El devenir político-animal en la cultura argentina
En la tradición de la cultura argentina se pueden leer los modos en los que lo animal está ligado a lo bárbaro. La animalidad asociada a la barbarie emerge sobre una arquitectura jerárquica y selectiva de relaciones de poder, sujeción y exclusión de los animales en sí y de aquellas subjetividades consideradas como no ciudadanas y, por lo tanto, sacrificables. De este modo, la construcción binaria e interdependiente del signo animal/humanx conlleva una problemática política y jurídica que se plasma en la cultura en términos de comunidad biopolítica que decide qué cuerpos son protegidos en detrimento de otros. No obstante, en el siglo XXI discurren otras formas, incipientes aún, de dislocar ese binomio contrapuesto.
Si nos situamos entre los intersticios de los límites de ese binarismo veremos fluir su movilidad e interdependencia. Aristóteles sostenía que el hombre es un animal político, lo que implica que es racional y posee el poder de la palabra —logos—. En esta frase aparentemente simple se conjuga la animalidad enlazada con lo humano y lo político insertos en la cultura. Este enunciado, transportado a nuestra región, concretamente a nuestro país, nos posibilita distinguir rápidamente que el principio aristotélico se asoma de manera más potente en la comunidad.
La literatura argentina evoca desde su inicio canónico un bestiario de célebres referencias que escinden la llamada civilización de la mezcla abyecta de lo animal con lo viviente. Los opas tigreros, los indios —buenos salvajes según la complaciente mirada de Rousseau—, los gauchos vagabundos y errantes, son marcadas como subjetividades anómalas, ubicadas fuera de la ciudadanía. Si El matadero (1837) de Esteban Echeverría nos define como la creación de un primitivo Estado neoliberal originado en 1880 e inaugura el acto fundacional literario del ser nacional, el Facundo… (1845) de Sarmiento nos termina de remarcar esa noción de lo viviente y lo humano. La nación se funda a través de un acto violatorio y de la designación estigmatizante de la barbarie. La literatura como dispositivo de sentidos fragua una clave político-jurídica sustancial que conforma el mapa de la carne, de la industria animal, de lo viviente y de las violencias. Lo no civilizado será esa parte que no integra la ciudadanía del varón, blanco, adinerado, heterosexual y educado. Lo no civilizado condensa la cartografía de lo animal; la fiesta en los mataderos donde se faenan reses y sujetos, donde la plebe baila y festeja entre vísceras y sangre derramadas. Malones y cautivas, unitarios y federales, civilización y barbarie, la bestia y el soberano. Constituido el Estado nacional, la figura del ciudadano varón ya es indiscutible, el resto no cuenta. Las mujeres no son ciudadanas sino que son asumidas como niñas en el derecho y como máquinas reproductoras de sanos ciudadanos en la medicina positivista, por lo tanto, también son clasificadas como esa mixtura de lo humano y lo animal al igual que lxs indixs, negrxs, gauchxs, inmigrantes pobres, anarquistas, homosexuales, lesbianas, intersexuales y travestis. Es decir, todos los cuerpos y subjetividades disidentes que pertenecen a localizaciones desviadas de la nación.
Más adelante y de modo antojadizo, produciendo un gran salto en la historia de los cuerpos humanimales, se anclan las rivalidades políticas de otras dos especies animales: cabecitas negras, aves pequeñas y masivas en franca lucha de clases contra potentes y peludxs gorilas, término, además, importado del país del norte. Y nuevamente la historia y la literatura tamizan esa sutileza animal, porque lxs cabecitas y gorilas no son animales ni humanxs, no representan esa combinación antropomórfica, sino una fusión simbólica de la bestialización. Los/as cabecitas negras no hablan, gesticulan, gritan, mascullan, murmuran, ensucian, meten las patas en las fuente. Los/as gorilas conspiran, pertenecen a un ciclo superior en la cadena animal, preparan un golpe militar. Es “La fiesta del monstruo” (1947) de Bioy y Borges, narrada con una pasión asombrosa del odio por lo bestial y monstruoso, por ese horror de la comunidad sacrificable. Es el país que está en desorden y que invade desde el interior la Ciudad de Buenos Aires en medio de chillidos y ruidos, si elegimos leer “Casa tomada” (1946) de Cortázar en clave política como lo hizo Sebreli. Bestias, soberanos, fiestas viscerales, sangre esparcida, opresiones y sumisiones conforman los cuerpos de la nación y la patria animalizadas. La manada nombrada como conjunto ruidoso sin logos y convertida en animal funciona como un ordenador de cuerpos, como un mecanismo regulador de ciudadanías excluidas y subjetividades que rozan las orillas mientras fluctúan entre las fronteras de lo humanimal de una lengua mataderil que aún permanece vigente.
En este sentido, el zoológico argentino prolifera como un entramado de lo otro, de aquello que parece indomable, indócil, disidente pero sobre todo masivo y en búsqueda de derivas, de escapes resistentes a ese estado de excepción y subordinación. Estos casi animales sintetizados en la masividad son aquellos que pertenecen a lo casi viviente, imbuidos en ese limen de una sutileza animalizada donde, como señalé anteriormente, circulan como vidas excluidas de ciudadanías y de derechos y también de la palabra. Son identificados como bestias que aúllan estridentemente pero que no hablan. Son formas vivenciales insertas en condiciones sacrificiales. Es decir, escenarios imposibles de escindir de la esfera de lo político y jurídico enlazada en las formas en las que se fragua una comunidad a partir de los dispositivos biopolíticos que definen lo humano de lo viviente en ese umbral antropocéntrico y zooantropomorfo que mantiene, de modo indefinido, los sistemas exclusivos y sacrificiales (quiénes merecen vivir y quiénes no). Además, esta figura de la exclusión contribuye a la creación de cuerpos y subjetividades casi inclasificables, indistinguibles y homogéneas.
Del zoológico realizo un pasaje al circo, donde lo animal se torna espectáculo: tiene patos, conejos, pitones y una sórdida pantera rosa: la copa mundial de fútbol de 1978 y los cuerpos que no están muertos ni vivos, sino desaparecidos. Esos cuerpos innominados y pocas veces humanos se tornan un símbolo de la suspensión de los derechos, un umbral de indeterminaciones. Son cuerpos desmembrados, mutilados, mancillados. Son corporalidades llevadas al exterminio y al extremo de la animalidad brutal, a la desaparición y a la despolitización de esas subjetividades que se intentan borrar pero que portan un nombre, un apellido, una genealogía, un cuerpo en algún sitio que los vuelve presentes, ahora y siempre. La Argentina acopia una intrincada historia de cadáveres y cuerpos ausentes aunque la presencia se manifiesta a partir la memoria. Desaparecieron lxs negrxs, lxs indixs, lxs 30.000, Jorge Julio López, Marita Verón, el cuerpo de Eva, el del Che, las manos de Perón, y se instaló la duda sobre la existencia del cadáver de Néstor Kirchner. Desaparecen mujeres y niñas cada 36 horas, cuerpos de niños y jóvenes son asesinados por las micro-violencias cotidianas gore. El cuerpo, Cadáver de la nación (1989, Perlongher), los funerales interminables y multitudinarios que relacionan la trama de los afectos y se vuelven memorables.
Lo que se puede pensar es que existe un pasaje de umbral que distingue lo viviente de lo más animalizado, es decir, que diferencia entre los cuerpos que deben ser protegidos y cuáles no según su estatus jurídico y el tipo de ciudadanía al que acceden esas corporalidades. Entonces, el animal ya no solo acentúa una metáfora literaria sino también una política, porque son las decisiones jurídicas y políticas las que definen la frontera de los sujetos que se constituyen en ciudadanos o en un objeto viviente y, por lo tanto, que rozan lo inerme y que integran los engranajes de la biopolítica. Diferenciar entre lo viviente y lo fluctuante produce inestabilidades políticas (Giorgi, 2014) en las que intervienen las relaciones de poder, siempre desiguales, las etnias, las racializaciones, las sexualidades y las clases. Y es allí, en esa zona porosa, donde el lenguaje ensambla o desarticula la corporalidad del humanimal para politizar aquello que es natural, el bios, y someter al zoe a aquello que desea mantener en estado de control y sujeción: cazados, encerrados, encadenados, desaparecidos, cercados, comercializados, manipulados al igual que los mismos animales.
Pero qué sucede cuando la animalidad se resignifica en héroe o heroína de la patria/matria o en una investidura presidencial. Cuando lo animal se individualiza y se amalgama con lo humano. Animales que se enmarañan en nuestra historia: el tigre de los llanos, el pingüino, el peludo, la tortuga, y también una yegua que supo llevar de pie otros motes como la puta, la bastarda, engendro demoníaco, hasta que fue prohibido nombrarla, como si en ese acto de elisión se pudiera borrar la memoria de la abanderada de los/as humildes. Entonces, pasó a ser Esa mujer, La señora muerta, El cadáver, donde vida, muerte y mito se alzan en El simulacro del embalsamamiento y abuso del cuerpo muerto de Eva, una Eva que aún perdura en la memoria. Cuerpos vivos que de pronto se tornan en una estampa, en cuerpo biopolítico reencarnado en nuevas significaciones de militancias, en esa zona liminar de lo viviente y lo (in)humano.
Aquello que pertenece a dos siglos de historias de la Argentina no se extinguió sino que se resignificó y, siguiendo los lineamientos de Derrida respecto de la deconstrucción del sistema carnafalogocéntrico —varón soberano que sacrifica al casi humano en nombre de la ley, del logos y la norma—, se pueden entramar nuevos lazos que forman comunidades desde los afectos que singularizan, por momentos, esa animalidad homogénea de las ciudadanías abyectas. Y permiten desarticular el inamovible binarismo del soberano que designa al animal como el no pensante, como el ser no racional. Por eso, en este tramo quiero detenerme en dos especies en particular y explorar sus proyecciones en el siglo XXI: la equina y la felina.
Los epítetos animalizados para referirse a Cristina Fernández como “la yegua” y a Mauricio Macri como “Macri gato” encierran una diversidad polisémica donde se pueden discernir discriminaciones, relaciones de poder y de géneros. Cuando se habla de Cristina Fernández, aún en muchos sectores, se la sigue designando como “la yegua”, sinónimo en un primer análisis dicotómico: de mujer malvada o potranca por su belleza o cuerpo descomunal, ambos términos, desde ya, exudan amplias connotaciones heterosexistas. Desde la estigmatización denigratoria acerca de que una mujer ocupe el poder y no se deje avasallar surge el calificativo equino, el insulto cargado de ideología clasista, sexista y etaria. Entonces, se la liga de manera demoledora con lo animal que confina el exceso, la exuberancia de lo sexual y lo demencial, territorios muy conocidos por nosotras, las mujeres, a la hora de ser adjetivadas. Basta hacer un recorrido por las tapas de una reconocida revista política para detectar que a Cristina Fernández se la evalúa no por su desempeño como funcionaria sino por su vestimenta, apariencia personal, accesorios, carácter fuerte, muchas veces virilizado por la crítica opositora intolerante por su condición de género. En el imaginario socio-sexual y heteronormativo la yegua propicia el ordenamiento de las tecno-coqueterías de los cuerpos. En particular el cuerpo de Cristina responde a una codificación que la sitúa en la soledad —la viuda— y en la intensidad del deseo como esa amenaza que no se puede poseer y la posiciona en la tradición de la herencia genealógica de “aquella mujer”. En este sentido, discurre un poderoso entramado de pronombres sin nombres propios: esa, ella, la. La yegua genera la fuerza de la indocilidad al tiempo que puede ser productiva o estar expuesta al régimen de la mirada siempre erguida y palpitante. La representación de la yegua se instaura también desde la posibilidad de ocupar un espacio virilizado y racional del logos aristotélico: no solo es indómita sino que además habla y fuerte. Su contundente oratoria favorece el carácter soberbio con el que se la acusa por lo que evoca a una yegua desbocada, entonces, no se elogia su elocuencia argumentativa sino que se le remarca que se “va de boca”, que grita como esos cabecitas negra que chillaban. La figura de la yegua obedece a una representación inquietante que reconfigura un insulto en una adhesión socio-afectiva a partir de la identificación de aquellas subjetividades que la apoyan, por ejemplo, en las masivas manifestaciones populares donde se pueden leer camisetas y carteles que rezan: “yegua como Cristina”,1 o grupos en redes sociales que se autodenominan: “Somos las yeguas de Cristina” o que simplemente “esa mujer” pasa a ser Cristina a secas. Desde esta perspectiva, la nueva subjetividad equina por identificación socio-afectiva desacraliza el insulto y lo restituye en una bandera popular. Es decir, enlaza la pasión bravía de la equina en la cris-pasión mientras que el símbolo del gato, siempre solitario, solo construye la unidad de ese pueblo animalizado o cosificado desde la abyección de la grasa militante en la unidad de la creatividad popular que reacciona frente a la edificación del macrigatismo. En ambos casos, lo llamativo como señala Gabriel Giorgi es esa “reconocibilidad política” (2014: 324) de lo viviente y de lo animal, un “continuum orgánico afectivo, material y político” (2014: 12). Aunque claro, también esa cris-pasión oscila entre la crispación de otras subjetividades que no pueden olvidar la feminidad de Cristina y la exaltación pasional se escenifica en una pasión de pulsiones tanatológicas y el estereotipo de la feminidad es disputado. A su vez, la cuestión pasional se encuentra en tensión con lo racional que dejaría de lado lo animal. En relación con esto —el peronismo siempre asociado con las emociones y la crispación que causa Cristina Fernández en ciertos sectores opositores— puedo enlazar esas emotividades de la mujer desbocada con la representación del autoritarismo imputado también al movimiento obrero peronista que relinchó en la Plaza de Mayo, y se contrapone al tierno maullido moderado de los gatos.
En correlato a la figura equina, se encuentra el gato, mascota doméstica, que contrasta con la yegua desobediente. El gato, en principio en oposición al binarismo semántico de la equina presenta una apertura descomunal y de tipos diversos: el gato puede ser masculino, femenino, trans, queer. En la Argentina, una mujer gato es una puta, en el mundo ficcional del comic puede vincularse con Gatúbela, villana sensual e irresistible, según el régimen heteronormativo. A su vez, los gatos representan la astucia, pero en el lenguaje tumbero, es decir, en un registro carcelario, el gato es aquel que le hace los mandados al mandamás o “poronga” del grupo penitenciario. Es el lavataper, el sumiso que recibe órdenes de otros oprimidos que pertenecen a una escala superior. Otra connotación posible es la del gato que usa artimañas para el engaño, ese que engatusa cuando quiere hacer pasar gato por liebre o cuando existe la sospecha de que hay gato encerrado. En el contexto infantil el personaje del cuento “El gato con botas” (1697, Perrault) puede releerse como una denominación de un presidente que simpatiza con las botas militares, si pensamos en las afinidades que tiene con cierto sector militarizado y policial. El gato también es un digno ladrón rastrero, recuerdo en este momento al Hombre gato de un relato de Juan Diego Incardona que rememora las peripecias de un gato trepador en Villa Celina. Muchas frases del ingenio popular tienen por protagonistas a los felinos en situación de sumisión o vulnerabilidad: el pobre pelagato, los come-gato de Rosario cuando en 2000, por la extrema pobreza que atravesaba la sociedad, se decía que la población rosarina comía gatos, mientras que en el fervor futbolero a leprosxs y canallas se les cantaba: “no se comen, los gatos no se comen” o el ya mencionado gato tumbero. También existe la versión del gato tanguero, ese gato maula que acecha al mísero ratón. Los gatos son elegantes, se lamen y se limpian; sus heces las depositan en humeantes piedritas —propiedad o territorio privado— mientras que las yeguas expulsan la bosta diseminada en la tierra. En todo caso, la felinidad endilgada al presidente es polisémica y variada y puede remitir a la astucia, a la actitud servil o la pobreza entre otras alternativas. Además, es destacable que el apelativo hacia el actual presidente no es “el gato” sino “Macri gato”. Es decir, lo que yo denomino el universo del macrigatismo utilizado en términos de líneas de fuga, de escape ante las posibles fisuras del sistema del ajuste y la represión. Mientras que en “la yegua”, el nombre permanece elidido, es usado siempre en la polarización de la puta potranca hipersexualizada o la villana, la yegua indomable, inmanejable.
No por casualidad, sospecho, que el “Macri gato” remite a una diversidad amplia de sentidos que asigna sus códigos, a la vez que acopia subjetividades veladas y fusionadas sin una acusación o agravio específicos. El “Macri gato” jerarquiza y ordena un sistema de géneros difuso y principios constituyentes de una variedad narrativa que eligen esxs salvajes, bárbarxs o pueblo para construir un relato de lo que les inspira el macrigatismo; ese que permite recrear universos polisémicos que habilitan zonas de acusaciones y de reproches, universos desviados o cruzados con otras filiaciones literarias heredadas, inventadas o nuevas. Porque el macrigatismo encierra al gato servil pero también infringe, la miseria que eso implica en los llamados come-gato y pelagatos de las periferias; el gato devora a las ratas, al pueblo pobre y hambriento. En otro sentido, como especifiqué, Macri no es “el gato”, como “la yegua”, es “Macrigato”, el humanimal con logos y ley del padre, con el apellido y linaje individual. Entonces, no deconstruye el carnafalologocentrismo sino que lo reinstaura. Encarna al soberano que en red con otros humanimales, elabora estrategias biopolíticas para decidir quiénes “caen” y quiénes no fuera del sistema. Lleva el apellido/nombre del padre devenido en animalidad. Por otra parte, es la mirada del otro quien le asigna a alguien esa distinción humanimal; cuando Derrida se encuentra desnudo frente a la mirada de su gato comprende que esa contemplación es abismal, que lo designa desde otra posición, desde un sitio de extrañeza que lo deja desnudo e interpelado en la intemperie de su unicidad. Es una mirada enigmática, por lo tanto, la asumo desde la inteligibilidad de la palabra con ese animal/humano que nos insta y desde nuestra animalidad interior, desde esa humanimailidad porque el animal —o animot— es una multiplicidad de sentidos de lo viviente (Derrida, 2008). Es decir, no es lo mismo una rata que una yegua o un gato con apellido. Por lo tanto, también lxs animales tienen género, además de sexo biológico que se condensa en la ejecución de la apertura de nuevas dimensiones semánticas y políticas. De manera caprichosa, se me ocurre retomar el cuento “La larga risa de todos estos años” (1983) de Fogwill y me pregunto si su escritura cínica y para nada azarosa no profetizó un cruce humanimal entre equinos y felinos: la protagonista, una trabajadora sexual y lesbiana en la última dictadura cívico-militar argentina, que llevaba por nombre Franca practicaba equitación con su caballo, un alazán de apariencia noble llamado Macri. La voz narradora insiste en no saber por qué se llama Macri el caballo de Franca. ¿Será que anticipaba ese posible entretejido de gatos —prostitutas— con caballos nominados y trans-formados? ¿Se podría interpretar que la genealogía pensada en la trama del cuento es la de la puta —gata— lesbiana Franca que cabalga un caballo apellidado Macri que resopla sobre las bostas del Club Hípico de Palermo?
La yegua y el gato no representan solo una personificación estetizada de lo animal sino que simbolizan la soberanía de los cuerpos que labran sus propios entramados de leyes y transitan el campo de lo humano/animalizado. El “Macri gato” connota un sentido abierto como corolario no aislado, como una firma en construcción de individualidades. Retomando el encuentro de las miradas entre Derrida y su animal, ese estar ante la presencia de un cuerpo y de su costado animal surge el interrogante sobre ¿qué se pone en juego en ese vínculo, qué posibilidades de encontrar líneas de fuga constan, qué propicia en cuanto al contacto, la diversidad o la selectividad? El costado de esa corporalidad animal ¿lo ubican en un primer plano de identificaciones socio-afectivas, de relaciones de desigualdades o de la posibilidad de deconstruirlas? ¿En qué líneas están situadas estas figuras que animalizan también al poder soberano? ¿Existe una corporalidad humanimal nueva que continúa en las jerarquías de los nombres, mientras Cristina es dispuesta como un animal anónimo y masivo Macri lo es como un gato individual con apellido y linaje de aristogato? Ambos cuerpos están siempre inscriptos en lo político pero desde un lenguaje diferenciador y selectivo donde uno tiene mayor rasgo de humanidad y otro de animalidad. Desde esta perspectiva, surge otra pregunta: ¿estas nominaciones proponen modos de vida que rehúyen la connivencia con los sistemas estructurales de la violencia que imponen las categorías de lo viviente? Recordemos que el animal es un signo político marcado por la heteronorma sexogenérica donde “se juega la norma de lo humano y el estatuto político de lo viviente” (Giorgi, 2014: 240) porque los cuerpos humanimales posibilitan el reordenamiento de un corrimiento del lugar que ocupa el animal en la cultura, en la política y en un estatus jurídico de las ciudadanías. La mezcla de lo humano con lo animal puede actuar como el escenario de ensayo refractario de los modelos ideológicos y estéticos para reciclar, incrementar o desviar esta concepción binaria del animal político y amplificar redes para un relato diferente y de signos múltiples y versátiles. •
Bibliografía
Derrida, Jacques (2008): El animal que luego estoy si(gui)endo, Editorial Trotta, Madrid.
Giorgi, Gabriel (2014): Formas comunes, Eterna Cadencia, Buenos Aires.
* Paula Daniela Bianchi, Doctora en Letras (UBA) y Docente (Undav).