Retratos del Estado

En su definición clásica, el arte de retratar consiste en describir, de modo fidedigno, las cualidades físicas y del carácter de una persona o cosa. El retrato supone, entonces, no solamente una detenida observación de los rasgos externos, sino también una interpretación de aquello que no se ve y que, indefectiblemente, da volúmen a la figura cuyos contornos pretenden delinearse.

El producto final de esta empresa, en consecuencia, será resultado de un doble movimiento; mientras la observación pretende extraer las cualidades sensibles al ojo del artista para que éstas se proyecten fielmente en el soporte sobre el que trabaja; en el sentido inverso, la interpretación del carácter de aquello que es retratado proviene del artista y se imprime sobre la imagen reproducida. El retrato es, en consecuencia, tanto una imagen que pretende reflejar una porción de realidad como una manifestación de la particular perspectiva de su artífice.

En el gran salón de la teoría y la filosofía política, trazar un recorrido a partir de algunos de los más significativos “retratos” del Estado habilita un atractivo paseo pictórico al tiempo que ofrece una reflexión en torno a la compleja vinculación que existe entre obra y artista; entre la imagen proyectada y las categorías, corrientes y posicionamientos que le dan sustento.

Un Estado colosal: El Leviatán

La Naturaleza (Arte con el cual Dios ha hecho y gobierna el mundo) es imitada por el Arte del hombre en muchas cosas y, entre otras, en la producción de un animal artificial. Pues viendo que la vida no es sino un movimiento de miembros, cuyo origen se encuentra en alguna parte principal de ellos ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos movidos por sí mismos mediante muelles y ruedas, como un reloj) tienen una vida artificial? Pues ¿qué es el corazón sino un muelle? ¿Y qué son los nervios sino otras tantas cuerdas? ¿Y qué son las articulaciones sino otras tantas ruedas, dando movimiento al cuerpo en su conjunto tal como el artífice proyectó? Pero el Arte va aún más lejos, imitando la obra más racional y excelente de la Naturaleza que es el hombre. Pues mediante el Arte se crea ese gran Leviatán que se llama una república o Estado (Civitas en latín), y que no es sino un hombre artificial, aunque de estatura y fuerza superiores a las del natural, para cuya protección y defensa fue pensado (Hobbes; 2003; 35).

Capturando la naturaleza de la Monarquía Absoluta –primer estadio del Estado Moderno tal como lo conocemos hoy en día– Thomas Hobbes imprimía hacia 1651 la silueta de un mítico monstruo marino sobre las siempre difusas fronteras de lo estatal. Lejos ya de la preocupación por el buen vivir propia de la polis griega, o del sustrato teológico del orden político característico de la Edad Media, la urgencia de la supervivencia se abre paso alterando la racionalidad misma de la acción política moderna.

La ecuación detrás de la génesis de este animal artificial de colosal tamaño es la que opone los extremos vida-muerte. Frente a la amenaza radical que supone la muerte violenta, no existen condiciones, precauciones o limitaciones que puedan imponerse legítimamente al poder político. La cesión de derechos por parte de los individuos que dan origen al Leviatán es ilimitada, y lo es porque sólo de este modo también será ilimitado el poder constituido a través del pacto. La muerte, desde esta perspectiva, impone que todos los recursos sean puestos al servicio de la vida, cuya garantía descansa, como un preciado tesoro, detrás de las gigantescas mandíbulas de nuestro imponente Estado marino.

El Estado mínimo del liberalismo clásico

Al ser los hombres, como se ha dicho, libres por naturaleza, iguales e independientes, nadie puede sacarlos de este estado y someterlos al poder político de otro sin su propio consentimiento, lo que se hace mediante acuerdo con otros hombres, a fin de unirse en una comunidad para vivir cómodos, seguros y en paz los unos con los otros, en un sereno disfrute de sus propiedades y protegidos contra cualquiera que no forme parte de ella (Locke; 2002; 70).

En la bitácora histórica que guarda las distintas imágenes del Estado, el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil (1689) de John Locke dejará asentado un boceto sobre el que luego volcarán sus pinceladas numerosos teóricos y pensadores, entre los que destacaremos a John Stuart Mill y a Alexis de Tocqueville. Este retrato liberal, del que no puede reconocerse una autoría exclusiva, adquiere su impronta en un claro movimiento de oposición a la imagen propuesta por Hobbes. La vida es desplazada del centro de la escena; con el triunfo económico y político de la burguesía y el rápido ascenso del sistema capitalista en su escalada hegemónica a nivel global, la propiedad privada torcerá a su favor el foco de la reflexión política.

Si, como sostiene Locke, “el grande y principal fin para que los hombres se unan en Estados y se sometan a gobiernos es la preservación de su propiedad, hecho para el que faltan muchas cosas en el estado de naturaleza” (Locke; 2002; 89), entonces el factor de riesgo del que deben defenderse los ciudadanos, puede provenir del mismo poder político instituido. Al respecto, J.S. Mill sostendrá que:

(…) el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido; y el «gobierno de sí mismo» de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el gobierno de cada uno por todos los demás (…) El pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder (Mill; 2008; 59).

Frente a un Estado que requiere para sí un caudal ilimitado de poder para garantizar la vida, se contrapone la imagen de un Estado al que los propietarios deben domesticar con el fin de asegurar que sus derechos individuales no sean avasallados. La noción de “mínimo” que usualmente lo acompaña refiere precisamente al empequeñecimiento de sus funciones y prerrogativas, que quedan relegadas a las establecidas como legítimas y necesarias para una categoría social bien delimitada; el ciudadano propietario. El peligro es entonces definido como toda aquella instancia que escapa a la voluntad individual; puede provenir tanto de otros individuos, como del poder político.

En La democracia en América, A. de Tocqueville definió al individualismo extremo, la concentración del poder y la tiranía de la mayoría como los tres grandes males que los regímenes democráticos podían acarrear. Un Estado poderoso, podríamos decir, siempre será temible para estos artistas cuya proyección estatal lejos está de poseer grandes mandíbulas, al menos en principio.

Un Estado robusto: El Estado de bienestar

Alrededor de 1930, e impulsado por la crisis ocasionada por la caída de la Bolsa de Wall Street, comenzó a cobrar fuerza un nuevo paradigma en el modo de concebir la relación entre el Estado y la sociedad. De la mano del enfoque keynesiano en el plano económico, los Estados en distintas latitudes del globo vigorizaron sus intervenciones en los distintos ámbitos de la realidad social, ensanchando así sus márgenes de acción.

Derechos políticos, sociales y culturales formaron parte de una agenda pública en expansión. El trabajo, la seguridad social y la distribución de la riqueza fueron pilares sobre los que se tejieron novedosos y complejos lazos entre las responsabilidades estatales, el desenvolvimiento de los mercados y la vida social. La producción y distribución de bienestar en manos de agencias estatales posibilitaron delinear los contornos de un Estado que luego sería categorizado como Niñera, Paternalista, Social o Benefactor.

El contexto, recrudecido luego de la Segunda Guerra Mundial, permitió al Estado recobrar la pulsión expansiva respecto de sus recursos y dimensiones. Sin embargo, la gravitación del poder político –su razón estructurante– ya no estará dada por la preservación de la vida como en los albores de la Modernidad, sino por erigirse en un dique de contención a la tendencia siempre creciente hacia la desigualdad social que el sistema capitalista propicia. Para ello, se valdrá de un variopinto arsenal de programas, agencias, instituciones y políticas públicas orientadas a la protección social de los sectores más vulnerables, constituyendo lo que Pierre Bourdieu conceptualizará como la “mano izquierda” del Estado.

Si tuviésemos que delinear la figura estatal que se recorta en este período, claramente no respondería al Estado empequeñecido a imagen y semejanza de los propietarios que forjaron los liberales clásicos. Tampoco ilustraría su carácter la clásica definición weberiana, ya que, lejos del exhibicionismo, el esqueleto metálico –su fundamento último ligado a la violencia física legítima– se encuentra recubierto por espesas y complejas estructuras. El Estado Benefactor posee, a todas luces, una anatomía vigorosa de la que podría destacarse, por novedoso y poderoso, un brazo social o mano izquierda de considerables proporciones.

El Estado centauro del neoliberalismo

El Estado neoliberal no puede definirse como un Estado mínimo; no es la retracción la nota que permite dar cuenta de su naturaleza. Esta particular forma de lo estatal se robustece y se mutila de modo selectivo.

De modo análogo a lo que ocurre con el par absolutismo-liberalismo, la tensión identitaria que atraviesa tanto histórica como conceptualmente al Estado de Bienestar en relación al Neoliberal se evidencia en el espíritu dialógico de sus respectivas definiciones. Cuando el retrato del Estado Benefactor se encuentra a cargo de sus detractores, las nociones de robusto o vigoroso se transforman rápidamente en elefantiásico, hipertrofiado o sobredimensionado. La lente que hace foco en los “excesos” del poder político inscribe en su propia lectura los elementos que darán origen a la emergente forma de delinear los contornos estatales.

Si asumiéramos que la historia oficial siempre reproduce la versión de los vencedores, podríamos detenernos a indagar más detenidamente en lo que corrientemente denominamos “crisis del Estado de Bienestar”. La interpretación que anuda la transición entre ambas modalidades estatales con el agotamiento del modelo fiscal benefactor no solamente suele omitir factores del orden simbólico que poseen significativo valor explicativo, sino que recae en un verdadero reduccionismo. La idea de que el despliegue del neoliberalismo sería producto de un “fracaso” del modelo interventor posee, al menos, dos implicancias que vale la pena revisar. En primer lugar, la aseveración obstruye la discusión en torno al rol que los distintos actores sociales juegan en las causas reales de dicho “fracaso”, atribuyéndole a sí mismo los motivos de su derrota, y en segundo término, el carácter concluyente de la sentencia invisibiliza en su propia formulación la carga ideológica del diagnóstico.

En tanto las variables explicativas del ocaso de los Estados de Bienestar se encuentren subsumidas a sí mismos, la modalidad estatal emergente podrá construirse valiéndose de la lógica del espejo invertido. Frente a la ineficacia de lo público, se dibuja un Estado que sepa delegar responsabilidades al ámbito privado; frente a la hipertrofia, el achicamiento; frente al derroche, la racionalidad en la utilización de los recursos, etc. El éxito del neoliberalismo radica, entre otras tantas cosas, en haber logrado polarizar viejo-obsoleto con nuevo-eficaz y presentarse a sí mismo como la solución a los problemas que él mismo ha sabido diagnosticar.

Uno de los elementos paradojales del contexto en el que se configura el Estado Neoliberal es la irrupción en escena del discurso de derechos –cuya fuente son los Tratados y Convenciones Internacionales de Derechos Humanos en franca expansión durante la segunda mitad del siglo XX– que dio origen a una matriz normativa tendiente al robustecimiento del rol del Estado en la promoción y garantía de los derechos de los ciudadanos, al mismo tiempo que éste asumía concepciones orientadas a la dilución de sus alcances en la producción, organización y distribución del bienestar. El resultado de esta conjunción, en numerosos países del mundo, ha sido la coexistencia de una amplificada retórica referida a la dignidad humana –respaldada en numerosas leyes de avanzada–, junto con un exponencial crecimiento de la pobreza, la marginalidad y la violencia social.

El Estado Neoliberal no puede definirse como un Estado mínimo; no es la retracción la nota que permite dar cuenta de su naturaleza. Esta particular forma de lo estatal se robustece y se mutila de modo selectivo; mientras su brazo penal-punitivo se expande y diversifica, su mano izquierda enflaquece hasta extinguirse. Quien logra retratarlo con agudeza es Löic Wacquant cuando sostiene que en el escenario en el que confluyen la reducción de la asistencia social, la desregulación económica y la penetración penal, se configura un Leviatán con rostro de Jano:

El neoliberalismo produce no el recorte del gobierno, sino la instalación de un Estado centauro, liberal hacia arriba y paternalista hacia abajo, que presenta caras radicalmente diferentes en los dos extremos de la jerarquía social: un rostro bello y atento hacia las clases media y alta, y un rostro temible y sombrío hacia la clase baja (Wacquant; 2004; s/n).

De proporciones y paletas

La imagen que el artista pretende capturar posee una ineludible dimensión relacional, relativa. En el proceso que media entre la observación y el retrato se conjugan elementos percibidos, imaginados, proyectados, luces y sombras, distancias, identificaciones, sensaciones. Una pintura, una escultura o incluso una fotografía no son simplemente un reflejo, una porción o un recorte de la realidad registrada. Constituyen en sí mismos un reservorio de información relativa al contexto en el que se inscriben, las características o el estilo de sus artífices, los modos particulares de aproximarse al mundo que tienen lugar en un tiempo determinado.

La reflexión en torno a las proporciones y la naturaleza que se le confieren al Estado en distintos momentos históricos y geografías permite introducir la pregunta por los instrumentos que posibilitan dicha construcción. ¿De qué modo puede determinarse el tamaño del Estado? ¿Qué unidades de medida se utilizan para decretar sobredimensionamiento, hipertrofia o retracción? Y si asumimos que los adjetivos que aluden al tamaño siempre se emplean en relación con una medida de referencia, también podríamos preguntar: ¿Qué categorías, perspectivas o nociones pueden emplearse para establecer su dimensión ideal? En este sentido, es preciso reconocer que, si de lo que se trata es de recorrer las distintas imágenes que se han confeccionado –y continúan delineándose– en torno al desenvolvimiento estatal, no puede soslayarse el hecho de que el corazón de todo retrato de esta naturaleza es eminentemente ideológico. •

* Giuliana Mezza, Lic. en Cs. Politica y docente (UBA).