La villa y la SIAM, una crónica del país en dos orillas

Fue el 13 de febrero de 1904 cuando el Boletín Oficial anunció la decisión: se había aprobado por fin la construcción de un puente de 64,400 metros de largo que facilitaría la conexión entre Barracas y Avellaneda. Hopkins y Gardom sería la empresa encargada después de la rescisión del contrato con American Cement Construction. Recién doce años y diecisiete días más tarde llegaría la gran inauguración. Cuando aún restaban siete meses de gobierno conservador al entonces presidente que le daría nombre –hasta el día de hoy– al gran puente anaranjado de acero: Victorino de la Plaza.

Nexo imprescindible entre capital y provincia.

Los carruajes de aquella Argentina aluvial y de contrastes ríspidos y amargos paseaban de un lado al otro, sin grandes alarmas, a los señores de entonces. Era impensable aún el hormigueo incesante de este presente en que las varias líneas de transporte urbano, los miles y miles de autos y, hasta hace muy poco, los pesados camiones de varios ejes, sobresaltan –sólo en apariencia– los tirantes y el piso.

El puente Victorino de la Plaza oficia de conector y estrado panorámico desde el que, con los ojos puestos en el Oeste, aparecerá una radiografía microscópica de la historia. Hacia la derecha, la Villa 21-24. Hacia la izquierda, osamentas oxidadas y desprovistas de latidos y savia de buena parte de la industria nacional. Como un espejo en el que no será fácil reflejarse. Quién querría, después de todo.

Encarar el camino de sirga, que ostenta desde la entrada misma el ampuloso nombre de Paseo de Integración Latinoamericana, significa hacer pie en un túnel de los tiempos que atraviesa con la celeridad de una saeta las infinitas crisis que tajearon al país. La del 29, las del posfrondicismo, las de las múltiples dictaduras. Pero, sobre todo, y sin resquicio para la duda, el plan pergeñado por José Alfredo Martínez de Hoz y perfeccionado con maestría por el bisturí de Carlos Saúl Menem.

Las espaldas del hipermercado Makro bordean la silueta sinuosa que dibujará el Riachuelo rumbo al Oeste. Ignorantes del suicidio, unos tres años atrás, del magnate alemán Otto Beisheim, uno de los fundadores del grupo económico. A los 89 años, le acababan de diagnosticar una enfermedad que ni siquiera podría curar con los 66.700 millones de euros de facturación de su firma durante todo 2012.

A lo largo de más de un siglo multifacético y convulsionado se fue construyendo una identidad clara y potente que luego fue destruida para domiciliar fantasmas que deambulan hoscamente por el lugar. Y que provocaron –prepotentes y despóticos- la tragedia de dos orillas.

Perfiles de ayer

Hubo un tiempo, cuando el siglo XIX cabalgaba sobre las hondonadas de su fin, en que “la industria prototípica en el Riachuelo era la frigorífica”. Así lo describe Graciela Silvestri en “El color del río”, que además bosqueja cómo el campo irrumpe en la ciudad con actividades derivadas: chancherías, fábricas de grasa y velas, curtiembres “que nunca abandonaron la orilla provincial”; silos, molinos, fábricas de aceite pero también metalmecánicas que fabricaban alambre de púa o, incluso, “las textiles dedicadas a la fabricación de ponchos, alpargatas y pertrechos militares”. Esa vieja Avellaneda palpitaba entre saladeros y poderosos frigoríficos de carnes del país: La Negra, el Argentino, la Blanca y el Anglo. Hoy, algunos pocos emprendimientos subsisten como fábricas recuperadas con escasas decenas de obreros y otros, como La Negra, son apenas un mural entre los laterales olvidados de la Estación de Trenes Darío y Maxi. En el sitial de privilegio de La Negra, con espaldas a puerto propio, se alzó en los días de pizza con champán el primer shopping center del país: 98 locales, una granja con animales, pista de patinaje y un boliche bailable llamado Soho. Algunos años más tarde, el 10 de enero de 1997, cedía el lugar al hipermercado Carrefour.

Casi un siglo después del florecimiento de los frigoríficos, de un lado irrumpen las montañas de lodo envenenado por metales pesados, basuras cotidianas, mugre vieja, doméstica e industrial, que hoy sostienen a endebles casitas de chapa y lona, madera y viejos restos de neumáticos con techos sustentados por un par de fierros oxidados. Es la villa 21-24, arrinconada en la frontera sur de Barracas, ahí donde el cielo supo hacer “más azul y más dulzón el canto del barco italiano”.

Del otro lado, allí donde los chicos de la villa pugnan por llegar cuando juegan a hacer sapitos sobre el agua oscura y muerta del Riachuelo, se alzan los esqueletos derruidos de lo que alguna vez fue eso que llaman progreso: Avellaneda, vieja patria de curtiembres, frigoríficos y anarquistas.

Fare l’America

Torcuato tenía apenas 13 años cuando llegó a la Argentina. Zarpó como tantos con el sueño de “fare l’America” desde su Capracotta natal, en Italia central. Pisó suelo argentino en los días en que Hipólito Yrigoyen lideraba la revolución de 1905 contra los conservadores y reclamaba elecciones libres y democráticas.

Era ese otro país que se veía a sí mismo exultante y voraz sin imaginar, siquiera, que sería sepultado bajo montañas de frustraciones en las décadas subsiguientes. Aquella en la que irrumpió el joven inmigrante italiano era la Argentina agroexportadora en la que arrojar una semilla al viento era certeza de abundancia. Y con 18 años ya cumplidos, Torcuato –que era Di Tella– preguntó a su amigo Guido Allegrucci: “¿Puede usted fabricar una máquina amasadora de pan superior a las importadas?”.

Es que –relata el investigador Marcelo Rougier a esta cronista– “hay una legislación hacia 1910 en la ciudad de Buenos Aires que determinaba que el pan tenía que amasarse en forma mecánica. Di Tella y Allegrucci desarrollan esa máquina que empiezan a proveer a las panaderías. Es un pequeño taller que tiene mucho éxito”.

Ahí están los orígenes de SIAM (Sección Industrial Amasadoras Mecánicas) que ostentó con el correr de la historia uno de los lugares de liderazgo más potentes de la industria latinoamericana. Con 15.000 obreros, 30 plantas y sedes en Brasil, Chile y Uruguay.

“En la década del 10, arrancan con las amasadoras mecánicas. En la del 20, cuando se crea YPF, Di Tella la empieza a abastecer de surtidores de combustible, a partir de sus vínculos con Mosconi. Más adelante, inicia la producción de heladeras de tipo comercial y después de los años 40, heladeras domésticas. Para ese entonces estaba plenamente jugando con el mercado. Está en un mercado novedoso que acompaña con lavarropas y que coincide en términos de expansión, con la multiplicación del consumo, el incremento de los salarios durante la guerra y mucho más con el peronismo”, detalla Rougier.

Sobrevendrán entonces la instalación de la planta SIAT, para la fabricación de tubos y el abastecimiento a gasoductos de YPF y de Gas del Estado. Y luego, la gran industria automotriz que representó –mientras el sueño siguió en pie- el auto nacional por excelencia. Entre todos los modelos (Siam Di Tella 1500, Pick Up Argenta y Siam Magnette 1622) se alcanzaron a producir algo menos de 65.000 unidades. “El mercado de automóviles es muy exitososo inicialmente pero luego se instalan en el país las grandes empresas americanas y barren a Siam del mercado. Quedan como un nicho, los taxis Siam Di Tella. Son el emblema del auto nacional pero, en realidad, no pueden competir”, explica Marcelo Rougier.

Hacia los 60, Siam acumulaba sobreexpansiones, deudas y problemas de mercado. “Así empieza un proceso de negociación con el Estado y de obtención de créditos; deja de pagar los impuestos para financiarse. Y si bien el Estado le da crédito y trata de sostenerla tampoco le da dinero suficiente como para reestructurarla completamente. Finalmente, el Estado se queda con la empresa”, cuenta el historiador. La privatización se definiría en 1977 pero recién se concreta durante el alfonsinismo, después del desguace. Techint se quedó con la planta de tubos SIAT, en Valentín Alsina; Pérez Companc con una fábrica de San Justo; Aurora Grundig con las plantas de Avellaneda y de Tierra del Fuego.

El herrero de Mburucuyá

En las puertas de la vieja Siam, remodelada y recientemente inaugurada, el camino de sirga empieza a poblarse de temblorosos y nacientes árboles. Del otro lado del Riachuelo, vive Moisés Vallejos. Para todos, en la villa, “Pepe, el herrero”.

“Soy nacido en Mburucuyá, provincia de Corrientes”, cuenta Pepe. Llegó un año antes de que Jorge Rafael Videla firmara la orden definitiva para la erradicación de las villas.

“Mirá… ésa que está allá del otro lado, abandonada, era Gurmendi”, señala Pepe. Es un viaje en el tiempo al que conducen las manos del herrero, testigo visual de los años del derrumbe que hundió en el sin trabajo a más de 1200 obreros de una de las acerías fundamentales del país. Como en una balanza desequilibrada, las industrias caían en picada mientras la villa crecía. “En el noventa y pico la gente cruzaba el Riachuelo por aquel puente y volvía con lavarropas o heladeras. Era en el tiempo en que había quebrado Aurora”.

Fue hacia mediados de la década del 90 en que el avance del neoliberalismo y los procesos de pauperización, fueron desnudando nuevos escenarios. Aurora Grundig acumuló una deuda de 180 millones de pesos y los 650 obreros dejaron de cobrar sus salarios. Hacia 1996 se gestó la semilla de lo que en mayo de 1997 se transformaría en CIAM (Cooperativa Industrial Argentina Metalúrgica Julián Moreno).

La pochoneta

Ninguno de los tres hombres supera los 30 años. Están despatarrados sobre la angosta veredita de baldosas amarillas. Hablan entre ellos como si no hubiera vida más allá. Tienen ropa de grafa y simplemente esperan a que los llamen. El ingreso al predio fabril es un portón metálico corredizo. Una empresa de seguridad obstruye el paso a los curiosos. Algunos metros hacia adentro se eleva la estatua del padre fundador.

Aquel visionario que con apenas 18 años pudo vislumbrar que el futuro estaría atado a la producción de amasadoras de pan: Torcuato Di Tella. Que murió, en 1948, cuando su mimada SIAM atravesaba el máximo esplendor. Recién iniciaban la fabricación de las míticas Siambretta, motonetas nacidas del acuerdo entre SIAM y Lambretta, la firma italiana de Fernandino Innocenti que desde Milán había impuesto un modelo de scooter en los inicios de 1940. “La moto para que el trabajador vaya de casa al trabajo y de trabajo a casa”, cuentan que decía Juan Domingo Perón, que acababa de recibir algunas decenas de motos de manos de Torcuato Sozio, sobrino de Di Tella que se hizo cargo de la firma después de la muerte del fundador. Los diarios de octubre de 1954 mostrarían a Perón conduciendo las que por un tiempo serían conocidas como “las pochonetas”.

Ese episodio sería uno de los detonantes –describe el historiador Marcelo Rougier- de la investigación que la Revolución Libertadora establecería sobre SIAM. “Mucho tiene que ver con el contrato de importación de motocicletas en convenio con (Fernandino) Innocenti, que va a ser objeto de discusión y crítica por el compromiso de algunos funcionarios. Y una de las cuestiones que observan tiene que ver con la vinculación de Torcuato Sozio con Jorge Antonio”, aduce Rougier.

Se trataba de Jorge Antún Squen, el verdadero nombre de ese hombre de origen sirio, que llegó a coordinar el Primer Plan Quinquenal; que ocupó puestos de poder en Aguirre Mastro y Compañía, representante de General Motors y Mercedes Benz; que tuvo estrechísimo vínculo con el general Perón pero que reconocería que “Carlos Menem, su amigo, estaba dotado, desde su punto de vista, de una sensibilidad mucho más desarrollada que la del creador del Partido Justicialista”, describió la periodista Susana Viau, en Página 12. La lupa de la Libertadora sobre SIAM irá corriéndose hasta desaparecer en 1958.

Fue justamente durante el gobierno del “amigo” de Jorge Antonio que la vieja SIAM se transforma en CIAM, una cooperativa con 100 obreros pero con capacidad para dar trabajo a 5000, como definió años atrás el economista Jorge Schvarzer.

De las cenizas

A horas del 1 de mayo de 2014 CFK hablaría desde un escenario montado en el corazón productivo de la actual SIAM de 600 nuevos puestos de trabajo y de una inversión que prometía pujanzas. A escasos metros, la pobreza más honda sigue erigiéndose como amenaza.

Ya desde septiembre del año anterior el mural sobre los laterales de la planta prometía futuro de la mano de un pedazo de nostalgia. Azules, rojos, amarillos ensamblan la figura prototípica del obrero de los años 50 rodeado de los objetos de la modernidad de aquellos días: una moto Siambretta, la heladera, el lavarropas, un ventilador de pie y el legendario Siam Di Tella. Símbolos de aquel perimido Estado de Bienestar que tenía en la empresa SIAM el emblema de una industria nacional que se ocupaba de sus trabajadores como la gran familia del modelo paternalista fabril.

Frente al ingreso de SIAM, cruzando la angosta calle asfaltada, se erige una alegoría de la posguerra. Una vieja estructura de aberturas vacías cobija pastos altos y desechos de una historia que ya fue. En las alturas se alcanza a leer Hornos Weiss, con letras grabadas sobre un muro salpicado de vejez y olvido.

En diagonal con la entrada, la fisonomía de la construcción se desviste de prolijidad y descubre ante los ojos, entre fatigas y descuido, el pequeño villorio que lleva el nombre de Villa El Fortín. La bienvenida llega de la mano de una casucha que deslumbra con el rojo furioso de la veneración al Gauchito Gil. Pañuelos, velas encendidas, un pucho que se consume en su propio ardor y el ruego que se agradece con una diminuta copa repleta de un licor que nadie, jamás, se atrevería a tomar.

Piezas convexas

La biografía del Riachuelo se construyó entre sinuosidades y vaivenes con los retazos de historia que le fueron dejando lesiones y úlceras en su dermis. Un puzzle feroz y malparido quedó como paisaje urbano partido en dos por las aguas oscuras y envenenadas nacidas como afluentes del Río de la Plata. Décadas enteras de vida doméstica e industrial desgajaron sus despojos y sus venenos que se hunden o flotan como parte de ese teatro de exterminios.

Esos dos mundos, paralelos al Riachuelo, conviven como piezas convexas que ya resultan imprescindibles e indivisibles una de la otra.

La miseria que se erige en las orillas, sobre la 21-24, desnuda una geografía del encierro en la que será fácil entrar pero de la que no resultará simple salir. Esa suerte de “permanecer a la intemperie del mundo, del otro lado del espejo, en un calabozo de castigo cuyas paredes lindan con la nada”, definía el sociólogo Alberto Morlachetti, desde Fundación Pelota de Trapo.

Esas mismas leyes de mercado que provocaron, por décadas, la explosión poblacional de la villa, son las que, del otro lado de las aguas inyectaron un baño de abandono y exterminio sobre las otrora pujantes fábricas.

Como un sino fatal e inexorable, al tiempo que las industrias se derruían y se transformaban en espectros marginales la villa se iba solidificando y adquiriendo las dimensiones de un mundo con latidos y ritmos propios.

Como una promesa germinal, SIAM ofreció la quimera de un renacimiento que, sin embargo, no devolverá ni el Estado de Bienestar ni el espejismo de un país que ya no existe hace demasiado tiempo. SIAM, acechada hoy por los despidos es, a su manera, el símbolo de la frustración de un sueño. La gran metáfora política y socioeconómica de estos tiempos en la que ya no podrán domiciliarse los eternos innominados de la Historia. •

Claudia Rafael: Periodista. Agencia de Noticias Pelota de Trapo (APE).