El sueño que no fue (La monarquía incaica)

Juan Bautista

El nombre. Ser nombrado es de vital importancia. En las interpretaciones bíblicas se dice que quien cambia el nombre cambia su destino. José Gabriel Condorcanqui tomó el nombre del último emperador de los Incas, Túpac Amaru, quien había sido asesinado por el virrey Francisco de Toledo.

Bajo ese nombre él encabezó una rebelión de indígenas y mestizos contra el poder español. La protesta estaba centrada en las injusticias de los corregidores para con el pueblo inca. Esta lucha dio origen a uno de los episodios más horrendos –quizás el más horrendo– entre todos los crímenes perpetrados en América: el descuartizamiento de José Gabriel Túpac Amaru. La rebelión no fue un acto de improvisación sino que tuvo un plan elaborado a lo largo de cinco años. Las primeras acciones fueron brillantes en el campo militar, se dice que una traición desmoronó el plan, y que la condujo en 1781 a la derrota. El primer combate había dejado en tierra a casi seiscientos realistas en el campo de batalla. La idea sostenida por Túpac Amaru fue hacer una revolución integradora, no racial, y por tal motivo se hacía necesario aprovechar el conocimiento del manejo de armas de aquellos criollos y mestizos, quienes miraban la sublevación con entusiasmo.

Nadie duda de que el levantamiento fuera una sorpresa y que los españoles hubieran actuado a la manera shakesperiana, eliminando a todo vástago de la dinastía incaica que en el futuro pudiera reclamar las tierras o la corona. En ese exterminio de toda descendencia tupamara, quedaron en el medio del fragor de la lucha, de la pólvora, de los caballos muertos, de gritos y flechas en el aire, el hermano menor de José Gabriel, Juan Bautista, su esposa Susana Aguirre (de origen español), su madre y su tío. Fueron confundidos con reos asesinos. Ninguno de ellos reveló quién era. Sabían que las consecuencias serían fatales y entonces vivieron falseando su identidad durante seis meses de penurias carcelarias. Cuando los españoles los descubrieron, la sangre inca que había corrido era tal que decidieron condenarlos de por vida pero no matarlos. Fue entonces que los transportaron a Cádiz. Ninguno resistió el viaje, salvo Juan Bautista Túpac Amaru Monjarrás, medio hermano del rebelde Túpac Amaru I. A posteriori fue trasladado al Castillo de San Sebastián, y de allí, al cabo de un par de años a Ceuta, provincia española en el África. Durante los treinta y cinco años de prisión fue enterándose, en la relación con convictos recién llegados al presidio, acerca de las luchas de la Independencia. Los oficios interpuestos por un padre agustino otorgaron su libertad. Llegó a Buenos Aires con 80 años en 1813. Su arribo coincidió con el plan de la dinastía incaica promovido por Belgrano, quien al enterarse de su llegada lo propuso como gobernador de las Provincias Unidas del Sur.

Durante su juventud, Juan Bautista había viajado desde el Cusco hasta Tucumán y conocía a la perfección la enmarañada orografía de los Andes. San Martín lo entrevistó numerosas veces y se valió de todos esos datos para el cruce hacia Chile. Una carta escrita a Bolívar resultó reveladora de su cultura: hablaba quechua, aymara y jeroglifos del Tiahuanaco, tres idiomas que conocía a la perfección, además del latín. Naturalmente que su estampa daba por tierra a todos los apelativos racistas de una oligarquía que disputaba el poder y que miraba al pueblo originario como un pueblo exótico. Esta idea se proyectó en el tiempo, de manera que gauchos, aborígenes, cabecitas y todo aquello que hace referencia a la cultura autóctona, terminó siendo mirado como una curiosidad, algo casi extravagante que se manifiesta en un país blanco que tomó como primera y única referencia la cultura europea.

Juan Bautista vivió en Buenos Aires sus últimos ocho años y murió a los 88, en 1827. Sus restos reposan en una fosa común en el Cementerio de La Recoleta.

Proyectos de monarquía

Las potencias europeas estaban subyugadas por la idea de monarquizar todo y bajo ese pensamiento los revolucionarios sacaron provecho de la idea del plan monárquico.

Las potencias europeas estaban subyugadas por la idea de monarquizar todo y bajo ese pensamiento los revolucionarios sacaron provecho de la idea del plan monárquico. Castelli, Moreno y Belgrano sostuvieron el plan amparados por los mil años del Incario y por una vasta cultura en la organización política, en las construcciones arquitectónicas y la sabiduría de un pueblo para resolver tanto los aspectos religiosos como los de la convivencia social.

El plan necesitaba de una legislación, para la que se preveía una cámara vitalicia de caciques y otra de diputados. Por otra parte hacía del Rey Inca el hombre indicado para resolver problemas de distribución igualitaria de tierras. Considerando que el ejército de Artigas estaba formado por una numerosa población de guaraníes y charrúas, el hecho de contar con un rey autóctono hubiese permitido la posibilidad de incorporar esos territorios al virreinato y unir a todo el territorio sudamericano. Pero había algo que enfrentaba la unidad de lucha contra la opresión colonial, y eran los intereses económicos de una oligarquía porteña que hacía buenos negocios con Inglaterra y pretendía estar bien con España. Por esas razones se pretendió usar al ejército del Norte para enfrentar a los gauchos montoneros de Artigas. San Martín deso­bedeció esas órdenes. Él consideraba que lo primero era vencer a los españoles. Y algo similar ocurría en Colombia, la misma visión tenía Bolívar cuando decía que primero había que enfrentar al imperio español y dejar a un lado la guerra de colores.

San Martín escribía a José Gervasio Artigas:

Cada gota de sangre americana que se vierta por nuestros disgustos me llega al corazón. Paisano mío. Hagamos un esfuerzo, transemos en todo y dediquémonos únicamente a la destrucción de los enemigos que quieren atacar nuestra libertad. Unámonos contra los maturrangos bajo las bases que Ud. crea y que el gobierno de Buenos Aires vea más conveniente y después que no tengamos enemigos exteriores sigamos la contienda con las armas en la mano. Mi sable jamás se sacará de su vaina por opiniones políticas, como estas no sean contra los españoles y su dependencia.

Otro de los partidarios de la monarquía constitucional fue Bernardo Monteagudo, quien en el Perú había promovido la abolición de los tributos indígenas, la eliminación de la inquisición y la supresión de títulos de nobleza; incluso, este Robespierre criollo había ido más lejos ordenando el destierro de diez mil civiles sospechados de atentar contra el proceso revolucionario.

Desde 1810 en adelante hubo al menos cuatro proyectos distintos de monarquía. El carlotismo fue uno de ellos: una adaptación del sistema parlamentario británico. Durante el cautiverio de Fernando VII bajo el poder del Emperador de Francia, las fuerzas de Napoleón Bonaparte ocuparon la Península Ibérica, Carlota Joaquina manifestó deseos de reinar en América. Pueyrredón y Belgrano se propusieron entronizar a la Infanta Carlota para conseguir la independencia del territorio del Río de la Plata, pero finalmente el proyecto fracasó.

En 1815, Manuel Belgrano y Rivadavia negociaron con Carlos IV la entronización del Infante Francisco de Paula, pero también fracasaron en el intento. Algo completamente distinto de lo sucedido con anterioridad fue cuando en julio de 1816 se lo invitó a Belgrano, no como diputado, aunque escucharon con atención sus propuestas de monarquía incaica antes de la declaración de la Independencia. Él expuso lo que se dio en llamar “la monarquía moderada en la dinastía de los incas”. Contó con el apoyo de varios diputados, pero la mayoría se inclinaba por la entronización de un príncipe europeo.

El último de los proyectos fue el de Pueyrredón: entronizar a un duque de Orleáns. Los franceses fueron más lejos al proponer al príncipe de Luca y al recomendar su matrimonio con una princesa portuguesa sobre la base de la evacuación de la Banda Oriental. El proyecto fracasó y Pueyrredón se vio obligado a renunciar. En 1820, con los triunfos de las montoneras de Estanislao López y Francisco Ramírez, quedan sepultados para siempre los planes monárquicos en el Río de la Plata.

La patria grande

El tema central de la monarquía incaica debe ser visto y analizado en el momento histórico en el que se declaró: teniendo en claro que Bolívar había sido derrotado, Chile estaba en manos de los realistas, Fernando VII había recuperado el trono de España y se preparaba una expedición hacia el Río de la Plata; la Banda Oriental estaba ocupada por los portugueses y en Europa prevalecía la Santa Alianza. En definitiva, frente a una realidad adversa, el Virreinato del Río de la Plata era la única parte del continente libre del poder español. Declarar la independencia de España era una tarea inmediata para San Martín, algo que no debía demorarse. Pero declararla era también adoptar una forma de gobierno.

El plan Inca revelaba una idea fundante: la mirada de la Independencia desde la perspectiva de las masas esclavizadas. Plantear la historia desde los excluidos nos conduce de manera inevitable a reflexionar acerca de los procesos de masas en nuestro país: el pueblo indígena, los explotados de la era industrial y el campesinado que se proletariza en la época de Perón. Esta historia no oficial continúa siendo un aspecto controvertido en las distintas miradas históricas.

El temor de las clases pudientes quizás haya sido, o bien continúa siendo, que se produzca un fenómeno de inversión: que la justicia pase a las manos del pueblo y éste tenga el derecho a condenar a muerte y a conceder la gracia. Algo así como que los corderos se coman al lobo. Pero a los corderos les falta la astucia que al lobo le sobra: dividir, prometer, y finalmente hacer un buen desayuno con carne magra.

El testimonio de disenso de la oligarquía, no ocultaba el desprecio hacia lo autóctono, y se servía del apuro revolucionario por declarar la independencia para denostar cualquier intento de elección inca. Manuel de Anchorena consideraba que traería conflictos entre aborígenes, y que ellos tardarían demasiado tiempo en llegar a un consenso. El mismo Anchorena opinaba que de encontrar a un candidato inca, en el supuesto de que lo hubiese, habría que sacarlo borracho de una chichería.

Cuando se declara la Independencia en el Congreso de Tucumán, no se la declara desde el Virreinato del Río de la Plata, sino desde una perspectiva más amplia y americanista: las Provincias Unidas del Sur.

Nos, los representantes de las provincias Unidas de Sud América (…) declaramos solemnemente a la faz de la tierra que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España (…)

Esta diferencia es fundamental y hace al motor ideológico de la historia. El Himno Nacional reafirma lo dicho: “¡Ya su trono dignísimo abrieron las Provincias Unidas del Sud!” Vaya casualidad que parte de ese himno fue eliminado, y no cualquier parte: Se conmueven del Inca las tumbas, y en sus huesos revive el ardor… ¿No lo veis sobre México y Quito arrojarse con saña tenaz? ¿Y cuál lloran bañados en sangre Potosí, Cochabamba y la Paz? La oligarquía provinciana y la porteña hicieron causa común en este prejuicio racial, y está de más decir que se mantiene hasta la actualidad. No es casual que en el espectáculo de Luz y sonido que se ofrece en la casa histórica de Tucumán desde hace más de treinta años, no aparezcan nuestros aborígenes, tampoco la declaración de la independencia en sus lenguas autóctonas al final del espectáculo. Todo sucede como si ellos jamás hubiesen existido.1 Los prejuicios raciales hacen causa común en las oligarquías porteñas y provincianas.

La lucha entre la idea de Patria Grande y la concepción mitrista comienza en este punto. Mitre historia la dinastía incaica con los ojos de la incipiente burguesía y con el pensamiento de las clases pudientes. En ese momento deja de ser el historiador que cifra con detalles los sucesos de la historia argentina para pasar a ser un ideólogo de la oligarquía porteña. Pero ese odio no caminaba solo, ni estaba desamparado, era común a espíritus como Paul Groussac, Ricardo Levenne y Vicente Fidel López. Muchos de los intelectuales o los pensantes del siglo XIX estaban imbuidos de prejuicios europeizantes. Para Mitre el plan de Belgrano estaba concebido con más inocencia que penetración política, y con tanto patriotismo como falta de sentido práctico y reflexión. Para Sarmiento, el problema no fueron los aborígenes o autóctonos, sino el gaucho.

La idea de la Patria Grande era sostenida por militares de la talla de Bolívar y San Martín. Teniendo en cuenta que hacia el norte, desde Tucumán hasta el Perú, vivían dos millones y medio de indígenas, una monarquía constitucional con representación incaica, según Belgrano, conjugaba un proyecto político adecuado a la situación internacional y a las necesidades de las naciones nacientes. Por otra parte garantizaba la unión de una población extensa para hacer frente al avance realista. Esa idea de Patria Grande sostenida por Bernardo Monteagudo, Bolivar y San Martín volverá a adquirir protagonismo bajo la presidencia de Hugo Chávez, de Rafael Correa y de Evo Morales.

El Congreso de 1816

Uno de los rasgos más importantes de la declaración de la Independencia fue su idea americanista. Participaron en calidad de diputados hombres provenientes de Charcas, Mizque y Chichas y las actas se leyeron en las tres lenguas: quichua, aimara y español. Un día antes de aquel 9 de julio, Güemes había llegado a Tucumán acompañado de cinco mil hombres, apoyando el plan de la monarquía que llevaba adelante Belgrano.

Se declaró la independencia pero quedó abierta la discusión acerca de cuál sería la forma de gobierno de ahora en más. La monarquía constitucional había obtenido un apoyo favorable como único sistema posible pero la oligarquía porteña –la deliberación continuó en Buenos Aires– aseguró su triunfo y quedó sentenciada para siempre la propuesta del reinado Inca.

Lo que restaba discutir era dónde hacer centro político y económico: ¿mirando hacia el Cusco o hacia Buenos Aires? La lucha semifeudal entre caudillos de provincias y la oligarquía porteña, junto a su nueva burguesía comercial deseosa de alcanzar el libre comercio, continuará cuarenta años más. Si hubiese triunfado la idea de Cusco como capital y no Buenos Aires, todo el entramado político y económico se hubiese extendido bajo la referencia de una Patria Grande. El nacimiento de nuestro país hubiese estado asociado a Perú, Bolivia, Paraguay y Chile. Algo que hubiese causado alergia a la clase dominante que sentía admiración por la cultura europea y desprecio por lo aborigen. Esta disyuntiva será la que marcará hacia el futuro la grandeza o la pobreza de una nación. Abelardo Ramos decía que América Latina no está dividida porque es subdesarrollada sino que es subdesarrollada porque está dividida.

La limpieza de sangre

Los estatutos raciales de limpieza de sangre aparecieron en España durante el siglo XV. Ser judío o morisco se consideraba un crimen. Naturalmente que una clase social que miraba con devoción a Europa y su cultura, tomaría sus valores y sus costumbres. Entonces no resulta casual que las familias patricias peruanas llamaran a San Martín “el cholo de Misiones”. Era mestizo y su madre de sangre indígena guaraní. Este concepto marcó el pensamiento de una clase social que aún compraba esclavos. Diputados como Tomás Anchorena se opusieron a la visión monárquica argumentando desprecio hacia las masas indígenas, a las que llamó “la casta de los chocolates”. A Bernardo Monteagudo lo llamaban “el zambo”. Noventa y dos años después de su muerte, llegaron a Buenos Aires sus restos desde el Perú y lo primero que se hizo fue intentar determinar si había en él rastros de herencia negra o indígena. Estamos hablando de comienzos de siglo XX, una época en la que supuestamente ya estaba abolida la idea de limpieza de sangre, la esclavitud y toda forma de explotación de los blancos hacia los indígenas. Sin embargo, la oligarquía veía con sumo desprecio la idea de entronar a un mestizo.

Pareciera que nada hubiese cambiado en el mundo y que gobiernos y gobernantes, las clases dominantes, solo hubiesen ensanchado su cintura y engordado aun más con la pobreza de unos y el desencanto de otros. Pasaron doscientos años y las facultades y las capacidades del ser humano fueron evolucionando mano a mano con las fuerzas productivas –comenta Terry Eagleton– y esta evolución permite configurar una humanidad mejorada, aunque el precio a pagar sea terrible. Cada avance de las fuerzas productivas será una victoria tanto para la civilización como para la barbarie. •

1 Durante el último gobierno radical, junto a Hebe Clementi ganamos un premio con un texto nuevo de ese espectáculo para reemplazar el actual. El proyecto fue archivado.

Marcos Rosenzvaig: Dr. en Filología Hispánica. Docente, escritor, autor y director de teatro.