El fetichismo de la prevención. Policías de proximidad y nuevo vecinalismo

“…tuve miedo pero ya se fue

Ahora estoy arriba de mi casa con un rifle

Haré mi próximo movimiento.”

El mató a un policía motorizado

1. La prevención es una de las marcas que distinguen la época. Acaso por eso mismo la criminóloga italiana, Tamar Pitch, postuló la categoría “sociedad de prevención” para nombrar una de las transformaciones que tuvieron lugar en las últimas dos décadas. Se sabe, como dice el refrán “mejor prevenir que curar”. Esa máxima parece imbatible y se impone por sí misma en casi todos los campos. No sólo la industria farmacológica, la gimnástica, la meditación, la gastronomía natural y los grandes emprendimientos inmobiliarios se fueron expandiendo en base a este imperativo moral, también el mercado de la seguridad privada.

Cuando el presente se vuelve informal o precario y se vive con incertidumbre, el futuro ya no es el lugar de la prosperidad, de los sueños realizados, sino un lugar lleno de riesgos.

El desmantelamiento del estado social produjo una serie de transformaciones que, según Pitch, nos llevó de las sociedades de curación a las de prevención. No se trata de corregir cuanto de prevenir: “Una sociedad de la prevención es una sociedad que vive en el presente, pero un presente proyectado hacia un futuro que percibe como amenazador y portador de peligros antes que de promesas de una vida mejor”. Cuando el presente se vuelve informal o precario y se vive con incertidumbre, el futuro ya no es el lugar de la prosperidad, de los sueños realizados, sino un lugar lleno de riesgos. La prevención ha modificado las maneras de percibir el tiempo, haciendo especial énfasis en el futuro que se precipita por proximidad. Asistimos a una suerte de hipertrofia del presente y una atrofia del pasado. Al disolverse el pasado se disuelven también las causas o pierde sentido su investigación. De ahora en más el acento estará puesto en las consecuencias que se pueden sufrir si no se asumen los riesgos que se postulan como inevitables. El gobierno de la inseguridad no es un poder-saber, sino un poder a secas. Al poder no le interesa saber nada sobre los actores referenciados como productores de riesgo. En todo caso si se demora en los rasgos de las personas es para constatar que forma parte de un contingente peligroso. La prevención situacional del delito rompe la conexión entre criminalidad y estructura social desigual. Lo digo con las palabras de Pat O’Malley: “destruye al individuo biográfico de las disciplinas”, “reemplaza al criminal biográfico por el individuo abiográfico, abstracto y universal: el actor de la elección racional”. El prudencialismo pone a los actores en el grado cero de la historia.

El auge del prudencialismo impuso el autocontrol prevencional y la vigilancia difusa, un mix entre la prevención situacional o ambiental y la prevención comunitaria. El homo prudens es un producto de las transformaciones en curso, de la exhortación moral a hacernos cargo de nuestros riesgos, de una forma de gobierno que impone al individuo y los grupos afines la responsabilidad de administrar sus propios riesgos y vigilarse mutuamente. Los ciudadanos tienen que ser prudentes, ellos mismos deben protegerse contra las vicisitudes de la enfermedad, el desempleo, la edad avanzada o el delito.

La prevención no sólo fue una manera de empoderar a los ciudadanos y las comunidades afines durante el neoliberalismo, también fue la oportunidad de agregarle más facultades discrecionales a las policías. El autocontrol individual y el panoptismo social se completan con los controles de identidad policial y el encarcelamiento cautelar. Dicho en otras palabras: el avance de la prevención pre-activa no implicó un retroceso de las políticas seguritarias reactivas. Al contrario, estas encontraron un nuevo punto de apoyo para expandirse.

A partir de la década del ‘90 se producen dos movimientos aparentemente contradictorios pero complementarios entre sí. Como parte del desmantelamiento del estado social se reenviaba a los individuos y la comunidad homogénea la responsabilidad de los problemas que antiguamente habían definido al Estado. El Estado se desentendía de la salud, la vivienda, el trabajo, la vejez y la niñez. Ya no eran problemas suyos sino cuestiones que, de ahora en más, cada ciudadano, en tanto consumidor, tenía que resolver en función de su capacidad de consumo a través del mercado. También la inseguridad fue una cuestión que se cargó a la cuenta de los consumidores. Sólo que esta vez, no estarían solos. La minimización del Estado no era incompatible con un Estado fuerte. Al contrario: el descompromiso del Estado de la cuestión social, necesitaba fortalecer las agencias policiales para contener la deriva marginal de los desocupados y precariados, sea para hacer frente a la disfuncionalidad económica (el delito predatorio), como política (la protesta social) de la masa marginal.

Pero si el Estado se hacía cargo de la prevención en los espacios públicos, los ciudadanos debían hacerse cargo no sólo de la seguridad en la esfera íntima, sino contribuir al reaseguro de su propiedad e integridad física en cada uno de sus desplazamientos por la ciudad, y a recrear un entorno comunitario confortable en su propio barrio. Se dirá: “si la ocasión hace al ladrón”, entonces corresponde a los vecinos moverse con cautela, responsablemente, para minimizar los riesgos que introducen cuando portan un celular, una cartera, la billetera o se movilizan en un vehículo llamativo. El giro responsabilizante alcanzaba no sólo a los victimarios, también las víctimas (actuales o potenciales) deben, de ahora en más, asumir el compromiso de manejarse adecuadamente, con prudencia, adoptando otras prácticas de urbanidad, que implican nuevos estilos de vida que le agregan previsibilidad y certidumbre a su cotidiano. En efecto, en la conjura de los riesgos que corren los vecinos deberán contratar seguridad privada, fortificar sus viviendas, monitorear su vida íntima, aprender técnicas de autodefensa, e intercambiar tips o estrategias seguritarias con sus vecinos para evitar pasar un mal momento, ser objetos de alguna fechoría o situación social desagradable.

Eso en cuanto a los ciudadanos-soldados y los vecinos alertas, porque los funcionarios deberán ensayar al mismo tiempo nuevas políticas de seguridad, más visibles, ambientales y espectaculares para hacer frente a la emergencia de la inseguridad que duplicó los problemas toda vez que, de ahora en más, no sólo tienen que dar una respuesta para hacer frente al delito sino también al miedo al delito que se ha transformado en un problema en sí mismo. Un sentimiento corrosivo, que tiene la capacidad de enloquecer a los ciudadanos, pero que bien agendado puede convertirse en un instrumento de gobernabilidad.

La Policía Local es una de las formas que asume la prevención situacional. Una policía de proximidad que se completa con la videovigilancia, la diagramación de corredores seguros, la multiplicación de retenes en los puntos de acceso a la gran ciudad y los operativos de saturación y allanamientos masivos en los barrios pobres.

2. En los últimos años las policías han redefinido su rol a partir de la redefinición de su objeto de atención. La policía ya no está para perseguir el delito sino para prevenirlo. Y prevenir significa demorarse en aquellos pequeños eventos de la vida cotidiana que si bien no constituyen un delito, estarían creando las condiciones para que el delito tenga lugar. El problema no son las conductas individuales sino los estilos de vida o pautas de consumo de los colectivos de personas que son aquellos referenciados como productores de riesgo y fuente de inseguridad. Prevenir significa actuar situacionalmente sobre determinadas áreas para esterilizar el territorio, limpiar las calles, o bloquear el acceso a determinadas áreas para determinados grupos. En otras palabras, el prudencialismo criminaliza la vida cotidiana, las actividades rutinarias de los grupos de pares juveniles.2. La Policía Local de la provincia de Buenos Aires es la expresión del auge del prudencialismo estatal en el país. Un cuerpo novedoso producto del cruce entre el paradigma de la Tolerancia Cero y la inseguridad ontológica de la vecinocracia. En efecto, policías y vecinos se unieron para organizar una cruzada moral y garantizar el orden público, canalizando la incertidumbre a través de la fabricación de demonios populares o chivos expiatorios que tienen la capacidad de desplazar los centros de atención de la opinión pública.

Como dijeron los ideólogos de la teoría de las ventanas rotas: quién roba un huevo roba una vaca, es decir, quien puede lo menos puede lo más. Por eso, una de las maneras de desalentar el delito predatorio implica ser riguroso con las llamadas “incivilidades”, demorarse en aquellos pequeños eventos que si bien no constituyen un delito estarían creando las condiciones para que aquellos tengan lugar. De allí que los Códigos de Faltas o Convivencia Urbana se hayan transformado nuevamente en las piezas legales más importantes. A través de las políticas de intolerancia se criminaliza la pobreza, es decir, se referencia como problema a las estrategias de sobrevivencia y pertenencia que desarrollan los actores en desventaja para resolver problemas materiales concretos o componer una identidad. De hecho, si se revisan aquellas “legislaciones menores” de las grandes ciudades, que constituye la agenda que habilita a las policías a actuar, nos daremos cuenta que la marginalidad y los estilos de vida de los jóvenes morochos de barrios pobres constituyen el foco de atención. En efecto, la venta ambulante, la oferta de sexo en la vía pública, los trapitos y cuidacoches, los cartoneros, los artistas callejeros, pero también todas aquellas prácticas que orbitan el mundo de los jóvenes como por ejemplo hacer ruido con las motos tuneadas, escuchar música a alto volumen, “merodear” por la ciudad, dormir en la vía pública, romper escaparates, pintar grafittis o estampar esténciles, usar los espacios públicos para consumo de drogas o alcohol, las juntas en las esquinas, son referenciados como situaciones problemáticas que merecen la desconfianza vecinal y la intervención oportuna de las policías.

El instrumento de intervención es la detención policial. Una detención que asumirá diferentes formas. A veces la detención consuma una auténtica detención por averiguación de identidad, una detención que, más allá de que se realice a partir de los criterios procesales establecidos, puede ser blanqueada por las propias policías de múltiples formas. Pero otras veces, en realidad la gran mayoría de los casos, la detención se ajusta a una demora (la detención en la vía pública con caja) y, sobre todo, a la parada (la simple detención en la vía pública sin caja). La “caja” es el nombre que utilizan los jóvenes para nombrar al aparato que suelen tener los patrulleros para corroborar si una persona tiene o no pedido de captura. Las paradas no llegan solas. Casi siempre van acompañadas de maltrato o destrato verbal, es decir, de risas y burlas, insultos y provocaciones de todo tipo que recrean condiciones para que la persona en cuestión sea detenida, paseada en patrullero y trasladada a la Comisaría. Más aún, las paradas se completan con las requisas humillantes, puesto que se realizan a la vista de todos. Los jóvenes son desinvestidos de sus pertenencias, dejados “en patas”, y sus objetos personales arrojados al piso. Incluso a veces, los detenidos son objeto de una fuerza desmedida (esposados o arrojados al piso boca abajo), o “correctivos” (pequeños golpes) a través de los cuales las policías reponen o se aseguran la autoridad, intentando ganar respeto, acumular prestigio entre sus pares.

Ahora bien, las detenciones en su conjunto no son azarosas y tampoco ingenuas. Se trata de una práctica además de discrecional, selectiva, toda vez que tiende a recaer sobre actores sociales que comparten las mismas características: son jóvenes, masculinos, morochos, viven en barrios pobres y visten ropa deportiva o usan gorrita. Un tratamiento discriminatorio, a través del cual se establece una suerte de estado de sitio o toque de queda para determinados colectivos de pares que no pueden acceder al centro de la ciudad o atravesar los barrios residenciales, o no pueden hacerlo a determinadas horas del día o determinados días de la semana.

Y no son inocentes decimos toda vez que a través de estas prácticas sistemáticas se perfilan trayectorias vulnerables para determinados contingentes sociales. En efecto, estas rutinas policiales tienen la capacidad de confirmar los estigmas que los vecinos tienen sobre esos actores. Las detenciones funcionan como mecanismos de sobre-estigmatización que van incapacitando, jurídicamente hablando, a las personas para que puedan eventualmente hacer valer sus derechos. Se sabe, una persona que es recurrentemente detenida por averiguación de identidad, que obtuvo la chapa de sospechoso, tendrá serias dificultades para hacer valer sus derechos, más aún cuando fue aislado del resto de la comunidad. Porque las detenciones tienen la capacidad de romper los lazos de solidaridad, de contribuir a generar malentendidos entre las distintas generaciones. Por eso, cuando un joven es detenido, difícilmente las personas mayores que pasan a su lado intervengan en su ayuda.

Como solemos repetir: no hay olfato policial sin olfato social. Las detenciones policiales necesitan de los procesos de estigmatización social.

3. El control policial prevencional es un control participatorio, es decir, involucra a los vecinos en su conjunto en las tareas de control comunitario, responsabilizando a cada vecino en las tareas de cuidado de sí. Me explico: para que la policía pueda actuar preventivamente necesita que los vecinos estén alertas, llamen al 911, adviertan los movimientos sospechosos, es decir, le vayan mapeando a las policías la deriva de los grupos de pares que referencian como problemáticos y fuente de sus miedos. La Tolerancia Cero activa la cultura de la delación y dispara las pasiones punitivas en el barrio. Como solemos repetir: no hay olfato policial sin olfato social. Las detenciones policiales necesitan de los procesos de estigmatización social. Esas palabras tajantes que los vecinos van produciendo colectivamente, a través de sus habladurías y correderas, para nombrar al otro como problema, como peligroso, no son inocentes, van creando las condiciones de posibilidad para que las policías actúen de esa manera y no de otra. Por eso repetimos: detrás de la brutalidad policial está operando el prejuicio social. Como solemos repetir: no hay olfato policial sin olfato social. Las detenciones policiales necesitan de los procesos de estigmatización social.

En la última década hemos asistido a la formación de un nuevo vecinalismo. Un vecinalismo a la altura de sus prejuicios, producto de sus temores. Un vecinalismo que averiguamos en los cartelitos de “vecinos alertas” o “seguridad vecinal” y en la nueva ética protestante propalada por los separadores radiales, periódicamente relevada por los movileros cuando le ponen el micrófono a la indignación vecinal que no ahorra en adjetivos y reclamos exasperantes.

Este vecinalismo abreva en el fomentismo conservador de décadas pasadas, sólo que esta vez, las “fuerzas vivas” de la comunidad ya no se reúnen y movilizan en torno a los problemas de infraestructura urbana (asfalto, cloacas, luminarias, parquización, etc.), sino alrededor de los problemas de inseguridad.

La vecinocracia es una expresión antipolítica de la vida comunitaria, toda vez que desautoriza los debates colectivos cuando reclama medidas urgentes y contundentes, sino que vacía los espacios públicos donde tienen lugar los encuentros de la multiplicidad social que caracteriza y define a cualquier experiencia democrática. La vecinocracia es la expresión de una sociabilidad homogénea, pero también quiere ser la expresión de un consenso anímico que será periódicamente testeado por la prensa, pero también analizado en los focus group a través de los cuales se saca la “línea correcta” para entrenar la demagogia política electoral. Una expresión que los comisarios saben interpelar en los foros vecinales de su sección, pues allí se encontrarán con una ciudadanía exaltada (fuera de sí) pidiendo lo que aquellos quieren escuchar: que se sienten inseguros, que no se puede salir a la calle, que quieren más seguridad. Se sabe: si los vecinos tienen una mirada policialista de la seguridad (seguridad es igual a policía), y se sienten inseguros, entonces lo que están reclamando es más policías en la calle, más patrulleros, más armas, más penas, y más cárcel.

Dijimos que el nuevo vecinalismo es en gran medida producto de sus temores. Temores que fueron encubando al interior de sus hogares. Temores mal encausados. Porque el miedo, por más legítimo que sea, después del neoliberalismo, con la corrosión del carácter, cuando el desempleo o la precarización amenazan socavar el estatus de consumo, cuando cunde la inseguridad ontológica y los miedos se vuelven difusos, se construyen chivos expiatorios para catalizar la angustia que aquellos provocan. Como dijo Jock Young: el vértigo en modernidad tardía que produce el temor a caer (miedo a no poder pagar el crédito hipotecario, a no poder viajar de vacaciones, a perder el estatus de consumo, a no pagar el alquiler o el crédito del auto, la cuota del colegio, etc.), lleva a los vecinos a aferrarse sobre los más vulnerables, es decir, vuelve resentidos a los individuos que empiezan a apuntar con el dedo o con los puños en alto sobre los actores más vulnerables. La estigmatización es una manera de ponerle un rostro y asignarle un lugar a sus temores difusos, de volver concreto el miedo abstracto que parece inundarlo todo.

Mientras tanto, el gobierno de turno, va a encontrar en el miedo al delito, la oportunidad de desplazar la cuestión social por la cuestión policial, de poner el centro de atención en otros problemas alejados del desempleo y la falta de salud, de la inflación que socava la capacidad de consumo, o la fuga de capitales y la evasión impositiva que despresupuestan la agenda social del Estado.

No estamos diciendo con ello que la sensación de inseguridad sea una ficción y, mucho menos, que no tenga relación alguna con la expansión de determinadas conflictividades sociales, como por ejemplo, con el aumento del delito predatorio y el uso de la violencia expresiva. El miedo modifica las maneras de habitar el barrio y transitar la ciudad, trasforma el universo social, no sólo porque los aísla en su bunquer (el hogar, ¡dulce hogar!), esa cápsula que inmuniza a los vecinos, sino porque va constriñendo sus redes sociales, espaciando la frecuencia de los encuentros, modificando los horarios y sus rutinas. Pero lo que hay que decir es que muchas veces el miedo de los vecinos no guarda proporción con la conflictividad social. Que sus representaciones son exageradas y a veces muy exageradas, respecto de lo que realmente sucede en su barrio o la ciudad. Sin lugar a dudas el miedo es la expresión de que los vecinos no se resignan a aceptar con sufrimiento este nuevo estado de cosas. Sus umbrales de inseguridad no se negocian. Pero hay algo más en ese sentimiento: un deseo de revancha social.

Cuando cunde el pánico volvemos al estado de naturaleza, somos pura sensación, nos convertimos en potenciales linchadores. Tallamos palabras filosas que tienen la capacidad de herir, estigmatizar al otro.

4. En “Temor y control” llamé “gestión de la inseguridad” a la manipulación de la desgracia ajena, a la instrumentalización política del miedo. El temor es un insumo para la política, sobre todo cuando ésta no encuentra otras fuentes de apoyo social. Un insumo paradójico, porque vacía la política de política. La inseguridad es prepolítica cuando clausura los debates. Una persona atemorizada es un emoticón, un manojo de nervios, alguien que dejó de pensar para indignarse. Puede que se trate de una persona inteligente, pero ha dejado de pensar. Por eso colecciona clisés y apunta con ellos. Cuando cunde el pánico volvemos al estado de naturaleza, somos pura sensación, nos convertimos en potenciales linchadores. Tallamos palabras filosas que tienen la capacidad de herir, estigmatizar al otro.

A través de la inseguridad se propone una política sin sujeto. Cuando los funcionarios agitan los fantasmas lo que nos están pidiendo es que regresemos a nuestra casa, nos encerremos, y le dejemos a los policías hacer las cosas que dicen ellos saben hacer. La inseguridad es antipolítica, porque desautoriza los debates colectivos y habilita las soluciones autoritarias. Ante el dolor del otro, la acción cívica correcta es la indignación moral, la condena súbita y la cultura de la delación.

Ahora bien, la inseguridad ontológica, dice Christian Ferrer, hay que amortiguarla ya sea embelleciendo el cuerpo, empastillando la angustia y disimulando la depresión, dando rienda suelta al deseo en casa, o replegándose en la zona de confort tecnológico. Este enclaustramiento preventivo, pero saludable y encantado, lejos de agregarle tranquilidad a la vida íntima recrea las condiciones para sentirse cada vez más inseguros, vuelve al vecino más vulnerable. Como le sucede al protagonista de “La madriguera”, un relato de Franz Kafka, que se la pasa obsesivamente construyendo una guarida infranqueable, cada vez más fortificada, llena de ardides, bien camuflada, sin darse cuenta que está cavando su propia fosa, es decir, construyendo una trampa sin salida. Dice Kafka: “Yo he hecho la madriguera, y parece haber salido bien. Desde afuera, en realidad es visible sólo un gran agujero, pero en verdad ese agujero no lleva a ningún lado, sino que unos pocos pasos más allá uno se topa con roca firme”. “La prudencia exige que tenga para cualquier caso una posible salida inmediata; justamente es la prudencia la que exige, lamentablemente con mucha frecuencia, pensar en los peligros de la vida”. “Es cierto que yo tengo la ventaja de estar en mi casa y de conocer con exactitud todos los caminos y todas las direcciones. El ladrón puede convertirse muy fácilmente en víctima mía, en una muy sabrosa, inclusive. Pero yo me estoy volviendo viejo, hay muchos que son más fuertes, y mis enemigos son incontables”. Y eso no es todo, agrega Kafka: “No son únicamente los enemigos exteriores los que me amenazan. También los hay en el interior de la tierra”. En efecto, tarde o temprano los vecinos empezarán a escuchar ruidos. Sólo que a diferencia de la “Casa tomada” de Julio Cortázar, esta vez, los sonidos llegan de todos lados. No sólo desde el fondo y la calle. Provienen del interior, de nuestro aparato de televisión. La vecinocracia, ese sujeto entrenado frente al televisor, dándose manija las 24 horas con la radio y sus periodistas estrella, es un actor que acaba desacreditando la democracia cuando renuncia a la vida pública, que vacía los espacios públicos con su enclaustramiento. Pero se paranoiquea y enloquece cuando se encierra entre cuatro paredes atado al cordón umbilical de la pantalla que le entrega, en cómodas cuotas, dosis de su propio veneno: el miedo. El vecino alerta es un consumidor asediado por fantasmas. Fantasmas a la altura de sus miedos. Miedos que se trasmiten de generación en generación, que se van haciendo cada vez más grandes, ingobernables.

En definitiva, la cultura de la prevención es el Caballo de Troya de la policía y la vecinocracia: deja la puerta abierta a la violencia policial y el linchamiento social. El prudencialismo, el fetichismo de la prevención, le agrega violencia a la vida cotidiana. No sólo cuando ostenta la parafernalia que fortifica el lujo que fue acumulando. También porque desata impulsos de venganza, llenos de furia que lo llevarán a apuntar con el dedo en el gatillo o a formar parte de la turba iracunda. •

Bibliografía citada

Ferrer, Christian; El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo. Buenos Aires, Ediciones Godot, 2011.

Garriga Zucal, José; El inadmisible encanto de la violencia. Policías y barras en una comparación antropológica. Buenos Aires, Cazadores de Tormenta, 2015.

O’Malley, Pat; Riesgo, neoliberalismo y justicia penal. Buenos Aires, Ad-Hoc, 2006.

Pitch, Tamar; La sociedad de la prevención. Buenos Aires, Ad-Hoc, 2009.

Young, Jock; El vértigo de la modernidad tardía. Buenos Aires, Didot, 2012.

* Esteban Rodríguez Alzueta, Docente e investigador (UNLP / UNQ) .