Espejo negro: la vida en puntajes (a partir del capítulo “Nosedive” de la serie Black Mirror)

Realismo fantástico

El capítulo titulado “Nosedive” de Black Mirror pretende presentar una distopía que no lo es tanto… Tal vez sea ese el rasgo más destacable de la tira. Fuimos educados en una sensibilidad de la ciencia ficción organizada en, al menos, dos tiempos que coinciden, a su vez, con dos afecciones: por un lado, la pantalla nos expuso, en serie, a la figuración de un mundo venidero rico en tecnologías sofisticadas y hazañas físico-temporales, provocando la estridencia corporal del asombro entremezclada con la tranquilidad del mantenimiento de las estructuras morales y perceptivas del espectador medio; por otro, la misma interpelación que se ocupó de movilizar en cuentagotas el asombro por un futuro desconocido sospechosamente vertido con medios conocidos en la pantalla, procuró gobernar la maravilla que, de otro modo, germinada en el cuerpo presente podría sí abrir futuros desconocidos.

El cine de ciencia ficción y las series que siguieron ese camino jugaron con nuestro potencial fantasioso, lo agitaron controladamente, hicieron de lo alucinógeno, alopático por definición, un camino de fantasías ornamentado homeopáticamente y presentado como un tiempo lo suficientemente lejano como para no incomodar.

Black Mirror pone en serie una distopía que no lo es tanto. Nos devuelve una imagen casi calcada de la vida contemporánea y la trastoca parcialmente, apenas acelera una posibilidad ya existente (por ejemplo, genética, tecnológica, mediática) o desfasa la atmósfera hasta cobrar la imagen una tonalidad de post apocalipsis de baja intensidad. Pero, justamente, son esa “parcialidad” de la modificación o esa “baja intensidad” de la hecatombe las que vuelven todo más macabro. Contrariamente a la lejanía tranquilizadora que el dispositivo de la ciencia ficción supo explotar, la cercanía inquietante es el plano sensible en el que se desplaza Black Mirror de capítulo en capítulo, no siempre de la manera mejor lograda. Roger Caillois decía en la introducción a una antología de cuentos fantásticos escogidos por él mismo, que lo fantástico busca la “Aparición” en un contexto anodino, es decir, que suceda lo que aparentemente no podría suceder, que en unas condiciones aparentemente despojadas de misterio irrumpa lo inadmisible. Black Mirror juega al filo de esa definición, en la medida en que su distopía copia —con la hoja de calcar ligeramente corrida— el escenario actual de la vida ordinaria y prepara en esa construcción algún tipo de “aparición” (que a veces da inicio a un capítulo). Pero a diferencia del tipo de cercanía aterradora que describe Caillois en la literatura fantástica, la serie no hace aparecer lo imposible, sino que hipotetiza, a veces de manera extrema, sobre desenlaces y consecuencias de posibilidades en curso.

Presentación del capítulo

La protagonista es tan indudablemente estadounidense como indudablemente los arquetipos estadounidenses no se distinguen de los cánones de la cultura globalizada. Es decir, en parte nos interpela e interesa y en igual medida desconfiamos de su capacidad ejemplificadora. Lassie vive en un mundo regido por un sistema de puntajes en el que, aparentemente, cada quien cuenta con el criterio incorporado para calificar a los demás. Sólo se necesita un teléfono celular que, a través de un sistema satelital, presenta un perfil de cada humanidad que se cruce por el camino. Así, el momento de la puntuación está precedido por, al menos, dos variables: el conocimiento del puntaje promedio de la persona en cuestión, que es una característica fundamental de su perfil (figura como dato visible), y el efecto más o menos inmediato del encuentro (simpático, antipático, movilizante, sospechoso, etc.). En alguna medida, Facebook y Tinder expresan, si los fusionáramos, parcialmente el dispositivo en cuestión. Pero no se trata solo de un juego virtual que orienta la sociabilidad, sino también de un sistema de control que, en lugar de operar punitivamente sobre las ideologías de las personas o sus posiciones religiosas, políticas o estéticas, actúa desde dentro del estado de ánimo y puede dejar a alguien fuera de juego, forzarlo a los márgenes indeseados. De hecho, el puntaje promedio es la carta de presentación de cada usuario frente a las distintas instancias que hacen tanto a la reproducción material como a la forma de vida: el acceso al crédito para la vivienda, la disponibilidad de espacios exclusivos y el mismísimo trabajo. En una de las primeras escenas, una agente inmobiliaria le recomienda a Lassie buscar la forma de alcanzar un promedio de 4,5 para ingresar en el programa de “Máximos influyentes” y no solo acceder a la casa, sino incluso beneficiarse con un importante descuento.

Se trata de una forma de medición de rating minuto a minuto, ya no de un programa de televisión o de un personaje de los medios masivos convencionales, sino de la existencia de una persona. Extraña forma de democracia directa en que la adicción a la medición de “imagen positiva” se desplaza de la patología del político profesional a la normalidad del usuario cualquiera —asumiendo que la ciudadanía del usuario no reconoce ampliación o restricción de derechos, sino rangos de puntajes que habilitan o no acceso a condiciones de vida signadas por el consumo—.

Historización

La última modernidad, dura y rutinaria, fue blanco de diversas críticas por parte de grandes teóricos marxistas, de la academia y, finalmente, desde cierto sentido común “progresista”. Una de las típicas sospechas reprochaba a las instituciones convertir en números a las personas, abonar un comportamiento homogéneo que, en condiciones de una memoria fresca de los genocidios de la primera mitad del siglo, asociados a determinadas formas de comportarse de las masas, sugería un peligro de gran escala. El mundo en que vive Lassie se rige por otro tipo de relación entre el número y el comportamiento del cuerpo político. El comportamiento de cada quien está sometido a la incertidumbre anímica que, curiosamente, regula la vida social. Ya no se trata de la certeza de un loco —imagen con que equivocadamente se pensó a los líderes autoritarios—, sino de una incertidumbre sin centro donde la consciencia es reemplazada por un algoritmo.

El desquicio ascendente de las escenas tiene que ver, sobre todo, con el hecho de que las personas se vuelven jueces anímicas entre sí incidiendo mutuamente sobre sus puntajes en una suerte de interacción imparable en ausencia de criterios compartidos. ¿Por qué la vecina, el compañero de trabajo, el empleado de la cafetería o la vieja amiga de la infancia ponen un mejor o un peor puntaje? No es claro, pero rápidamente se descubre en todos y cada quien una banal razón calculadora. Es una suerte de teoría salvaje de la interacción. No hay criterios compartidos ni contrato mítico (el mito es el otro…), entonces hasta la más leve afección anímica adquiere un relieve desmesurado. Por su parte, la máscara y sus márgenes de decisión sobre los niveles de exposición y reserva, su conflictiva relación entre intimidad y publicidad, su inherente constructivismo social —es decir, la tradición entera de la “persona” occidental— es estallada desde dentro por la verdad del cálculo: todos “caretean” porque saben que un paso en falso, un gesto inadecuado, supone un castigo inmediato con quita de puntaje, pero, al mismo tiempo, todos saben que el otro finge con la misma tensión, contando con más o menos aire según su puntuación actual. El otro no es más una amenaza que un instrumento para ascender en la escala de puntajes que sirve, a su vez, para volverse más importante ante esos mismos otros.

Las relaciones parecen depender de la libre elección de cada quien, pero la circularidad y la tautología dominan esa libertad vaciada. La circularidad resulta fatídica como atmósfera del capítulo. Las sonrisas, de tan exigidas, ponen en crisis la función de las neuronas espejo, que tienen la noble tarea de empatizar con las afecciones de los otros por simple reconocimiento. León Rozitchner, pensando en el medio patriarcal y la exigencia de impostura de la época, se preguntó alguna vez por los rostros de las chicas jóvenes, especialmente por sus sonrisas… “Esas sonrisas son monstruosas”, comentó. ¿Qué percibía? ¿El monstruo masculino forzando una feminidad sumisa? ¿Seres sonrientes y desangelados ante su propio desespero? ¿La presión ambiente esculpiendo hasta el más mínimo gesto individual? El mundo en que vive Lassie parece haber superado el viejo régimen patriarcal… En todo caso, el pater es el dispositivo mismo y los vivientes se mueven en la sequedad y el vacío de una vida ausente de sensibilidad materna, femenina y de corporalidades resistentes al género.

Los puntajes no presuponen y explicitan criterios comunes, el criterio es literalmente la escala de puntuación. En ese medio ambiente los dispositivos se despliegan sin necesidad de forcejeos, de ahí el elemento de irrealidad que, buscado o no, transpira el capítulo. La miserabilidad no se distingue de la justicia, ni el cálculo de la sensualidad. No presenta un totalitarismo asfixiante, ni tiranos caprichosos, en todo caso, el capítulo parece insinuar una hipótesis sobre la tiranía del capricho. Pero con una salvedad, en la trama el capricho se reduce a una suerte de flacidez anímica. Como clickear “me gusta” o responder de mala gana la pregunta de una encuesta. De hecho, sobrevuela una idea: el sistema de verdad que organiza esa distopía que no lo es tanto, se sostiene en un elemento frágil y hasta negligente. ¿No funcionan parecidas las encuestas en relación con las definiciones políticas de nuestro tiempo? Preguntas sobre las que no decidimos, respondidas a veces con desgano, otras con apuro, cuando no con rechazo manifiesto, pero que, una vez procesadas y convertidas en enunciado público valedero, se visten de autoridad, indican algo e inciden políticamente. Los artífices (de las encuestas) responden a intereses particulares, las técnicas provienen de una ciencia social cuestionable y la fuente —que es, al mismo tiempo, el interlocutor— es tan precaria e indescifrable como el ánimo inmediato.

La última máscara

En el cotidiano que las escenas pretenden dramatizar la pregunta “¿cómo estás?” es reemplazada por la averiguación tácita sobre el puntaje del perfil del otro. Al mismo tiempo, los puntajes son un tema de conversación naturalizado y de a momentos se cuela en los comentarios tensando las escenas. “¿Cómo estás?” es una pregunta deliberadamente imprecisa y ligera, algo “careta” también. No apunta a las profundidades —a veces mejor dejarlas pasar—, pero puede abrir una escucha. Dependiendo de la materialidad del vínculo, la respuesta puede consistir en un ejercicio narrativo con ribetes aventureros más o menos deseados. Esas narraciones con las que intentamos dar cuenta de un retazo de vida contienen algo conocido y algo desconocido para el que narra, al punto que muchas veces desparramamos el habla primero y obramos después como jugando a encajar en nuestro propio relato… Porque se trata, en el fondo, de la aceptación de un multifacetismo inevitable y de la conjura de la angustia a través de la construcción de varias verdades posibles o posibles verdaderos, como si nuestros relatos conformaran ensayos de una verdad que nunca será alcanzada. No hay verdades sustanciales en la moderna vida de las máscaras, sino verdades imaginadas en el marco de apuestas determinadas. La relación etimológica entre la palabra “persona” y la palabra “máscara” da cuenta de una distancia interna irreductible que nos condena al desdoblamiento permanente y nos habilita libertades en ese intervalo, ya que no todo es engaño en la vida de la máscara, sino también resguardo, invención y, por qué no, caricia. Aun lo ingobernable de la máscara nos concierne, está ahí y tenemos que lidiar con ello (Freud dixit).

La pregunta por el puntaje, en cambio, dispone a la creencia en una verdad lineal. Como si un conjunto de datos o un muestreo de comportamientos produjeran por sí solos algún tipo de certeza sobre la existencia. La verdad autocumplida del usuario o del consumidor alcanza, cierto, para que el dispositivo funcione. La vida de Lassie es una vida “careta” paradójicamente sin máscaras, porque la distancia interna y en relación con los otros tiende a suprimirse y las relaciones se tornan peligrosamente transparentes. Lo que en este caso permanece ingobernable no es punto ciego de la máscara, sino autoevidencia del dispositivo. La máscara cae y se descubre un espejo negro, sin rebotes ni enigmas. Si saber que no nos sabemos forma parte del trabajo del espíritu,1 el no saberse en la vida de Lassie se vuelve ciego, sordo y mudo a la experiencia, permanece encriptado en la morbidez anímica con que todos se juzgan entre sí. En condiciones de transparencia y relaciones literales, el arte amatorio de Ovidio y las sensualidades opacas del mundo simplemente no tienen sentido. El régimen de puntajes elimina el abismo interno de la persona-máscara, pero confina la vida misma a un abismo incomprensible, y neutraliza la comprensión como problema ético, político y filosófico. Donde no hay posibilidad de comprensión o de hacer algo con la incomprensión, ya lo decía un filósofo, no hay ética a la vista.

Mundo data

El imposible de la vida en ese régimen de puntajes es el conflicto. El momento más tenso del capítulo, la bisagra que desencadena la “nosedive” (la caída sinuosa) de Lassie, sucede en el aeropuerto, cuando la protagonista pierde su vuelo y corre el riesgo de no llegar a tiempo para dar el discurso de casamiento de una vieja amiga de la infancia que, siguiendo los consejos de su community manager, la había invitado con la expectativa de mejorar su ya abultado promedio. Lassie se brota y discute con la trabajadora de la aerolínea. Una situación conflictiva, un simple enojo provoca la desaprobación manifiesta de todos alrededor, que aplican puntajes muy bajos. El castigo es inmediato, inodoro como la eficiencia. Casi no es necesaria la represión; el agente de seguridad aplica la quita de un punto entero. Continuidad entre el usuario y el funcionario o el policía, la diferencia es de grado y es mínima cuando el arte de lo indirecto expira junto a la legitimidad de las mediaciones.

El mundo de los datos ya llegó y es tendencia. El “aturdimiento” ambiente está cada vez más conformado por datos continuos, uno al lado del otro actuando entre sí, sin distancia. Bajo el radio satelital no parecen posibles las conspiraciones, o bien, todo remite a una sola y la misma conspiración. El mundo entero convertido en base de datos o, a lo sumo, banco de imágenes o, incluso, impresiones térmicas típicas de los rastreos militares. Las empresas de comercialización de bases de datos que codifican a las personas como paquetes de actitudes, comportamientos… perfiles, establecen categorizaciones según una compleja tabla de valores, de puntajes. Se trata de un salto enorme respecto de las típicas clasificaciones del marketing (ABC 1, por ejemplo), ya que, por ejemplo, Big Data especifica de manera promiscua detalles de la vida cotidiana de las personas desvaneciendo definitivamente la imagen decimonónica de la “clase”. En el mundo de los puntajes no hay luchas, sino ascensos y descensos, rendimiento. Los ascensos nunca son suficientes y los descensos pueden dejar a alguien fuera de juego: sin crédito de ningún tipo, sin acceso a servicios y todo lo relativo al mundo privado o privatizado, con dificultades en el uso de las prestaciones de la ciudad, etc. ¿Son los expulsados una clase (la de los desclasados) o se trata simplemente de lúmpenes con bajos puntajes? En el régimen de los puntajes se pasa de la negación del conflicto a la posibilidad del conflicto total.

Así, de los rangos más altos a los más bajos, la trata de datos cumple un rol en la producción de una suerte de inconsciente digital; el resto simplemente sobra. Como decía un historiador argentino: el expulsado pasa a la categoría de stock. En la vida retratada por el capítulo “Nosedive” no se necesita un aparato de propaganda que demonice revoltosos o subversivos, ya que todo sobrante es en tanto tal molesto, hostil y despierta alguna sospecha. Pero es, sobre todo, individualmente culpable por no lograr conquistar el beneplácito de sus pares, por llevar en su perfil la marca de su inadaptación. La disidencia ni siquiera es visible, nadie le preguntó a Lassie qué piensa o deja de pensar, porque ella misma no consideró necesario preguntárselo. Solo al final, habiendo perdido todo lo que el régimen de los puntajes tenía para ofrecerle, una vez alcanzado esforzadamente su fracaso, el tiempo de la pregunta se hizo presente, entre el nihilismo inminente y un posible escepticismo como bocanada de aire fresco.

Las relaciones sin finalidad tienden a volverse cada vez menos usuales a una velocidad que desconocemos, ¿qué apuestas sensibles, políticas, sociales avizoramos aun? La amistad, incluso la amistad con la propia soledad parece actuar en el mismo nivel, el afectivo-subjetivo en que operan los dispositivos contemporáneos. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han nos recuerda el parentesco indoeuropeo de las palabras “amistad” y “libertad”; no es el amiguismo conveniente, ni la inercia sentimental, ni el millón de amigos de Facebook realizando penosamente la utopía de Roberto Carlos. La amistad protege una distancia fundamental consigo mismo, con los otros y con las cosas, es el ejemplo concreto de una intimidad abierta, de una cercanía libre del apego oprobioso propio de las relaciones modernas, pero también de una ligereza comprometida, es la cifra de la existencia compartida que resiste la peor forma de amistad, la amistad con el algoritmo, es decir, la adaptación festejada. •

1 Recomendamos el bello libro de Hugo Mujica: El saber del no saberse (Trotta, 2014).

* Ariel Pennisi. Ensayista, docente universitario (Undav, UBA, FUC), editor (editorial Quadrata) e investigador de problemas filosófico políticos.