El culto de cultivar la cultura

La cultura lo es todo y es nada. Es la posibilidad y el engaño. Espacio de intervención y agonía.

No hay nada más alegórico que la cultura —en el pleno sentido benjaminiano—, pues es una instancia de construcción permanente. La cultura es una costra que, como el aire con el fuego, reaviva las buenas conciencias. En principio, si bien no es inefable, como mínimo resulta antitética.

La naturaleza de la cultura es un oxímoron, pues ambos conceptos se han naturalizado en nuestra cultura como opuestos —díptico insoslayable del pensamiento metafísico occidental—. Nada más cultural que el concepto de lo natural.

¿Existe lo contra-cultural? Tal vez la auténtica contra-cultura sea el incesto, lo incasto o las relaciones de consanguinidad, ya que la cultura nos impulsa hacia la exogamia. En un principio fue, amén del verbo, la prohibición del incesto, que se mantiene estable y en perpetua significación; en cambio la cultura padece de desambiguación lingüística y es inflacionaria: alta, baja, popular, de masas, letrada, mediática, crítica, industrial, mainstream etc.

La cultura discrimina, legisla el gusto, diferencia, determina, lustra e ilustra, identifica, pontifica y segrega. Con ella subsiste la batalla pertinente. Se impregna en la vida social con naturalidad, como la plusvalía en la mercancía, y resulta valor —de cambio, de uso— pero fundamentalmente de intercambio simbólico. La cultura segmenta: hay poseedores y desposeídos. Existe, aunque no se piense, una economía política de todo signo, a la que no escapa la cultura sino que deviene representante fidedigna: si bien de vez en cuando produce, su función esencial es reproductiva. Pertenece a la familia significante de conceptos que estipulan —casi sin querer— rangos en concordancia con un orden social impenitente respecto de las jerarquías, inclusiones y exclusiones. Elite es la marca de un papel higiénico, y esa es toda una metafórica de coprofagia cultural del capitalismo del post-consumo.

Determina y extermina con su vocación ecuménica entre lo oral y lo letrado, lo rural y lo urbano, lo nacional y lo trans o global.

Con su repertorio de promesas inminentes, sueña utopías pero construye patíbulos clasistas, efectivos mitos mundanos ante recurrentes maximizaciones antagónicas de valores —simulacros de paideias individualistas— meramente funcionales y utilitarios. La Cultura es hoy —como dice Jameson— el modo de producción. Nueva era de un anquilosado registro que lo invade todo como cualquier producto de consumo que idealizado resulta, aunque más no sea, consolador ante una época atribularia.

Es necesario recordar, aún a instancias de ser repetitivos que “no hay ningún documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie” y volver a imaginar, aún a instancias de ser anacrónicos, al obrero leyendo y preguntándose:

¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?

En los libros aparecen los nombres de los reyes.

¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?

Y Babilonia, destruida tantas veces,

¿quién la volvió siempre a construir? ¿En qué casas

de la dorada Lima vivían los constructores?

¿A dónde fueron los albañiles la noche en que fue ter-

minada la Muralla China? La gran Roma

está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?

¿Sobre quiénes

triunfaron los Césares? ¿Es que Bizancio, la tan cantada,

sólo tenía palacios para sus habitantes? Hasta en la

legendaria Atlántida,

la noche en que el mar se la tragaba, los que se hundían,

gritaban llamando a sus esclavos.

El joven Alejandro conquistó la India.

¿Él solo?

César derrotó a los galos.

¿No llevaba siquiera cocinero?

Felipe de España lloró cuando su flota

Fue hundida. ¿No lloró nadie más?

Federico II venció en la Guerra de los Siete Años

¿Quién

venció además de él?

Cada página una victoria.

¿Quién cocinó el banquete de la victoria?

Cada diez años un gran hombre.

¿Quién pagó los gastos?

Tantas historias.

Tantas preguntas.

Bertold Brecht, Preguntas de un obrero que lee. 

* Matías Bruera
Sociólogo, ensayista y docente (UBA, UNQ).