La cultura como traducción o la nostalgia de la cultura

¿Cuál es esa secreta esperanza? Que alguna vez, destruidas u olvidadas las existencias originales, o las que se creen portadoras de ese título, queden las copias respetuosas y didácticas, incluso si son infieles traductoras. Y que queden como los nuevos originales. El glosador pasaría a ser entonces el núcleo iniciador de la obra, el primer eslabón de una cadena cuando sucumben, son arrasadas o caen en el olvido las que realmente eran o parecían ser las piezas originales o anticipatorias. Un olvido que puede ser incluso el del acto de su propia anulación brutal. Si hubo pues una catástrofe de olvido, el glosador puede convertir su modesto papel de archivista de la cultura en el de filósofo originario. El glosador siempre está expuesto, entonces, a ser una clase especial de usurpador. Pero un usurpador tolerado y en realidad necesario. Por eso, mientras espera que una oportuna catástrofe de la cultura lo convierta en el único testigo del recomienzo de la memoria, finge quizá su ínfima tarea de recopilador, difusor o traductor del patrimonio heredado de la cultura.

Horacio González, Retórica y locura

El problema de la traducción, entramada en parte en una teoría de la traducción, llamada en ciertos ámbitos traductología —el semiotismo establecido autonomiza el traducir para hacer del pensamiento del traducir una traductología—, es una joven disciplina que tiene como objeto de estudio una antigua práctica. Impulsada por el auge de la lingüística, en primer lugar, y luego por los estudios culturales, con el avance del siglo XX fue ampliando cada vez más sus alcances. Esto la hizo rica, por un lado, e inestable por el otro: conviven en esta disciplina diversidad de perspectivas, tradiciones y conceptos. Por esta razón, una teoría de la traducción como práctica cultural y textual va de la mano de una crítica de las herramientas que las reflexiones sobre la traducción han puesto en circulación desde sus inicios.

Pero considerada en su dimensión pragmática, que es también la de un oficio de larga data, encontramos en la traducción dificultades específicas. Es preciso entonces abordar el “problema de la traducción” y la reflexión sobre él desde el punto de vista de estas especificidades. Entre estos dos polos, el de la teoría formalizadora y especulativa, por un lado, y el del análisis de la práctica de la traducción, hay un objeto de reflexión donde las incógnitas sobre la traducción se vuelven especialmente visibles: la traducción literaria y la traducción filosófica. Las búsquedas que suponen sus textos de partida, antes llamados “originales”, las vuelven especialmente enigmáticas, y por esto un campo fecundo para la indagación cultural.

Este campo constituye un problema comunicacional en la medida en que, justamente, la traducción se encuentra en sus bordes; en la medida en que no puede ser definida únicamente en términos de comunicación ni mucho menos de transmisión de mensajes. No es entendida aquí como una actividad puramente literaria o estética, aunque está ligada íntimamente a la práctica literaria de un espacio cultural dado.

Pensar este problema implica salir de la incapacidad de entender lo que la modernidad hace tanto en el arte como en el poema, como dice Henri Meschonnic, tanto en el poema del pensamiento como en el pensamiento del poema. Salir tanto de los esteticismos como de la estética, para pensar la poética de la sociedad, es decir la ética y lo político a través del poema, paradójicamente, y salir de los sociologismos. Es el problema y el proyecto. Que lo establecido, es decir las ideas preconcebidas, impide pensar. Es decir, desarmar la sistemática de lo discontinuo entre el sonido y el sentido, entre la forma y el contenido, entre la voz y lo escrito, entre el cuerpo y el lenguaje, entre lo racional y lo irracional, entre las palabras y las cosas, entre el individuo y la sociedad, entre el lenguaje y lo vivo. Ahora bien, el lenguaje es a la vez discontinuo y continuo. Continuo entre el cuerpo y el lenguaje, entre lenguaje y pensamiento, entre lengua y literatura, entre lengua y cultura.

Tal vez hoy se pueden plantear de una manera muy distinta las relaciones interculturales. Desde este punto de vista, las transformaciones que muestra la historia de la traducción son reveladoras. Uno de los elementos sintomáticos que muestran que el traducir se transforma, que traducir ya no es simplemente hacer que algo pase de una lengua a otra, de una cultura a otra, no solamente traducir una lengua sino traducir un texto a otro texto, para que sea otro texto, uno de los momentos sintomáticos es sin duda el prefacio que Walter Benjamin (preocupado por una concepción sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos) había hecho en su traducción de los cuadros parisinos de Baudelaire. Mientras que las traducciones hasta ese momento debían ser adaptaciones orientadas hacia la lengua de llegada, Benjamin postulaba que las traducciones debían, no hacer el trayecto inverso mecánicamente, lo que no cambiaría nada (porque, cuando, en el interior de una polaridad, se va de un extremo al otro, en realidad no se cambia nada, se mantiene la polaridad), sino hacer que la traducción esté entre las dos lenguas.

Una traducción en la que los hombres invitan a sus semejantes a convertirse en hombres. Quien corresponde a la invitación del discurso sobre las más eminentes posibilidades humanas va a parar al centro del proceso de humanización. Un movimiento de “traslado” que deja entrever, por un instante, que somos, en efecto y radicalmente, advenedizos, existencias de tránsito, rostros extraños. Co­ mo seres que se trasladan, los hombres se hacen ubicuos; como seres que pasan y se traducen, conforman sus lenguas metafóricas y metafí­ sicas en las que son expresables puntos de vista sobre la tota­ lidad; desarrollan su característica tensión hacia otra parte que, indefectiblemente, tienen presente como búsqueda y nostalgia; como seres que se pueden extraviar en el entorno, se esfuerzan en poner remedio a la certeza de estar fuera de lugar y no en su elemento.

Cuando las sociedades desagregadas buscan volver a encontrar su cohesión, pueden incluso ser devastadas por la multiplicidad de tentativas inútiles: se abre el vacío y lo que continúa deja el lugar cada vez mayor a la sensación de que algo falta. La nostalgia de un mundo perdido reviste numerosas formas, entre ellas la de una reconstrucción del pasado a la luz del presente, con el objetivo de desprenderse, de despertar de él.

La nostalgia nos propone el consuelo de un pasado dotado de sentido, para ofrecer un significado a la desaparición. Pero no basta la memoria incorpórea y difusa de la lengua. Es preciso quizás hacer encarnar en la escritura la memoria de la desaparición. Hacer germinar la intensidad del grito en las sonoridades tenues de la monotonía, de los hábitos del lenguaje. Llevar al lenguaje más allá de su espesor ceremonial, hablar a otra memoria ajena a las sonoridades familiares. Esto es traducir entre lenguas: descubrir en la fragilidad de la palabra la escasa presencia de las cosas, sus silábicas imposturas. Preguntarle al pretérito más próximo no es entonces nostalgia por pasados del mundo, sino un continuo resistir la cancelación de la experiencia humana: como decía Nicolás Casullo, artesanía crítica de engarzar interpretaciones, de escuchar en la sonoridad de las renovaciones la crónica extraviada del lenguaje.

Por eso hay quienes subrayan que esa pérdida no es un cautiverio sino, al contrario, una memoria poderosa, una inteligencia que descree, una experiencia que tiene lugar en la memoria involuntaria, una nostalgia elegíaca que vibra tan tenazmente en el fondo de cada memoria humana que, al final, el recuerdo que no recuerda nada es el más fuerte. Y es necesario pensarlo sin nostalgia (nostalgia originaria, nostalgia que no ha esperado la pérdida histórica o efectiva de la lengua), es decir, fuera del mito de la lengua puramente materna o puramente paterna, de la patria perdida del pensamiento. Como si esta lengua hubiese estado perdida desde la infancia, desde la primera palabra.

De todos modos, es un esfuerzo. La reflexión sobre la traducción está teñida de melancolía, como si el secreto corriera el riesgo de perderse en una época amenazante, a la vez hipertraductora (la mundialización es la traducción) y teórica. Por ello se trata de una empresa en pos de una ruptura con la más reciente configuración histórica: traducir en contra de viejas traducciones y, que ciertos individuos comenzaran a presentarse a contramarcha de los esquemas de su cultura, es algo que se puede entender más fácilmente si interpretamos la historicidad de los tres últimos milenios como la emergencia del humano potencial de traslado. La pasión de individuos que buscan una lengua para su movimiento vital paradójico en el desierto.

La modernidad de la modernidad denuncia la ilusión de la confusión con lo contemporáneo. Es el reconocimiento de la forma-sujeto como aquello que posibilita el pasaje mismo de un sujeto a otro sujeto, vacío por consiguiente de referente exterior fijo, evidenciando de esa manera que el desafío de la modernidad es a la vez la noción de sujeto y la noción de historicidad radical.

Si el psicoanálisis más amplio y la antropología histórica quieren decirnos en una lengua no metafísica cómo nos hicimos y qué somos, ambas debieran esforzarse por una traducción de las antiguas doctrinas en una dicción moderna. Traducir quiere decir aquí plantear la reclamación de formular un contenido de ideas en otras expresiones más verazmente que en las suyas propias. La lengua universal de la modernidad es el materialismo mediático, inmaterialización que ofrece la conexión de todo lo que está elaborado en forma de información y mercancía y contra esa náusea de aceleración hay que volverse e introducir velocidades de escala humana en las operaciones dineradas y mediáticas de velocidad inhumana.

La tarea de una poética de la traducción, el papel teórico de la literatura y del arte en la teoría del lenguaje, es entonces trabajar en pensar, con el tiempo dislocado, la coherencia de lo continuo así como hay una coherencia de lo discontinuo. Esta coherencia de lo continuo implica inventar los conceptos, inventar pensamiento, y al mismo tiempo pensar la relación entre el lenguaje y el vivir. La invención justamente, a través de su asocialidad, la invención de lo que se puede llamar un poema, en el sentido de la transformación de una forma de lenguaje por una forma de vida. Y de la transformación de una forma de vida por una forma de lenguaje, esta invención, es a la vez la invención del sujeto y de lo social. Es la invención de una nueva manera de sentir y de una manera de ser con los otros y con uno mismo. Es la escritura, cuando la escritura es la invención de una historicidad, es decir de una poética. Eso es el sentido del lenguaje. Traducir es incorporar lo desconocido para una cultura local, lo inventado en otra.

Dicho de otra manera, más que lo que dice un texto, es lo que él hace lo que hay que traducir; más que el sentido, es la fuerza, el afecto. Ya no es la lengua lo que hay que traducir sino un sistema de discurso, que ocurra en la lengua de llegada la misma afectación que la obra produjo en la de origen. Los traductores del marxismo en América, por ejemplo —desde Juan B. Justo hasta el fundador peruano del socialismo latinoamericano—, intentarían reproducir en sus sociedades, en sus tramas vitales e intelectuales, y en sus voluntades políticas, la misma potencia que tuvo sobre las sociedades europeas, fuerza expansiva de las ideas revolucionarias, umbral y acontecimiento para tramar un mundo nuevo.

Esto quiere decir pensar específicamente la literatura, el arte, la traducción. Pero también lo ordinario, todo lo ordinario de las relaciones entre el cuerpo y el lenguaje, entre lengua y literatura, entre lengua y cultura. Se entiende entonces por qué toda representación de la sociedad se invalida, si olvida el arte o si solo retiene de él lo cultural, su efecto social. Así se continúa hablando de autonomía de la obra, de autonomía de lo cultural. La marca del sociologismo de moda: en la confusión de la cultura con lo cultural, en lo cual el saber se parece a la traducción corriente, traducción que cree que traduce un texto, pero traduce el signo y borra su potencia inventiva, pierde el rastro de toda interpretación, hace tabula rasa con los objetos culturales anteriores.

La sociedad, con el culto proliferante de las celebraciones de acontecimientos o de hombres y de obras del pasado, transforma el tiempo del pensamiento en formas fijas, en programación cultural. Rápidamente la cultura deviene lo cultural. Cuando no reconoce la contradicción entre la crítica (intelectual, social, política) y su conmemoración no puede ser más que su repetición inútil. La cultura de la nostalgia ya no es más que una nostalgia de la cultura. Así, el ciento cincuentenario de la primera edición de El Capital de Marx tiene la elección entre la infidelidad de la nostalgia y la nostalgia de la fidelidad, donde el mantenimiento de la revolución se vuelve él mismo un mantenimiento del orden, la reversión de los irrealismos en realismo político. Pasado que se inclina sobre pasado. La conmemoración asocia. Asocia un presente a un pasado. Por lo que hace lo contrario de lo que constituye un acto intelectual: disociar. Lyotard, en La tumba del intelectual, señalaba también que las disociaciones “están a priori entre las tareas de la inteligencia”. Experiencias de pensamiento, paradójicamente fuera de los “desafíos culturales”, fuera del rating del pensamiento, para pensar el presente, el universal presente. Siempre hay que resistir contra la ocultación del presente por el pasado, por el culto del pasado.

Trabajar también en reconocer que tampoco se sabe lo que se dice cuando se opone la invención a la tradición, pero que habría más para pensar si se opone actividad a producto; trabajar en reconocer que no se sabe lo que se dice cuando se confunde lengua y lenguaje, lengua y cultura, lengua y literatura, lengua y discurso; de ahí que hay que hacer que se entienda que cuando se traduce un texto que funciona como literatura, no es de la lengua que hay que traducir; no solamente lo que dice un enunciado, sino lo que hace el texto; y que el pensamiento de la lengua es otra cosa que buscar lo que dice, y que muestra que si uno no mira más que lo que el texto dice uno olvida el cómo y puede entorpecer el despliegue político. Allí la ética del traducir, allí la responsabilidad del traductor.

Entonces traducir constituye un terreno no solamente privilegiado sino único, incluso si, actualmente, una ética y una política del traducir, una ética política del traducir es una utopía. Una utopía que se pregunta qué hacer con las traducciones y con el traductor, si aquello que hace es mero síntoma de un momento artesanal de la escritura o si es un programa intelectual silencioso y erosivo del suelo cultural autónomo. Se presenta el traducir como el pasaje de una lengua a otra lengua. Sin lo cual, de cultura a cultura, sería el autismo generalizado.

Y esa ética traductora importa una ética lectora que habrá de preguntarse cómo leer hoy estas obras que precipitan a veces ritmos confusos y al mismo tiempo nos presentan el testimonio de una escritura, o muestran el problema general del escribir y del pensar; cómo leer sin despellejar con nostalgia su sustancia ideológica y asumir el enigma completo de un texto, su ritmo, para reagrupar en una decisión de izquierda cultural toda la herencia que ante nosotros tiene que ser simultáneamente rechazada y asumida, entendida y reinventada. Estos dos opuestos no hacen más que uno. Pero si se los transpone en el discurso, la fuente es lo que el texto por traducir hace, es su modo de actividad, que él inventa, no es lo que dice, sino lo que hace. Y hay una sola meta: hacer lo que él hace, no únicamente con los medios de la lengua, sino del sujeto del discurso que le hace a su lengua, a esta lengua, lo que tal vez nunca se le ha hecho hacer.

El texto, así entendido, es eso que un cuerpo le hace al lenguaje, a su lengua, y que nunca antes se le había hecho, no reproducir o imitar, sino recrear. Los textos irrumpen en la historia y la historia irrumpe en ellos bajo formas casi siempre originales y esa es la verdadera invención. Si estos textos han construido el modo de su propia autonomía, si pueden ser religados luego con otros textos, que formulen una historia real de problemas podrán entonces responder a las interrogaciones de lo que encierran en tanto textos.

La nostalgia se irá si damos lo que el texto, por su escritura, nos ha dado, y no es solamente el sentido de las palabras, sino la organización del movimiento de la palabra en el lenguaje. Si la teoría del lenguaje cambia, si la lectura se convierte en el sentido del lenguaje, entonces las prácticas del traducir también cambian, así como las prácticas de la escritura. Por eso es que, inversamente, escribir supone repensar toda la teoría del lenguaje. Y que traducir es la práctica que, más que cualquier otra, la pone en juego. La conclusión entonces es que el desafío del traducir es transformar toda la teoría del lenguaje. Sí, una verdadera revolución cultural. •

“La tarea de una poética de la traducción, el papel teórico de la literatura y del arte en la teoría del lenguaje, es entonces trabajar en pensar, con el tiempo dislocado, la coherencia de lo continuo así como hay una coherencia de lo discontinuo.”

* Manuel Rebón, Comunicólogo, traductor y docente.