Terror, reparación y desamparo. El Estado de la discusión en Argentina
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El Estado de terror
En nuestro país, el plan sistemático de represión y desaparición instaurado por la dictadura cívico-militar hacia mediados de los años 70, se valió de todas las herramientas del aparato estatal (militares, institucionales, jurídicas, educativas, comunicacionales, culturales) para infligir un golpe letal en el corazón de los cuerpos hospitalarios, de las solidaridades populares, de las más arraigadas “estructuras de sentimiento”, de las más diversas formas de la “militancia” y los abrazos reparadores.
Demoler todo vínculo común como exigencia ineludible de un saqueo (material y simbólico) de inéditas proporciones. El genocidio de los setentas consistió en instrumentar una sangrienta maquinaria obsesionada en la persecución, el asesinato y/o la desaparición de un “núcleo duro” de espíritus críticos, líderes populares y manifestaciones plebeyas. El Estado devino diabólico andamiaje criminal, un arma asesina dispuesta a exterminar todo atisbo comunitario, todo gesto cooperativo u organizativo, todo léxico libertario. Contra esta lógica estatalista del terror debió lidiar el gobierno de la “transición democrática”, cuyos explícitos objetivos fueron la recuperación/reconstrucción de la institucionalidad republicana, y la generación de amplios consensos de gobernabilidad. Por entonces, ninguna remisión al Estado lograba eludir la rememoración del horror; y justamente por ello, toda la discusión sobre la reconstrucción democrática (y sobre los significados de la democracia) se contentaba con poner el foco en las “libertades individuales” otrora violentadas por el Estado dictatorial. De este modo, la democracia solo podía ser pensada como la conquista de la libertad en los términos (“negativos”) en que la entendía la tradición liberal (es decir, como la moderna “libertad liberal”, como el principio de la “no interferencia”, como la exigencia de que ningún otro se entrometa en las acciones individuales de cada uno). Esta “fobia antiestatalista” se conjugó con la encendida defensa de una institucionalidad democrática (“formal”) reticente a cualquier ampliación (“sustancial”) hacia dominios sociales, económicos o culturales. Así, “la transición democrática” se condenó a pensar la política, no a partir de una hipótesis agonista (momento conflictivo que era preciso conjurar) sino, meramente, como un policial “reparto de lo sensible”.
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El Estado como agente del despilfarro irresponsable
Fue necesaria la manipulación tanto del recuerdo persistente de los años del terror, como de la omnipresente amenaza inflacionaria. Un pueblo temeroso y castigado suele ser más receptivo a la pretendida necesidad del sacrificio que a las heroicas dignidades de la resistencia.
Si en los años ochenta, el aparato estatal siguió estando asociado a las violencias coactivas que interferían sobre las libertades individuales (negativas), en la década siguiente, el discurso dominante (de explícito y orgulloso sesgo neoliberal) prefirió presentarlo como un gigante y temible Leviatán que no solo obturaba los flujos del capital (libres “por naturaleza”), sino que, además, se esmeraba en expandir el gasto de un modo irresponsable, en despilfarrar los fondos que había acumulado mediante imposiciones distorsivas (“anti-naturales”). La “cirugía mayor sin anestesia” que el menemismo se había propuesto instrumentar (en sintonía con las recetas del Consenso de Washington)1 exigía un doble movimiento por parte del andamiaje administrativo: por un lado, el Estado debía “retirarse” de aquellas instancias de control y regulación que impedían la libre circulación mercantil (desde los albores del liberalismo, las metáforas “organicistas” se han convertido en un recurso sumamente eficaz); por el otro, disponía todo su arsenal jurídico y burocrático al servicio de la optimización de la renta y las ganancias del capital concentrado: despidos y flexibilización laboral para bajar los costos, ajustes salariales y apertura indiscriminada del comercio para alentar las inversiones, desmantelamiento de las estructuras gremiales y confiscación de los derechos laborales para ofrecerles “seguridad jurídica” a los inversores. Para ello, fue necesaria la manipulación tanto del recuerdo persistente de los años del terror, como de la omnipresente amenaza inflacionaria. Un pueblo temeroso y castigado suele ser más receptivo a la pretendida necesidad del sacrificio que a las heroicas dignidades de la resistencia. Pero además, resultó inestimable el auxilio de los léxicos posmodernos: apertura, flexibilidad, relajamiento, debilidad, “liberación”, privatización (de lo público), pragmatismo antipolítico y desideologizado, para tornar digeribles los tecnicismos economicistas que solo podían augurar cirugías descarnadas y sacrificios corporales. Lo que se abre, en los 90, es el ingreso de artículos importados y de divisas extranjeras por la vía del endeudamiento, lo que se flexibiliza es la mano de obra, los que se relajan son los controles estatales y las exigencias tributarias, lo que se debilita es la organización colectiva, lo que se libera es el mercado de los bienes y las finanzas, las que se privatizan son las empresas públicas, lo que se torna pragmático es el “obsoleto” relato (a la vez político y promisorio-trascendente) de la emancipación. El Estado de los noventa se retiraba de las instancias intervencionistas orientadas al amparo de los más desprotegidos a medida que intervenía activamente en el armado de una férrea cobertura jurídica y legislativa para facilitar, proteger y garantizar la “salud” de las inversiones. Claro que este último movimiento “intervencionista” no se presentaba como una estrategia confiscatoria sino, por el contrario, como una instancia facilitadora del libre juego del capital. Para decirlo de otro modo: el sacrificio y el saqueo de “la parte de los que no tienen parte” (Rancière) era traducido, gracias a la “magia mediática”, como la panacea de la libertad, la apertura y la flexibilidad.
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La política (de la multitud) contra el Estado
A pesar de la reelección lograda por el entonces presidente Menem a mediados de la década del noventa, el retiro intervencionista del Estado (cuya inherente misión “protectora” se tradujo como “intro-misión irresponsable”) aceleró el descontento y la conflictividad social. Los silencios legislativos, la alianza con las mafias judiciales, la cooptación de los dirigentes sindicales y las obscenas complicidades mediáticas, contribuyeron a crear un clima de indefensión y asfixia colectivas. El gobierno de la Alianza que asumió en diciembre de 1999, muy lejos de restañar las heridas y de inaugurar un tiempo de reparación, no hizo más que agilizar los mecanismos expoliadores y agravar, de un modo vertiginoso, las consecuencias del régimen saqueador. Finalmente, las diversas experiencias resistentes (movimientos sociales, culturales, piqueteros, autonomistas, cooperativistas, feministas, etc.) lograron confluir en las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001. Acabó por imponerse un espíritu anómico reticente a las lógicas ordenancistas y a cualquier estrategia representativa. Una vez más, el Estado mostraba su rostro menos amigable para las multitudes plebeyas condenadas a ser el pato de la boda. El fenómeno insurgente estuvo coronado por un clima horizontalista y asambleario y por una política antiestatalista (reactiva frente a un Estado que administraba la pobreza al tiempo que desregulaba la riqueza) radicalmente crítica de los gestos y los lenguajes delegativos.
Autores como Toni Negri, Michael Hardt o Paolo Virno, cuyas obras (especialmente Imperio y Gramática de la multitud) acababan de conmocionar a la tradición del pensamiento emancipatorio y a buena parte de los reductos académicos europeos, creyeron ver en dichas rebeliones, la expresión más contundente de lo que ellos denominaron “política de la multitud”. Para esta mirada, la Argentina de 2001 se había convertido en el laboratorio de una experiencia en que la nómade potencia multitudinaria desafiaba, enhorabuena, las derivas privatistas del capital, y a la vez, las metodologías orgánicas y representativas de la burocracia estatal. Las multitudes argentinas estaban ensayando un éxodo (desobediencia) respecto de la esfera de apropiación (privada) del capital y del ámbito (público) que organiza y legaliza dicha expropiación, y constituyendo, en este mismo gesto, una actividad, una disposición y una vida común en tanto vía alternativa y antagonista de la gestión (privada o pública) del capital.
Con una contundencia arrolladora, el régimen neoliberal había desgarrado el tejido social mediante la acción combinada de un capital financiero liberado de las trabas protectoras y de un Estado que (autoeximido de la tarea distributiva y reparadora) diseñaba nuevas “reglas de juego”, nuevas artes de gobierno (a la vez flexibles y securitarias) para garantizar una transferencia de recursos extraordinaria. Claro que estas operaciones apropiadoras no hubiesen logrado semejante eficacia sin el auxilio planificado de una omnipotente maquinaria (estatal, para-estatal o privada) productora de subjetividades complacientes, serviles e incluso gozosas. En el contexto de las rebeldías anárquicas, no debiera extrañarnos que las “ontologías políticas” (Negri, Rancière, Badiou) erigidas “contra”, “a distancia” o “más allá” del Estado, hayan inundado los debates políticos, intelectuales y académicos en nuestras comunidades desoladas.
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El Estado reparador y la gramática plebeya
Ciertamente, los fervores espontaneístas, los espíritus asamblearios y los movimientos sociales suelen ser imprescindibles para propiciar derivas caóticas, de-constructivas, di-seminadoras, des-totalizantes, constituyentes.
Ciertamente, los fervores espontaneístas, los espíritus asamblearios y los movimientos sociales suelen ser imprescindibles para propiciar derivas caóticas, de-constructivas, di-seminadoras, des-totalizantes, constituyentes. Pero también resulta un hecho ineludible que ninguna sociedad puede siquiera insinuarse como tal sin la organización de ciertos consensos comunitarios, sin la institucionalización de mínimos acuerdos, anclajes, previsiones y garantías. Como suele decir Jorge Alemán: sin la institución, el acto instituyente no puede más que evaporarse. A pesar de los deseos libertarios, ninguna vida-actividad común puede sostenerse “a distancia” de los conflictos y los antagonismos “realmente existentes”, en el evanescente escenario (no-lugar) desterritorializado del nomadismo y el éxodo desobediente.
Si los temblores de la insurgencia popular parecían confirmar los pronósticos de los más optimistas teóricos de la autonomía, las urgencias reparadoras de una sociedad diezmada por el huracán neoliberal anunciaban una época-otra de reconstrucción y recuperación de las dignidades avasalladas. Y entonces, lo que retornó en este tiempo de plebeyas exigencias “sanitarias” e inclusivas, fue un renovado combate no solo relativo a las tareas y funciones del Estado, sino también respecto de los conceptos de Estado y estatalidad. En virtud de las consecuencias devastadoras de ese doble movimiento del estatismo noventista (retiro desregulador e intervención flexibilizadora), el Estado (ya como “materialidad” institucional, ya como idea colectiva) volvió a ocupar el “campo de batalla”. Y con él también regresaron (aunque renovados) los debates ochentistas sobre los sentidos de la democracia.
Álvaro García Linera prefiere definir al Estado como una relación de lucha (social), de institucionalidad (política) y de consenso (moral). En Bolivia (en mayor medida que en nuestro país), la administración estatal con-vivió con los reclamos de diversos movimientos sociales bien organizados y movilizados. Tal como señala el autor de La potencia plebeya, el “secreto” de una gestión exitosa capaz de consolidar las transformaciones sociales es asumir y vivir aquellas discordias como tensiones creativas, evitando la tentación de una recaída tanto en un estatalismo desenfadado como en un autonomismo ingenuo e inerte a la hora de confrontar con los poderes corporativos. Para superar esa instancia crucial que este intelectual boliviano denomina “empate catastrófico” (la disputa entre el cuestionado orden dominante y el nuevo “bloque político” antagónico) es necesaria la emergencia de movimientos sociales, organizaciones autónomas y poderes constituyentes, pero también el re-ordenamiento de la estructura social, es decir, el “momento jacobino” en que dicha reconversión (signada por nuevos derechos y antiguas reivindicaciones) se promueve, diseña y garantiza en y desde la “materialidad institucional” de una compleja y novedosa relación estatal.
Tal como afirma Eduardo Rinesi: “cuando el centro de nuestras preocupaciones se desliza del problema de las libertades al de los derechos, el Estado aparece en el centro de la escena. Porque se vuelve evidente, para todo el mundo que es solo gracias al Estado y en la medida en que hay Estado que podemos tener y ver garantizados los derechos que nos asisten y de los que nos gusta pensarnos como sujetos. Que no es contra el Estado sino en el Estado y por medio del Estado que esos derechos pueden verse garantizados y satisfechos”2. Justamente por ello, no es casual que los dos gobiernos populares que aún conservan consensos mayoritarios, tras una etapa de acelerada transformación social, sean aquellos que lograron reformar sus respectivas constituciones: los de Bolivia y Ecuador. No se trata, de ningún modo –tal como continúa diciendo Rinesi– “de abandonar el antiestatalismo ingenuo de los 80 y los 90 para correr a abrazar un estatalismo simétricamente candoroso: sabemos demasiado bien que el Estado es también una gran máquina de disciplinar, de reprimir y de violar sistemáticamente (en sus comisarías y en sus cárceles, en sus hospitales y en sus manicomios) los derechos humanos más elementales. Y eso no hay que dejar de pensarlo y cuestionarlo. Pero también hemos aprendido que ‘del otro lado’, por así decir, de ese Estado tan complejo, no están la libertad ni la autonomía ni la plenitud de una comunidad finalmente realizada, sino, con frecuencia, las formas más inclementes de protección y desamparo”3.
Los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner supieron articular las bondades de la institucionalidad republicana (humillada, pervertida y cooptada por las diversas presiones corporativas) con la prepotencia vocinglera de una plebe cuyos ecos fueron ahogados, primero por los terrores de Estado y luego por los de Mercado. Esa experiencia popular que se ha dado en llamar “kirchnerismo” es el emergente de una inédita y compleja constelación (me valgo aquí de un hallazgo de la filosofía adorniana) entre la tradición nacional-popular (o populista), los clamores plebeyos de los barrios marginales, el espíritu emancipatorio de una izquierda “terrenal”, y también cierto liberalismo político (o republicanismo democrático) en que las libertades “negativas” (caballito de batalla de aquellos “ochenta” tan liberales) y las “positivas” (que signaron las rebeldías autonomistas) convergen en la prioritaria construcción de una instancia colectiva: el pueblo.
A pesar de cierto epicismo jacobino, durante los años kirchneristas, más que los decisionismos ejecutivos, abundaron los interminables debates legislativos. No fue el jacobinismo estatal el que vino a suspender los consensos deliberativos, sino, por el contrario, la sistemática judicialización de las leyes votadas por el Parlamento, es decir, el reemplazo liso y llano de la voluntad mayoritaria por el arbitrario arresto elitista de un poder vitalicio, contra-mayoritario y, por consiguiente, anti-democrático4. Sin duda alguna, los signos distintivos de las resistencias corporativas (a las políticas transformadoras) fueron las extorsiones financieras, el bombardeo mediático y la judicialización de la política (la nueva “Guerra de la Triple Alianza”). Y sin embargo, estas temibles operaciones del gran capital no pudieron evitar que Argentina se convirtiera (al menos durante una década) en el país más libre y más justo de toda la región, si nos permitimos ponderar algunos índices concluyentes: desarrollo humano, igualdad distributiva, nivel de endeudamiento, expansión de los sectores medios, tasas de empleo, políticas de memoria, verdad y justicia, centrales nucleares, satélites en el espacio, inversión educativa, científica, tecnológica y cultural, etc. Tampoco lograron evitar la integración latinoamericana, las celebraciones de la patria, las plazas inundadas de voluntades combativas, las calles ocupadas por pasiones militantes, los goces populares, los abrazos solidarios, las gramáticas plebeyas.
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La nueva era de la desolación
A pesar de que la crisis soñada por Milton Friedman y sus Chicago boys nunca ocurrió en la Argentina de fines de 2015 (convengamos que resultaba sumamente difícil “fabricar” mediáticamente una crisis en un país desendeudado, con altos salarios, superávit comercial, elevados índices de consumo y una tasa de ocupación cercana al “pleno empleo”), acaba de desatarse una tormenta impensada. Un temporal que vino a podar cada retazo de memoria de una sociedad justa e inclusiva, cada recuerdo de la patria recuperada. Como suele decir un queridísimo amigo y colega: “había que infligir un golpe mortal en el espinazo de una época” para que una nueva ecuación fuera posible: “pueblos sin gobierno y gobiernos sin pueblo”. El Estado volvió a ser considerado una máquina burocrática e ineficiente habitada por “la grasa militante”, el Poder Ejecutivo se pobló de gerentes de empresas trasnacionales, los precios se “sinceraron”, retornó la “normalidad” del endeudamiento y la bicicleta financiera, los organismos de crédito retomaron el control de la economía, la integración regional resultó malherida, el desempleo y la censura volvieron por sus fueros, los medios reconquistaron el monopolio absoluto de las “pantallas”, los científicos regresaron a sus habituales tareas “domésticas”.
Una vez más, estamos desolados, desamparados, con la bronca a cuestas y la indignación urgente. Y sin embargo, con-vivimos con los fulgores relampagueantes de una memoria obstinada, con el abrigo inestimable de los abrazos reparadores, intentando re-construir la gramática plebeya del tiempo (de la justicia, la democracia y la emancipación) por-venir. •
1 Disciplina presupuestaria, desregulación financiera, tipo de cambio competitivo, apertura comercial, privatización de empresas públicas, seguridad jurídica para la propiedad privada, etc.
2 Rinesi, Eduardo (2013): “Tres décadas de democracia (1983-2013)”, en Voces del Fénix nº 31, diciembre 2013, Bs. As., p. 12.
3 Ibíd, p. 13
4 Vale recordar que, desde los albores del constitucionalismo republicano, al poder judicial se le ha asignado, explícitamente, dicha función.
* Claudio Véliz, Sociólogo, docente e investigador (UNDAV).