Pobre (del) rico

Los pobres no son sino los sacerdotes de la civilización universal, y en sus abigarradas celebraciones y solemnes charlas permanece el olor de las carnes cocidas de Hamlet y el polvo y el eco de los juegos funerarios de Patroclo.

G. K. Chesterton, Lo que está mal en el mundo

 

Hay diversos órdenes de la desposesión. Como si no bastara, lo humano es además cruel con quien no posee.

Desde cualquiera de sus expresiones, la espiritualidad siempre entendió, por lo menos en sus preceptos más evidentes, que no podía avalarse la brutal desigualdad material. En tiempos inmemoriales la prescripción de amar lo sobrenatural se vio acompañado por una “replicancia” hacia el prójimo. La religión entiende bien la dimensión del poder, aunque en su mayoría es prospectiva con respecto a su compensación. Salvo los que optan explícitamente y sin miramientos por los pobres y recrean epístolas paulinas forcluidas tales como “se anonadó a sí mismo tomando la forma de esclavo” (Flp 2, 7-8) o “se hizo pobre, siendo rico” (2 Cor 8,9).

Los pobres, los desposeídos, las víctimas, los miserables, los caídos de la historia son, para el sistema, figuras expresionistas de la resiliencia. Aceptar, más allá del grado de estratificación social, esta condición como si fuera un designio natural es una de las formas más perversas de la adaptabilidad y la resignación.

Si bien, como algunos señalan, la globalización es dialectal y la hipertextualidad es la auténtica estructura de las cosas, hay ideas tácitas que rara vez llegan a ponerse en duda o discutirse. La meritocracia, traducida en sueños –allende del estilo americano– y esfuerzos, promete un futuro mejor y funciona como un incondicional carácter de fe laica. El capitalismo es la religión más totalizadora y el fundamentalismo de sus adeptos acepta discutir todo y hasta augurar cada vez libertades civiles más promisorias, menos la propiedad y el capital. Las moralejas proveen enseñanzas, la de la cigarra y la hormiga es un mantra fijado en el inconsciente de la humanidad que cualquier taxista de Buenos Aires puede repetir pedestremente ante la interrupción del tránsito en reclamo de mejoras sociales. La condición presente no es ajena al inicio: “en tiempos muy remotos –se nos dice–, había, de una parte, una minoría trabajadora, inteligente y sobre todo ahorrativa, y de otra un tropel de descamisados, haraganes que derrochaban cuanto tenían y aún más. Es cierto que la leyenda del pecado original teológico nos dice que el hombre fue condenado a ganar el pan con el sudor de su frente; pero la historia del pecado original económico nos revela por qué hay gente que no necesita sudar para comer. No importa. Así se explica que mientras los primeros acumulaban riqueza, los segundos acabaron por no tener ya nada que vender más que su pelleja. De este pecado original arranca la pobreza de la gran mayoría, que todavía hoy, a pesar de lo mucho que trabajan, no tienen nada que vender más que sus personas, y la riqueza de un minoría, riqueza que no cesa de crecer, aunque haga ya muchísimo tiempo que sus propietarios han dejado de trabajar” (Marx dixit en El secreto de la acumulación originaria). Cui bono: el beneficio es evidente.

La pobreza de muchos es el real “garantismo” de la riqueza de unos pocos. Ceteris paribus.

Dedicamos este número de Orillera a los oprimidos, a los caídos de la historia, a los anónimos que fueron arrollados por el falso progreso y la prosperidad nunca acontecida, a los que el capitalismo jamás les derramará nada, a aquellos que creen en el paraíso terrenal aunque sospechan incrédulos que eso es solo para otra vida, a los náufragos para los que no hay ni aguas ni tierras prometidas, a los marginados de cualquier estirpe, a los segregados, a los necesitados, excluidos, forasteros, huérfanos, a los pobres de toda condición. Quienes intentamos entender siempre más intensamente lo que nos pasa, estamos convencidos de que hemos forjado un capitalismo a la intemperie y lleno de refugiados, sin lugar donde refugiarse. •