El populismo, el derecho y el tardocolonialismo

  1. Populismo como realidad

Pese al frecuente uso como descalificación y hasta injuria, lo cierto es que suele llamarse populistas a los movimientos políticos nacionales que ampliaron las bases de ciudadanía real en nuestra América, resistiendo los embates del neocolonialismo, tales como el cardenismo mexicano, el varguismo brasileño, el velasquismo ecuatoriano, el aprismo peruano, el yrigoyenismo y el peronismo argentinos.

Estos populismos fueron pulsiones políticas que procuraron aproximarse a los llamados Estados de bienestar. Sus contradicciones ideológicas son inherentes a su naturaleza policlasista. Les valieron críticas de izquierda ortodoxa, que no calaron seriamente en nuestros pueblos, pero que a veces los debilitaron en provecho de fuerzas regresivas.

La imputación de reformismo obstaculizador de cambios más profundos, se desmiente verificando que las fuerzas regresivas siempre atacaron sangrientamente a los populismos, reconociéndolos como sus verdaderos contrincantes.

Algo análogo sucede con la imputación de personalismo, que no responde a un afán de culto a la personalidad –como pretenden quienes los denuestan–, sino a que sólo un liderazgo personal podía conducir la disparidad sectorial que converge en el anticolonialismo y en el proyecto de sociedad incluyente.

  1. La imputación de fascismo

Los discursos regresivos se valen de una vaga imputación de fascismo para agredir todo proyecto nacional que aspire a cierta redistribución de la renta. Si bien nuestros populismos no están exentos de defectos, nada en común de fondo tuvieron con los totalitarismos europeos. Tanto el fascismo como el nazismo se basaron en un proyecto imperial, e incluso el último en la idea de raza superior.

Ante todo, es obvio que quien lucha contra el neocolonialismo, lo está haciendo contra un proyecto imperial. En cuanto al racismo, fue un producto importado por nuestras oligarquías proconsulares, que lo tomaron del siniestro Spencer para legitimar la explotación de indios, mestizos, negros, mulatos e inmigrantes. Los populismos confrontaron contra estas oligarquías racistas.

  1. El liberalismo

Mientras los discursos regresivos imputaban fascismo a los populismos, sus mentores se autodenominaron liberales, bandera que hasta hoy enarbolan los propulsores de la exclusión social. El liberalismo –entendido, obviamente, como liberalismo político– es el precedente de los Derechos Humanos. Resultó de la lucha de pueblos europeos contra los privilegios de las noblezas, más allá de las deformaciones que sufrió en la realidad. Bien entendido, postula los principios de la Revolución Francesa que nutrieron a nuestros próceres de la Independencia: libertad, igualdad, fraternidad. En el fondo, estaría cercano al verdadero cristianismo, como respeto a la esencia irrepetible de todo ser humano.

  1. Liberalismo político e idolatría del mercado

Es obvio que otra cosa es el liberalismo económico, siendo falso que sin éste no hay liberalismo político. Las dictaduras argentina y chilena verifican la falacia de esa afirmación.

El mal llamado liberalismo económico es una idolatría del mercado, una fe absoluta en su omnipotencia. Es como la fe en un paraíso comunista al final de la dictadura del proletariado, pero invertida: debe permitirse que el capital se concentre, que los ricos lo sean más, que haya monopolios, porque es la evolución natural del capitalismo y, al final, desde la cima se derramará la riqueza hacia abajo. Pero a los de abajo se los debe contener, hasta que la riqueza se derrame. En síntesis: el mal llamado liberalismo económico requiere inevitablemente la negación del liberalismo político, en aras de un futuro ideal que nunca llegará, ante la evidencia de la acelerada marcha mundial hacia la concentración indefinida.

  1. El liberalismo político como hecho

El liberalismo político y la actual versión de Derechos Humanos, son ideas acerca de la interacción entre los seres humanos, modelos, imágenes, pero en ningún país del mundo los Derechos Humanos se han realizado por entero. La fórmula histórica de libertad, igualdad y fraternidad sigue siendo una idea rectora, llevada a la realidad en diferente medida en los llamados Estados de derecho, que se acercan más o menos a esos ideales. Por ende, más que las ideas puras, interesa saber la medida en que éstas se realizan en una sociedad.

Si para evaluar al liberalismo político como hecho nos ceñimos a nuestra historia del siglo pasado, preguntándonos quiénes fueron menos liberales, veremos que el platillo de la balanza cae estrepitosamente del lado de las fuerzas regresivas de nuestras sociedades.

El golpe de Estado de 1930 quebró la constitucionalidad, montó una dictadura militar, ejecutó in situ, fusiló civiles condenados por consejos de guerra, proscribió al partido mayoritario, prisionizó y torturó. El golpe de 1955 derogó una constitución por decreto, bombardeó la ciudad, ametralló población, fusiló sin proceso, emitió el decreto 4161, proscribió al partido mayoritario, convocó una constituyente sin participación del Congreso, intervino sindicatos, prisionizó a miles de personas. El golpe de estado de 1966, desplazó a un presidente que, con todo, tenía mayor legitimidad que un general que admiraba a Franco, pensaba gobernar veinte años, disolvió los partidos y prohibió la actividad política. Es sobreabundante detallar los crímenes cometidos por la dictadura de 1976, que fue el período más siniestro de nuestra historia.

Tal vez el clan radical yrigoyenista haya cometido algún atropello. El peronismo de 1946-1955 tuvo una estética fascista, quizá exageró en su personalismo y permitió una concentración urbana sin violencia y con pleno empleo, aunque a costa de un paternalismo policial. De cualquier modo, todos estos defectos, son pecata minuta que no admiten la más mínima comparación con las enormidades reseñadas antes.

Si nos preguntamos por el liberalismo político como hecho y no como mero discurso, nuestros movimientos populares fueron mucho más liberales, aunque la gran paradoja es que los partidarios de regresiones excluyentes se adueñaron del discurso: entonaron La Marsellesa quienes rompieron constituciones, fusilaron, masacraron, torturaron y asesinaron en defensa de privilegios, olvidando que esa canción revolucionaria era cantada por las mujeres hambreadas del pueblo francés, en lucha contra los privilegios de la nobleza.

No hay otras manifestaciones políticas que en nuestra historia hayan hecho más por la dignidad de la persona que nuestros movimientos populares, y tampoco quienes la hayan lesionado menos, pese a todos sus defectos. No podemos confundirnos al respecto.

  1. La fe en el derecho

La invocación del derecho, la democracia, los principios republicanos, el respeto a las instituciones, fue usurpada por nuestras minorías regresivas.

Existe a este respecto una notoria diferencia entre nuestra historia y la europea: si bien los europeos hace poco más de setenta años cometieron las máximas atrocidades del siglo (sin contar las neocolonialistas anteriores), la verdad es que siempre lo hicieron a cara descubierta. Hitler, Mussolini, Stalin, Franco, Oliveira Salazar, Pétain y otros menores, nunca se disfrazaron, sino que cada uno expresó claramente su ideología, por más delirante y cruel que fuese. Pero en nuestra historia, a partir de la usurpación del discurso republicano y políticamente liberal, todas las atrocidades y crímenes antes reseñados se cometieron con la careta carnavalesca de esos principios. No se puede pretender que un pueblo confíe plenamente en ellos, si se los invoca continuamente para victimizarlo y marginarlo.

Las fuerzas regresivas de nuestra sociedad parten de la opción de civilización o barbarie, adueñándose del discurso del derecho y de la razón frente al pretendido caos y violencia populistas. Esta hipocresía genera cierta confusión en las propias filas populares que, desconcertadas ante la agresión de los dueños del derecho y de la razón, a veces se defienden con respuestas discursivas de corte autoritario, que es precisamente lo que quieren provocar sus contradictores para reafirmar su pretensión monopólica de la civilización y del derecho.

  1. La transformación del poder mundial

Un territorio se puede ocupar en forma directa, pero también mediata. Los nazis no ocuparon toda Francia en la Segunda Guerra, pues se valieron del gobierno de Vichy, lo que les ahorró distraer fuerzas de ocupación.

El neocolonialismo ocupó directamente África, pero en América Latina se ahorró la ocupación directa. La ejerció en forma mediata durante un largo período (desde el siglo XIX hasta fines del siglo XX). Primero lo hizo valido de nuestras oligarquías vernáculas y racistas (el Porfiriato mexicano, el patriciado peruano, la república velha brasileña, nuestra oligarquía vacuna, etc.). En su última etapa se valió de nuestras propias Fuerzas Armadas, previamente alienadas con la alucinación de una guerra mundial permanente (la ideología colonialista francesa de la seguridad nacional, cuya síntesis insuperable se debe al nazi Carl Schmitt en su Teoría del partisano).

Nuestros populismos –continuadores de las luchas de Independencia–, se formaron en la resistencia a estas ocupaciones mediatas, es decir, que fueron producto de la resistencia al neocolonialismo.

Pero el neocolonialismo se agotó con la transformación del propio capitalismo, concentrado en corporaciones y con absoluto predominio del capital financiero. La Revolución Tecnológica de fines del siglo pasado dio los instrumentos para la actual etapa de tardocolonialismo, donde la política (el poder institucional) cedió al dominio de unos cientos de inmensas corporaciones transnacionales.

Este poder planetario acelera la injusticia en todo el planeta: a dos tercios de la humanidad le falta lo básico para vivir con dignidad (o lo necesario para sobrevivir). A una tercera parte de la humanidad se le inventan necesidades artificiales, para cuya satisfacción no se trepida en deteriorar rápidamente la habitabilidad humana del planeta. Los pozos de injusticia son tan enormes que es llamativo que no surjan más criminales locos y suicidas.

La paradoja es que surgen criados en los propios centros, porque la guetización de mano de obra importada genera marginados sin identidad, y algunos de ellos la procuran en los movimientos radicales más violentos e irracionales. Con el accionar de locos y suicidas, el mundo bárbaro invade el propio centro, aunque sea su producto. Cunde el pánico, los centros tienden a convertirse en Estados policiales, no ya amedrentando brutalmente, sino mediante una estrechísima vigilancia sobre toda la población con una avanzada tecnología de control. Ésta no sólo es útil para detectar a locos criminales suicidas, sino que procura un objetivo de seguridad total, en que todo sea visible para todos. Si bien no es controlable desde un centro único, acaba con la privacidad, despreciada como un prejuicio del pasado.

  1. La técnica del tardocolonialismo

Las transformaciones en el centro siempre tienen efecto sobre la forma de dominación colonialista en la periferia. Nuestros populismos se formaron confrontando con el neocolonialismo, pero esa etapa se agotó con las dictaduras de seguridad nacional. Como corresponde a las características del capitalismo financiero, el control colonialista actual es cibernético.

El dominio se ejerce sin romper constituciones. El tardocolonialismo se hace del poder aprovechando una legalidad defectuosa, que posibilita monopolios mediáticos y jueces adictos y estrellas. Una vez en el poder, desarma la República cancelando la separación de poderes, es decir, el sistema de pesos y contrapesos, usando también para esto los defectos de legalidad.

Es clarísima esta nueva modalidad del colonialismo en nuestro país. Las visitas de autoridades centrales son muestras de atención y curiosidad hacia el nuevo modelo de país colonizado que ensaya el tardocolonialismo. Somos un banco de prueba en este momento.

Los movimientos populares sufren anomia y desconcierto, porque no se explican lo sucedido, conforme a sus reglas de lucha contra el viejo neocolonialismo. Sin embargo, el cambio es clarísimo, y el flanco de la nueva táctica de dominación también.

Los personeros de las corporaciones transnacionales se hicieron del gobierno sin romper la Constitución y sin ninguna violencia abierta. Para llegar al poder se valieron de dos elementales defectos institucionales:

Los monopolios mediáticos son corporaciones y responden a los intereses del capital financiero, conforme a su naturaleza. La ausencia de prohibición de monopolios mediáticos en la ley fundamental hizo que se crease una realidad en que un porcentaje de votantes (no mayor del 5 o 10%) creyese sinceramente que estaba votando por una alternancia democráticamente saludable, cuando en realidad lo hacía por un cambio de régimen.

Una programación defectuosa del Poder Judicial que, entre otras cosas, concentra la última instancia en cinco personas que no revisan medidas supuestamente cautelares, garantizó el monopolio mediático, amenazado por una ley que, en definitiva, copiaba las de los países centrales.

Obsérvese –de paso– que se trata de la misma pareja de recursos con que hoy se amenaza la continuidad del gobierno en Brasil.

Una vez conseguido el Poder Ejecutivo por una mayoría exigua en el ballotage, por otros gravísimos defectos constitucionales, una sola persona –nuestro Ejecutivo es unipersonal–, controla al Congreso de la Nación mediante la distribución arbitraria de los fondos de coparticipación federal, lo que le permite extorsionar a los gobernadores y, por su presión, a los diputados y senadores, obligados a votar las leyes que el Ejecutivo quiere, incluyendo los acuerdos para la designación de los jueces máximos de la Nación, con lo que obtiene el control de la cúpula del Poder Judicial. Además, legisla por decretos-leyes abusando como nunca de la pretendida necesidad y urgencia.

De esta forma, por una mayoría de 2% en un ballotage, una sola persona monopoliza los tres Poderes del gobierno: la República está desguazada. No hay hoy monarca en el mundo que tenga el poder del Ejecutivo argentino en este momento.

Una vez más, las fuerzas regresivas dan prueba de su desprecio por el derecho, por el liberalismo político, por el respeto a los principios republicanos, sólo que con menores costos, mediante una táctica más sutil, acorde con los tiempos del poder mundial.

El golpe de 1930 nos alineó con los intereses británicos y la privatización del petróleo; la derogación de la Constitución de 1949 fue necesaria para entrar al FMI; el golpe de 1976 para endeudar. Ahora se vuelve al endeudamiento internacional, pero mediante el desguace de la República.

El tardocolonialismo obtiene los mismos resultados que el neocolonialismo, pero ahorrándose los costos que implicaban las rupturas constitucionales, los crímenes y demás atrocidades. Penetra por los gravísimos defectos de nuestra estructura institucional, que nos hace vulnerables a la nueva técnica. Hasta puede darse el lujo de proclamarse defensor de los Derechos Humanos y desentenderse de los criminales que usó hace décadas, cuya proximidad incluso lo contamina. Puede arrojar hoy flores homenajeando a las víctimas del neocolonialismo.

  1. La urgencia del replanteo institucional

Somos el país modelo para el tardocolonialismo. Es urgente tomar consciencia de que nos enfrentamos a un colonialismo diferente del de la etapa anterior, que ataca por el flanco en extremo vulnerable de nuestros gravísimos defectos institucionales. Es una nueva táctica y no estábamos preparados para enfrentarla, pero debemos hacerlo con urgencia.

La resistencia anticolonialista seguirá, el pueblo continuará procurando un modelo de sociedad incluyente, porque los pueblos no se resignan, se mueven, se movilizan, las sociedades son esencialmente dinámicas, pero los anhelos populares no se materializarán hasta que su conducción no caiga en la cuenta de que es indispensable dar un giro hacia las brechas por las que penetra la nueva modalidad de dominación.

Es urgente reaccionar y cubrir los flancos indefensos de nuestros defectos institucionales. Sólo se retomará el camino del Derecho Humano al desarrollo progresivo si repensamos las instituciones, enarbolando como bandera una idea-fuerza que nos ponga a cubierto de cualquier nuevo desguace de la República. Esto requiere comenzar a discutir –con la premura del caso– una reconstrucción institucional de la República, hoy desguazada.

El federalismo, la coparticipación federal, el sistema tributario, la estructura judicial, la previsibilidad de las decisiones, el pluralismo mediático, la progresión de los derechos, las Fuerzas Armadas y de seguridad, la justicia electoral, el control de constitucionalidad, la inversión en educación y salud, la garantía de alimentación, los recursos rápidos, los límites al Ejecutivo, la forma misma de gobierno, son temas de discusión urgente para alimentar la bandera de una futura e inevitable reconstrucción de la República.

Se trata de crear fe popular en el derecho, eliminar prejuicios, repensar la institucionalización, discutirla, no entre sabios, sino como tarea política de extrema urgencia y seriedad. Ese es el único camino ante la nueva táctica que opone el tardocolonialismo. No importa cuánto se demore en realizarlo, pero nada podremos hacer nunca sin antes pensarlo. •

Eugenio Raúl Zaffaroni: Abogado y Dr. en Ciencias Jurídicas y Sociales. Ex-miembro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Miembro de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Profesor Emérito UBA, Docente UNDAV.