Morales frente a un pueblo expuesto

Milagro abyecta

 

Más de 900 días lleva Milagro Sala detenida en la provincia de Jujuy. Su caso ha representado un encarcelamiento sin precedentes desde la vuelta a la democracia, sobre todo por la notoriedad que ha tomado su situación a nivel global, y la intervención inaudita de organismos garantes de los derechos humanos por la procura de una mejora en las condiciones humanas en el trato institucional hacia ella, las denuncias oficiales más tempranas al nuevo gobierno de persecución criminalizante de la protesta, y la demanda de un debido proceso frente a un sistema judicial local corroído.

Más allá de la intervención de organismos internacionales oficiales, las muestras de apoyo han determinado reacciones de las más impensadas entre la población local, como la escandalización contra el mismísimo Papa (en una provincia fundamentalmente católica), y la irritación contra personajes políticxs, artísticxs, intelectuales, clericales, y de los derechos humanos, llegando a declararlxs personajes no gratxs. Ciertamente, su situación de detención ha marcado una divisoria de aguas entre aquello que acontece en Jujuy, y lo que aparentemente solo se arguye entre aquellxs ajenxs al contexto local.

La construcción de un gran otro como estrategia populista sostenida por parte de Morales ha permitido a lo largo de estos años moldear un consenso local en torno de la necesidad del sostenimiento de un régimen de convivencia asentada en el sosiego de la eliminación del mal interno. “Jujuy, unión, paz y trabajo”, eslogan local del gobierno, subsume en su fórmula un compendio de sentidos por oposición a ese ‘mal interno’ previo: conflictivo, violento y ruin.

Indudablemente, el ánimo predominante jujeño manifiesta una complacencia con la estrategia quirúrgica Moralista para desmantelar una red multitudinaria que operó como contrapeso de poder local durante casi dos décadas. Una amalgama de afecciones contra la líder, y el colectivo en su conjunto, operó como evidente hastío repartido entre actores de la más diversa índole, quienes se sintieron manifiestamente perturbadxs o afectadxs de una u otra manera por la organización.

Esta estrategia quirúrgica llevada adelante desde enero de 2016, se sostuvo fogoneada a lo largo de los meses subsiguientes por imágenes que reúnen exhibiciones fulgurantes de la líder siendo trasladada de un lugar a otro, en operativos descomunales que paralizan la ciudad, muestras de su carácter indómito frente a autoridades judiciales, e imágenes minúsculas tomadas a distancia de su confinamiento en el penal de Alto Comedero.

Entre la mostración y la exhibición de cuerpos detenidos hay un gesto de exacerbación del poderío por parte de un renovado sistema burocrático (en todos sus términos: judicial, ejecutivo y legislativo) que ha logrado obnubilar y satisfacer, así como regular y neutralizar históricos altibajos sociopolíticos en una provincia relegada. El transcurso de este par de años ha capitalizado una actualización estratégica desde el ejercicio de poder madurada desde los poderes mediáticos y estatales. Ha conseguido judicializar la política y moralizar lo político, apelando sobre todo a la intimidación sobre aquello que fue masa.

Desterrarla, en definitiva, ha sido una promesa electoral cumplida. Descarnarla públicamente, por otro lado, cumple con deseos más inexplícitos. En esta liminaridad deseante, la avidez pública entre el vilipendio y el destierro es solo el sostenimiento de un proceso de décadas que la Tupac Amaru vino a catalizar, monopilizando en su accionar un nudo sensible de las fibras de la violencia social local. Históricamente, fue así catalizadora simbólica de actitudes, no solo destituyentes de la institucionalidad política, sino de las más claras muestras de que los virajes del exterminio histórico latinoamericano y argentino continúan habitando el imaginario cultural acerca de cómo resolver el problema con el otro.

Este proceso no es ajeno a situaciones históricas previas en las que un nuevo sistema de poder apeló al movimiento peronista jujeño con un énfasis moralizador por el cual se le atribuyó un carácter inmoral en términos acontecimentales (Castillo, 2016 –aludiendo a la Revolución Libertadora en Jujuy). La actualización de este encadenamiento de sentidos por oposición permite la apropiación de la transparencia como símbolo opuesta a unx adversarix caracterizado en cada faceta visible como corruptx.

Asistimos a un quiebre de los lazos a través de los cuales construir una convivencia política devastada por la noción de la corrupción. Hay una captura de los lenguajes que expresan lo político por la cual el debate social queda apresado en términos de espectáculo y de espectadorxs. Lo que resulta más trágico es la evidencia de que frente a una agenda colectiva que se desarrolló en torno de una disputa por el reparto, las revulsiones apelaron al estigma como método al alcance de la mano en una época con nuevas vías para las afecciones.

Metonimias como los bolsos que sujetan toda una estructura de la imaginación social, que en definitiva resultarían incomprobables y anecdotarias, son el sostén representacional de un poder político que en la asignación distributiva de las imágenes locales expone en todas sus formas a sujetxs en adelante enjuiciables y condenables. “Expuestos por el hecho de estar amenazados, justamente, en su representación –política, estética– e incluso (…) en su existencia misma” (Didi-Huberman, 2014: 11).

Por ello, no existe acontecimiento de lo colectivo contemporáneo que vincule a Sala y a los movimientos sociales locales por fuera de un juego entre la exposición visual de los cuerpos y la desigual distribución del derecho a la imagen, entre la imposibilidad del acceso a la palabra pública y la injuria como método de narración admisible. La injuria en base al ruido público es quizás el sostén más grueso de la construcción de villanxs en esta ciudad media que es San Salvador de Jujuy. La posibilidad de acceso al relato por intermediaciones (un amigx, un familiar, un vecinx) ha dado lugar al más diverso anecdotario de lo abyecto. Estas lógicas de la injuria como parte de la espectacularización de lo público han propiciado que a su interior, lo político se dirima en términos ajenos a las lógicas del reparto y la reparación, y apelen a la mitificación acerca de los personajes, el vínculo y las prácticas.

 

“La injuria en base al ruido público es quizás el sostén más grueso de la construcción de villanxs en esta ciudad media que es San Salvador de Jujuy.
La posibilidad de acceso al relato por intermediaciones (un amigx, un familiar, un vecinx) ha dado lugar al más diverso anecdotario de lo abyecto”.

 

Pueblo sin rostro

 

Había una amplia expectativa por imbuir de atributos negativos a una multitud más comúnmente caracterizada desde afuera, que aunada desde adentro. Hemos presenciado centenares de imágenes abarrotadas de muchedumbre en rituales festivos, como hordas arrebatadas, con cánticos de cancha, que en definitiva terminaron cargando al conjunto de personas involucradas activamente en el movimiento político de una caracterización impersonal. En el presente es la exposición y la ligazón basada en el escarnio público lo que termina comunalizándolxs.

Históricamente se ha comparado y definido a lxs militantes tupaquerxs como un batallón militar, como esclavxs o como ovejas. Cualquiera de estas expresiones ha procurado resaltar la falta de agencia individual y colectiva por parte de lxs militantes. Aún más allá, se les ha atribuido con cada una de estas lecturas sobre las masas la incapacidad de libertad: el carácter de unidades militarizadas sometidas a un comando de liderazgo, el mote del sometimiento a ser propiedad de alguien más, o la calificación de un ganado que se mueve en manada dirigida. No es novedosa la subestimación hacia los sectores populares movilizados, ni la estigmatización por la vía de la peligrosidad en el conjunto; las traducciones más comunes se encuentran en las lecturas del clientelismo, las típicas expresiones alusivas a la transacción material por la presencia movilizada, o el despertar de los pánicos y la turbación, y la respuesta represiva hacia la acción colectiva.

Lo que sí se ha señalado de manera más plausible en la construcción social de estos sentidos en el caso de la Tupac es el foco que se pone sobre el liderazgo de esa supuesta militarización o conducción guiada hacia la violencia en la figura de Milagro. No es, en muchos de estos eslabones de percepción y de sentido, mera metonimia del carácter violento colectivo, sino que se ha elaborado su accionar como instigadora inmediata del envilecimiento popular.

Las narrativas gubernamentales y mediáticas locales posteriores al encarcelamiento de Milagro tiñeron esta ausencia de agencia de una actualización paternalista, por la cual no todxs lxs tupaquerxs eran responsables de las acciones criminales alegadas a Sala, sino que más bien, habrían sido otras víctimas de ella. El decreto provincial N° 403-G/16 que desarticuló a las cooperativas de trabajo, y disolvió la personería jurídica de organizaciones en protesta, firmado por el –por aquel entonces– flamante gobernador, proclama decididamente estar “reparando las situaciones de injusticia, ilegalidad y desigualdad, liberando a aquellas personas y familias que fueron utilizadas como rehenes del viejo sistema”.

Una renovada retórica salvacionista consigue, a la vez, reposicionar a mujeres y varones como víctimas sometidas, sin poder de decisión e involuntariamente vinculadas a una mujer que dispuso de ellxs y lxs expuso a situaciones de violencia. A la vez, personifica en una única mujer, y en un sistema en un período acotado, la raíz del conjunto de problemáticas materiales y sociales que se sostienen con vigencia como parte del vínculo desigual local. Esta modalidad del discurso que apela a salvarlxs de ella, es la forma que toma el reordenamiento del sistema de reparto material, el desconocimiento sobre las formas previas de construcción de poder popular, y la disolución de los vehículos que aseguraron recursos para el sostenimiento de diversas economías populares territoriales.

 

Lo espectral y lo evidente

 

Esta personificación da rienda no solo al desconocimiento del carácter activo de un sector de la población movilizado, sino a un desvanecimiento de las responsabilidades sociales tanto por la vida de la dirigente, como a la responsabilidad actual sobre el colectivo en su conjunto. Un colectivo que si tiene algún punto de encuentro, tiene más que ver por la reunión de experiencias excluyentes comunes, en un proceso por el cual generaciones han sido ubicadas alterizadas, replegadas y limitadas en términos de acceso institucional y de pertenencia.

Así, la Tupac parece haber despertado a un pueblo sin historia. No porque las raíces precolombinas y postcoloniales no sean percibidas a cada esquina inclusive en las fracciones más urbanizadas y modernizadas de la ciudad capital, sino porque el tejido jujeño trama su demanda de pertenencia nacional en una amalgama que permite visibilizar ciertas licencias ancestrales, solo siempre que converjan en lo que los paladines de la tradición aprueban. Aludir a un pueblo sin historia es hablar de aquellxs que han crecido a sabiendas de que borrar(nos) lo originario es parte del contrato de convivencia jujeño. La etnificación del vínculo como marca histórica de clase (Karasik, 2005) ha determinado que se experimente una desigualación en la práctica, pero que resulte prácticamente irrelevable, impronunciable por quienes la sufren. La Tupac, y su choque de reconocimiento y auto-designación en clave positiva desde el corazón urbano –que ha buscado blanquearse–, ha perturbado un par de siglos de construcción de la alteridad entre una población etnificada. Este grito afirmativo ha trastornado las sendas de lo permitido por la inadmisible exteriorización mestiza que atenta contra los bastiones de la jujeñidad, inclusive de una jujeñidad indígena.

En un alegato de uno de los juicios contra Sala, un abogado querellante ha afirmado: “dicen que la discriminamos por coya, pero si acá todos somos coyas”. Ese reconocimiento por parte de un varón universitario de clase media alta hace parte de una apropiación cultural indígena, y porta en sí las bases de esta inconfesable expresión, solo en razón de la invalidación de la racialización como parte de las motivaciones locales. El aplanamiento de la diferencia equipara desmarcando y borrando a la racialización como operación histórica de formación de alteridad.

Más allá de esto, ha quedado en evidencia en este par de décadas que la pericia postcolonial local ha llevado a la experiencia en la Tupac a combinar prácticas de reciprocidad para una utilidad colectiva pocas veces tan expuesta a nivel nacional. “Política del manchancho”1, así han definido a esta faceta comunal impregnada de prácticas cercanas a la minga y a la asociación colectiva comunitaria como economía popular. Estas economías informales manchadas y de revoltijo resultaron fácilmente denunciables. Lo popular y lo informal difícilmente pueda proponerse procedimental y aséptico.

En cambio, en el régimen Moralista convergen la transparencia como eslogan y la técnica (empresaria) como motor para presentar cierta asepsia gubernamental. Ambas estrategias anunciadas, la transparencia y la conducta empresaria consiguen imponer (retomar) como andarivel lógico de la producción local estatal para el fin social la privatización como desposesión, la anulación de la posesión colectiva y el borramiento del sujetx productorx de su entorno.

 

La espera

 

Uno de los discursos más reiterados en el entorno jujeño alega que la ausencia de masividad, y el sostenido declive en el número de personas que acompañaron cada una de las instancias del enjuiciamiento de Sala y lxs demás detenidxs, dan cuenta de su condición previa de cautivxs de un régimen. Lo que es más, señalan que son sobre todo foránexs quienes sostienen la militancia y el acompañamiento emocional a ‘la flaca’, “siendo cómplices silentes de una violencia jamás sentida ni vivida en esta patria chica, el patoterismo como forma de reducción de la voluntad individual, (…) y la opresión de un pueblo desvalido que jamás tuvo ni Justicia a quien acudir” (Agostini, 16 de febrero de 2016).

La pauta local ha establecido que solo la experiencia en apariencia directa sobre lo que supuso el fenómeno de la Tupac y de Milagro comprende el estatuto necesario para el discernimiento de lo que aconteció dentro y fuera del movimiento, y de lo que se experimenta en el presente.

Esta ausencia de masividad es cierta. El puñado de jujeñxs que continúa asistiendo a convocatorias en las afueras de juzgados, a rondas en la plaza principal capitalina, a manifestaciones públicas es a esta altura claramente distinguible. Estos dos años y medio también han determinado un cambio traumático para la vida de decenas de miles de personas, muchas veces esquivadas de la mirada externa.

“Para las mujeres y las personas pertenecientes a colectivos de la diferencia y la diversidad, la Tupac Amaru se concibió como el único espacio disponible para ellxs. Espacio en toda la amplitud del término: como único territorio accesible para la vida entera”.

Entre lxs trabajadorxs de la Tupac solían encontrarse historias de las más variadas, pero que revelaban como estela de sus trayectorias parte de los rasgos más fulminantes de una cultura que ha tejido en la experiencia todos los motivos para construir jerarquías prácticamente inalterables en el plano local. Como “pueblo expuesto”, esta porción multitudinaria ha atravesado sus vidas de manera precaria en términos de reaseguro del sostenimiento humano. La drasticidad de estos términos debe entenderse en el contexto de la incorporación a la vida en un territorio marcadamente empobrecido, con desigualdades agobiantes que intercalan yugos criollos poscoloniales, tradiciones de explotación familiar en la tierra, condiciones humillantes para lxs trabajadorxs del ámbito privado y capitalista en el presente, amedrentamiento a través de los valores católicos, y aprensión por la diferencia en cualquiera de sus formas, pero sobre todo respecto de los preceptos locales de género y de sexualidad. La incorporación a la Tupac Amaru ha supuesto para muchxs un mecanismo de incorporación laboral, participación política, reconocimiento en la experiencia colectiva, identificación con figuras de liderazgo, auto-percepción positiva y un corrimiento de situaciones opresivas previas. Si bien, para muchxs de lxs tupaquerxs consistió en una experiencia estable y sostenida en el tiempo, para otrxs significó una base para, a partir de allí, (re)incorporarse a nuevos escenarios como ciudadanxs renovadxs. Sin embargo, y sobre todo para las mujeres y las personas pertenecientes a colectivos de la diferencia y la diversidad, la Tupac Amaru se concibió como el único espacio disponible para ellxs. Espacio en toda la amplitud del término: como único territorio accesible para la vida entera.

La precaridad de este pueblo sin rostro para muchxs requiere en el desenvolvimiento cotidiano de hacer frente a la supervivencia nuevamente desde la experiencia individual, aislada y sin una red comunal como apoyo. Muchas de las personas de la Tupac en la actualidad han retomado las sendas que habían dejado detenidas por unos años. Sendas contingentes que, por otro lado, orillan lo conocido, lo permitido, lo accesible y lo incierto.

Del carácter irracional asignado, a la connivencia denunciada, la complacencia con un sistema, o cualquier otra lectura –inevitablemente externa– yerra en interpretaciones racionalistas de lo que se dispone de antemano como una economía política y una moral alternativas (Thompson, …). Aquellxs que exprimentaron y experimentan la situación pasada y actual no tienen necesidad de vivenciarlo o haberlo vivido en los términos históricos en los que intentamos dimensionarlo. En cambio, se lxs debe juzgar en su propio contexto de desenvolvimiento. El recurso que ha combinado territorialmente vida política, comunitaria, asociativa, laboral, de cuidado, recreacional e inclusive festiva repone el desenvolvimiento de la vida popular en común previa, y seguramente posterior a la Tupac Amaru. La distancia entre unos momentos y otros será, sin embargo, manifiestamente diferente signada por la disposición estatal de intervención y recomposición sobre vulneraciones a las que se encuentran expuestxs.

En los márgenes de la injusticia social y en el desmedido ejercicio del poder sobre los cuerpos queda la sobrevida de la memoria sobre el pasado reciente, la espera como estrategia movimental frente al escenario de la catástrofe, y la conciencia de que la potencia de los pueblos no cesa en los momentos en los que fracasa su acceso al poder (Didi-Huberman, 2014). •

 

Material citado

Agostini, R. (2016). “Carta abierta a la Santa Iglesia Católica, al Papa Francisco y a Monseñor Jorge Lozano” en Diario Jujuyonline. 16 de febrero de 2016.

Castillo, F. (2016). “La represión antiperonista y su justificación en Jujuy en tiempos de la Revolución Libertadora” en Páginas, 8, 16.

Karasik, G. (2005). Etnicidad, cultura y clases sociales. Procesos de formación histórica de la conciencia colectiva en Jujuy, 1970-2003. Tesis de doctorado, Universidad Nacional de Tucumán, Tucumán.

Didi-Huberman, G. (2014). Pueblos expuestos, pueblos figurantes. Buenos Aires, Manantial.

Thompson, E. P. (1995). Costumbres en común. Barcelona, Crítica.

 

* Melina Gaona, Becaria postdoctoral del Conicet en el CEHCME-UNQ y docente en la UNLaM. Investigadora en la UNJu. Doctora en comunicación por la UNLP. Egresada y trabajadora de la universidad pública.