio. Y ahí surge como un oráculo: la Multitud, ese contraimperio que romperá las restricciones impuestas suplantando la soberanía por su poder constituyente y que se define fundamentalmente como “una experiencia de clase. Es un concepto de clase en extensión, es decir, es un concepto de clase más extenso, más ancho, más comprensivo de lo que lo era el viejo concepto de ‘clase obrera’. De hecho, la multitud comprende en sí misma a las mujeres que hacen el trabajo doméstico, a los trabajadores del sector servicios, a los trabajadores del campo, a los estudiantes e investigadores, etc.” (Negri, A., “Alternativas sociales al neoliberalismo” en Movimientos en el Imperio). ¿Y los lumpenproletarios? Esta multitud resulta ser la reserva de una carga significante y edificante de una futura democracia absoluta.

Tal vez sea un gesto excesivamente moderno demandar recetas, pero resulta inevitable la pregunta –pertinente de cualquier análisis político–: ¿cómo la multitud se convierte en sujeto revolucionario? El deseo de enfrentamiento siempre es insuficiente y más allá de la devaluación de ciertas categorías de otras épocas –verbigracia Estado– el nuevo vocabulario “negrino” no escapa al determinismo crítico de otras épocas y deja un espacio tan limitado como inexistente para la intervención política real.

De hecho, cuando Negri analiza los casos particulares su desconocimiento acentúa su falta de perspectiva. Y más aún arriesgándose a pronosticar algo en la Argentina: “La experiencia argentina, en su complejidad, ha encontrado en el rechazo de la representación el ápice del movimiento y su dignidad teórica. La representación es siempre una expropiación de la multitud. (…) ¿Es posible reconstruir, pasando por los social y sin pasar a través del liberalismo? Hemos visto que ésta es la exigencia que atraviesa el momento negativo, la fase crítica de la reivindicación liberal de la libertad. Pero aquí, en Argentina (como antes, en los siglos XIX y XX, en Europa), hemos llegado ahora a la base de la reconstrucción positiva. Pasar por lo social para plantear inmediatamente el problema de la reforma política del Estado parece hoy la propuesta que gana. Vayamos, pues, a las fábricas, pero sobre todo vayamos desde éstas hasta la ciudad, hasta lo social; aprovechemos el nuevo significado que asume la explotación: no simplemente tortura del hombre singular, sino instrumento para neutralizar su fuerza social. Movámonos en lo social para liberar el trabajo vivo.

A Negri se le olvidó el peronismo, que no es poco y que escenifica políticamente a la masa multitudinaria
y mistificante, más que
a la multitud imaginaria
y subjetivante.

Aquí, en Argentina, los movimientos han llamado a filas al trabajo vivo y lo han situado en primera línea. Si en la Argentina lo social se ha conjugado siempre con lo político, ahora es esta síntesis la que hay que criticar y reconstruir al mismo tiempo. Cuando se habla de biopolítica, se habla exactamente de esta crítica y de esta síntesis. El movimiento argentino parece haber comprendido que el tema de la reconstrucción del welfare no afecta simplemente a las fábricas, sino a toda la sociedad. Hay una democracia radical que vive y continúa viviendo en la experiencia de los trabajadores, pero que se prepara para expresarse en la de todos los ciudadanos, en el caso de que esta experiencia se extienda a toda la sociedad.

La revolución argentina nos ha ofrecido un formidable ejemplo de lo que significa luchar para construir un espacio público nuevo y potente” (Negri, A., “Alternativas sociales al neoliberalismo” en Movimientos en el Imperio).

A Negri se le olvidó el peronismo, que no es poco y que escenifica políticamente a la masa multitudinaria y mistificante, mas que a la multitud imaginaria y subjetivante.

A la Argentina le cuaja mejor lo que Virno denomina el “estado de excepción permanente” o sea uno de los modos en que la soberanía, aún decadentemente, sobrevive a sí misma. Lejos estamos de la idea de una democracia absoluta, de un Estado de inmanencia radical superador de la soberanía y de un mundo reconciliado en la autorganización multitudinaria. Los piqueteros se han institucionalizado progresivamente. Más allá de los éxitos editoriales no debe ocluirse el conflicto en pos de una eufonía tranquilizadora y estilizar “a la multitud como ‘buena por naturaleza’, solidaria, inclinada a actuar en armonía, ausente de toda negatividad. Quien piensa así, ya se ha resignado a reducir el movimiento new global a fenómenos contraculturales o mediáticos, a su metamorfosis en un conjunto de tribus marginales, incapaces de incidir realmente sobre las relaciones de producción. Reconocer el ‘mal’ de la (y en la) multitud significa enfrentarse con las dificultades inherentes a la crítica radical de un capitalismo que valoriza a su modo la misma naturaleza humana. Quien no reconoce este ‘mal’ ya se ha resignado a no tener demasiado vuelo; o, dicho de otro modo, se resigna al peligro de hacer vivir al movimiento por debajo de sus propios medios” (Virno, P., Ambivalencia de la multitud. Entre la innovación y la negatividad).

La política sigue viva y merece seguir siendo pensada en un mundo en donde el deseo no se ha impuesto al orden y en donde el poder constituyente e inmanente multitudinario no ha podido todavía con el constituido y trascendente del Estado. •

* Matías Bruera, Sociólogo y docente (UBA / UNQ).