Las conurbanas

Acostumbrados a repetir una y otra vez nuestra historia nos encontramos en un punto al que no queríamos volver. Una nueva crisis económica nos atraviesa. Actualmente, como antes también, miles de mujeres de los barrios más humildes de nuestro país, se organizan para resolver lo que el Estado no brindará. Otra vez ofrecerán su casa, su tiempo y su amor. Nadie niega el protagonismo de las mujeres y su importancia en la organización popular en épocas de crisis. Pero su voz difícilmente sea escuchada en los ámbitos políticos. Difícilmente sea una mujer la síntesis política de su obra. O al menos así ha sido hasta ahora.

Liliana se hizo cargo de sus nietos, hijos de su hija adicta a las drogas, a quienes salvó de un incendio. Ella va y viene en su humilde patio. Su vivienda como tantas de los sectores populares, se van extendiendo según las necesidades y como se puede. Y de una nueva necesidad se extiende un nuevo alero. Este cobija unos bancos de madera, allí también se improvisan mesas, con telas prolijas que hacen de mantel. De a poco van llegando los niños y las niñas del barrio Casasco de Moreno. Hace mucho frío, sin embargo se ven pies descalzos. Un trozo de pan casero y un jarro de mate cocido es la merienda del día. Liliana esta desprovista de todo. Pero su solidaridad está intacta. Ella no se va a preocupar solo en resolver la alimentación de sus nietos. Sabe que los niños de su barrio no comen. ¿Y como lo sabe? Lo sabe porque se lo dicen. –Liliana, tenemos hambre, queremos comida. Es por esta razón que al terminar la merienda se inicia un fogón en el patio. A leña y fuego se improvisa un guiso, habrá algo caliente para la noche, compró unos menudos de pollo con su dinero.

La historia de Liliana se repite en todo el país, y contiene la memoria de todas las últimas crisis económicas.

Zulma Gil, vive en Haras Trujui, su cuerpo frágil es testigo de las luchas en las tomas de tierra. De muy joven dirigió la ocupación de su barrio. La mayoría madres solteras, muy jóvenes con hijos pequeños. Se enfrentaron solas a la policía, fueron desalojadas una y otra vez. Porque ellas insistían, porque no tenían otra opción. Hasta que la policía no quiso desalojarlas más. Todos esos días conviviendo con ellas, entre chapas, nylon, cartón y lluvia, fueron suficientes. Terminaron admirándolas. Se negaron a seguir corriéndolas. Hoy después de tantos años, las volvió a juntar la crisis. Las mujeres del barrio confían en Zulma. Sueñan con terminar de armar el Centro Cultural, hacen mermeladas caceras y brindan la comida del día. Ahora siguen las hijas y las nietas. Ellas son conocidas como las guapas de Trujui, están construyendo a pala y maza la sede propia. Por supuesto, Zulma brinda su humilde vivienda, ella va y viene de su pequeño vivero. Allí cultiva plantas medicinales y las vende en una feria. Sobrevive con su pensión por discapacidad y sus yuyos. Esta vez les dijo a sus compañeras que también había que militar en política. Participa de un movimiento social y por primera vez en su larga militancia estuvo en una lista. Es activista en los movimientos de mujeres.

Helena Toribio hace unos años se hizo cargo del Poyi, el Poyi es un centro cultural que lleva el nombre de su fallecido suegro. Hace un tiempo quedó viuda, su pareja nunca superó la muerte del padre, y cayó en las drogas. En una rencilla de barrio, sin sentido, fue asesinado también. Ella sigue con sus dos pequeños hijos. Es de noche en el barrio Ayelén, los y las jóvenes del lugar están estrenado un nuevo salón. Que será de uso exclusivo para el desarrollo de sus actividades. Se juntan todos los viernes a cocinar. Serán unos treinta jóvenes. Antes de cenar, hacen un taller con Mariana y Leo. Mariana es psicóloga social y tiene una amplia experiencia en el tratamiento de adicciones. Leo hace tres meses recibió el alta, está limpio, dejó atrás las drogas y quiere ayudar a otros. Están todos atentos escuchando un cuento que habla de la tristeza y de las broncas. Opinan, se ríen, hablan de sus broncas. Helena trae los canelones calentitos, la acompañan sus hijos. Todo transcurre en ambiente tranquilo, de escucha y se percibe en el ambiente un amor profundo. Helena comparte con ellos todas las tardes de su vida. Y salen juntos en los carnavales con su murga Los Derechos Torcidos, al canto de “baila torcido, baila”.

Soy Mariel Fernández me crie en un barrio humilde de la localidad de Cuartel V en Moreno, atravesé con mi comunidad muchas crisis económicas. Tuve la oportunidad de crecer entre enormes mujeres, las doñas de mi barrio. También me tocó comer en un comedor de niña en 1989. Mi ángel de la guarda se llamaba Ana González una mujer muy joven, con varios hijos. Su vivienda era una pequeña casilla. Cocinaba a leña y había cerrado un sector de su patio con palos y nylon para que no pasáramos frío. Por lo general iba con mi hermana a retirar la comida, la llevábamos a casa y la colocábamos en una olla. Para que mi hermano más pequeño comiera, mi mamá le decía que había cocinado ella. Pero siempre nos descubría, porque el olor a leña era inconfundible. La señora Ana no tenía un carácter fuerte. Mas bien era bondadosa y sensible. Era bien morocha, bajita y tenía una hermosa sonrisa. Pero no solo fue un comedor su hogar, fue un lugar de encuentro, de cuidado, de amorosidad. Recuerdo haber festejado el 25 de mayo en su casa, nos habían enseñado a bailar chamamé. Estuvimos ensayando varios días, y organizándonos para conseguir la ropa de paisanos y paisanas para todos. La presentación era algo muy importante, se había invitado a las familias a participar. Ese día por primera vez usé maquillaje, me pintó una sobrina de la dueña de casa. Me puse algo triste porque mi familia llegó tarde y no pudo ver mi presentación. Para mí era más significativo que un acto escolar. La sensación de haber hecho algo juntos con mis amigos y amigas del barrio, en momentos tan difíciles, me daba cierta responsabilidad. Estábamos solos, no había Estado, no había institución. Y existía un solo objetivo diario del que los más pequeños éramos totalmente conscientes. Resolver la comida del día.

Crecer en el conurbano tiene sus desafíos, el sistema propone marginalidad y carencias.

Hicimos lo posible por resignificar nuestras historias. Más aún cuando fuimos conscientes de que el sistema te despoja de todo, pero a su vez es tan perverso que también te declara culpable.

Y se repiten latiguillos sin mayores reflexiones, que merecerían varias denuncias en el INADI.

Por eso en esta nueva página de la historia de nuestros barrios, desde este rincón del mundo, que conocieron comadres y mujeres como Ana González. Seguimos escribiendo y aprendiendo.

Supimos que nadie lucha por lo que no ama.

Supimos que teníamos que amar profundamente lo que éramos, y no aspirar ser otra cosa que nosotros mismos. Porque eso era muy importante. Y también ahí había belleza.

Que era importante la política para nuestra vida, que nos reivindicábamos como clase trabajadora, que había luchado y conquistado derechos.

Aprender a mirar y buscar la belleza a pesar de todo. Encontrar los paisajes en algún horizonte. Encontrar el paisaje también en la gente, y en sus historias.

San Norberto, es un pequeño barrio de siete manzanas, rodeado de campo y de otros barrios alguna vez mayoritariamente obreros. La desocupación fue modificando nuestras formas de relacionarnos, pasamos de la paz del hombre y la mujer del interior, al no tan pacífico conurbano.

Aquí estamos las del comedor de Ana, y las que fueron al comedor de las comadres. Algunas gringas de panza verde, otras morenas santiagueñas, sumadas a las de sangre guaraní de este y el otro lado de la frontera. Dándole una vuelta a estas experiencias vividas. Orgullosas y amantes de la historia de lucha de nuestro pueblo. Somos de la clase trabajadora y feministas. Somos del feminismo comunitario, que es ancestral. Aprendido de las mujeronas que nos alimentaron y abrazaron.

Hicimos de todo, centros culturales, un terciario, construimos viviendas, formamos promotoras de salud, armamos la recicladora, militamos en política. Estamos aquí y allá también. Cómo no quererlas, alimentaron nuestras neuronas. Mis amadas compañeras, tomamos la posta una vez más, acá estamos las conurbanas, las que no nos rendimos!

Nuestra sociedad nos tiene los lugares reservados, para las mujeres será el sacrificio, el cuidado y lo público será solo en su círculo. Sin embargo, la intelectualidad, la participación política y los cargos públicos serán para los hombres. Pero esta vez hay algo diferente. Hay una experiencia acumulada y las mujeres ya no son las mismas, el feminismo se fue instalando como práctica política. Quizás no de la misma manera, ya que se expresa de formas diferentes en las distintas capas sociales. En un contexto de desigualdad, ser mujer y además ser pobre es doblemente desigual. Yo quiero reivindicar las prácticas de las mujeres de los sectores populares en un mundo tan deshumanizado. Reivindico todos sus valores, el amor, el cuidado, su preocupación porque todos coman. Al mismo tiempo el humor, la risa a carcajadas y desprejuiciada. A la vez los eternos abrazos, las lágrimas y los empujones necesarios para seguir caminando. Y no se trata de dejar roles para asumir otros, se trata de que esto tan valioso sea asumido también por los hombres. Porque en esas prácticas hay saberes que sanan. Y esto incluye a la política y a la función pública. Que una mujer sea la expresión política de un proceso construido por mujeres, sería lo justo. Es además una necesidad, se acabarían los debates en abstracto. Tendríamos políticas públicas más certeras. Existe en estas mujeres un feminismo comunitario. Poner en discusión los lugares que nos fueron negados es un camino liberador, pero a su vez doloroso. Por todo lo que falta y por ser cada vez más consciente de las diferencias de oportunidades que existen por ser mujer. Habrá que animarse cada vez más, habrá que ceder cada vez más. Porque no se puede resolver la injusticia social sin superar la desigualdad de género. •

 

* Mariel Fernández, Dirigente Social. Secretariado Nacional Movimiento Evita.