La deuda indefinida
Celebramos doscientos años de vida independiente y no sé cómo describir Argentina, ni explicar muy bien cómo es. Dudo que sea posible. Tampoco sé decir qué es Argentina. Nadie parece saberlo. Tal vez porque nadie entiende bien este asunto, hay pocas cosas que parecen atraer más a los argentinos que el hecho de interpelar a su país quejándose de él. Algunos se desentienden mientras otros dramatizan, muchos practican la desobediencia vital y tantos otros llevan adelante la indiferencia civil.
Actitudes que parecen componer el “alma paradójica”, singular y plural, ciudadana y comunal, que nuestras plumas más agudas supieron ver en la génesis dramática y cíclica del deseo y de la atmósfera cultural en la que vivimos. Como ciudadano soy argentino y no tengo objeciones. Siento con frecuencia una vergüenza serena de serlo: no faltan motivos tanto pasados como presentes, históricos y cotidianos para sentirla. Si fuese natural de otro país creo que me pasaría lo mismo, tendría motivos para sentir vergüenza, y es eso lo que me lleva a no tener objeciones al hecho de ser argentino. Siempre consideré que la “realidad argentina” es por lo menos resbaladiza. Es una curiosa e intraducible noción que sólo se exige definir a las dependencias humanas del saber y a las postergadas filosofías, aunque el requerimiento no pese sobre la física que solo parece ocuparse de la realidad a secas y no de sedimentos sensibles e historias emocionales.
Argentina es para mí antes una emoción que una simple circunstancia histórica, no es un objeto de conocimiento porque estoy implicado en ella emotivamente, aunque puedo reconocer el “alma patológica” que señalaron nuestros más ásperos ensayistas al indicar la emoción siempre desgarrada de aquello que nos pone en común entre la pertenencia amorosa y el rechazo feroz. La emoción es el tránsito y el trance que nos permite entrar en relación con lo que nos constituye y excede al mismo tiempo. Emocionarse supone sentir lo colectivo que está contenido en nuestro “yo”, como la parte intensa, inmadura o informe que da cuenta de las pasiones, que expresan algo que constituye la vida individual y que sin embargo no nos pertenece, orientando nuestra ruina o salvación. Es cierto que la emoción no es del orden del “yo” sino del “acontecimiento”, y su captación e intensidad no refieren a la primera sino a la tercera persona del singular. En Argentina uno comprueba día a día que “yo no sufro”, sino que “él sufre”. Y esto no quiere decir que uno vaya a romper en llanto compadeciéndose a sí mismo, sino que ya no se puede desviar la mirada ante aquello que nos deshace en la emoción, y que efectivamente nos desorienta y extravía como los espectadores de un naufragio común.
“Nuestra sociedad actual se basa en la deuda y el cinismo. Promete la impotencia del aburrimiento y el McEmpleo.
Su patología es el desorden sensible y cognitivo de los hedonistas y depresivos.”
Cuando vivía en Brasil comprendí mejor la frase de Tom Jobim, dicha en una entrevista de regreso a Río de Janeiro después de vivir en los Estados Unidos: “Allá afuera está bueno, pero es una mierda; acá es una mierda, pero está bueno”. Pensar mi país estando afuera me permitió sentir las emociones que me atraviesan sobre lo propio así como adquirir una percepción desconfiada ante cualquier tranquilizante epistemológico que desee explicar lo argentino para uso de neologismos que encubren modos de explotación, como “eficiencia”, “sustentabilidad”, “tecnología de redes”, “emprendimientos creativos”, todos destinados a captar al inversor y al capitalista, garantizando que el capital obtenga el retorno necesario. Me resisto a pensar en las prácticas políticas como modos del marketing o del coaching destinados a la modernización y sostenidas en el shock para el ordenamiento territorial, cuyo objetivo último es pacificar por la fuerza y por el hambre. Dinámica, flexible y espontánea es la astucia del presente. Quién podría desear la burocracia, la autoridad central, las jerarquías fijas y la producción industrial cuando se nos ofrece la colaboración en diálogo, la flexibilidad no rutinaria y la creación espontánea interactiva como modos de producción. Para algunos no es más que el triunfo del capitalismo iletrado que funciona sin voz ni escritura. Su eficacia es la dislexia performativa para quienes viven de eslóganes y astucias sostenidas en modos dinámicos, flexibles y espontáneos en la empresa de vivir. Nuestra sociedad actual se basa en la deuda y el cinismo. Promete la impotencia del aburrimiento y el McEmpleo. Su patología es el desorden sensible y cognitivo de los hedonistas y depresivos. Su antídoto, el ajuste químico y el entretenimiento. Todas formas de una vida postergada por el poder de una deuda indefinida e interiorizada. Una sociedad como la nuestra sólo funciona con el aporte de adictos, cómplices y fanáticos de aquello que domina y posee. Los valores sobre los que se sostuvo la esfera pública moderna tales como compromiso, deber y confianza han sido desmantelados por la corrosión del carácter en todas las direcciones públicas y políticas. Argentina sólo se dice hoy con dos fórmulas: “no hay largo plazo” y “no te comprometas con nada”. Modos de la racionalidad pragmática ante un nuevo naufragio.
Amarga celebración
La mentalidad colonial se hace presente como servilismo crónico porque se reinicia en cada generación bajo la forma binaria que opone proyectos modernizadores para el siglo por venir a otros considerados bárbaros, brutos o ignorantes por su pretendida inoperancia. La aspiración de la buena administración abierta al mundo global obra por chantaje ante las formas del desorden local: se nos dice que es mejor aferrarse a un presente intolerable porque el futuro siempre puede ser peor. Pero constatamos que lo peor muestra una y otra vez la conjugación de un “futuro anterior”, que apela al orden y a la civilidad para reforzar el control cultural del humanismo colonial ejercido sobre la precariedad y pobreza de los pueblos. Detrás del pretendido buen tono, del encanto y de la naturalidad de los gestos, descubrimos el mando racista del colonizador. Convengamos que no siento simpatía por ningún pensamiento tranquilizante individual o colectivo que reclame la felicidad como destino, prefiero estar marcado por las experiencias trágicas y los pensamientos inquietantes que enfrentan la inestabilidad emocional de los modos de ser en nuestro territorio. Compruebo que los datos estadísticos, históricos, sociológicos, geográficos no parecen prestar ayuda para la pregunta de fondo que formulo aquí: cómo funciona Argentina. Por lo menos, los datos a los que accedemos no parecen tan fiables como podría pensarse y hasta nos engañan tras su apariencia austera, exacta e intimidatoria.
Resulta curioso que todo lo que escucho sobre Argentina en conversaciones frugales o en debates públicos, con otros argentinos o con extranjeros puede ser verdad, incluso hasta las afirmaciones más opuestas entre sí pueden ser ciertas. Aceptamos ser presentados como humildes y soberbios, audaces y temerosos, egoístas y desinteresados. Lo único firme que constato una y otra vez es la paradoja dramática de nuestra constitución y de nuestros procesos de formación comunal. De una a otra conversación, entre una y otra tertulia, y en los más acalorados debates públicos, he aprendido cierto contorno entre confuso y delirante para decir lo propio o para exponer lo que consideramos nuestro. De tanto en tanto leo contribuciones valiosas que recuperan las perplejidades clásicas de nuestras mejores plumas y escucho como reverso la escena grandilocuente de los debates periodísticos con la impresión de que en ambos casos domina un aire de exaltación, aunque lo que pensamos de nosotros mismos no ha variado mucho desde que tengo uso de razón. Confieso que prefiero una celebración amarga del Centenario que el tibio discurso del amor y de la felicidad que el poder emite a diestra y siniestra como formas de un “populismo almibarado” sin relación alguna con la vida de a pie.
Celebración en la que reconocemos una tensión constituyente que se extiende en nuestro continente sobre el terreno de la crisis del estado democrático de la modernidad. Tensión paradójica de los modelos de representación de la modernidad colonial entre espontaneidad y organización de las luchas, entre subjetividades sociales heterogéneas que se auto-organizan y formas de un Estado que muestra simultáneamente sus pretensiones y agotamientos como construcción burocrática-trascendente sobre los derechos civiles y la invención de instituciones. La tensión que percibimos es por la organización y opone los movimientos que componen o bien de arriba hacia abajo para politizar la sociedad a fin de construir identidad nacional, o bien como autonomía comunal que horizontaliza las políticas del afecto para confrontar con la deuda del humanismo colonial que ha perfilado la violencia y el mando racista al ocultar la dimensión material de la lucha de clases. Nuestra región exhibe una concepción de transición crítica entre estas formas de organización nunca fundidas una en la otra en nuestro tiempo, y que repiten la paradoja de los modelos de la modernidad emancipatoria. No podemos negar que las políticas han creado autovalorización y recualificación productiva en los modelos neo-desarrollistas, que sin embargo produjeron una subjetividad que se revela como “excedente salvaje” en el interior de los llamados “modos de inclusión social”. Las conjugaciones de filiación y de alianza de los intercambios de distintos grupos etarios muestran composiciones entre diversidad de identidades transversales en el propio individuo o en los grupos que culminan exhibiendo complejidades de desgajamiento de los movimientos integradores y totalizadores.
Moral resquebrajada
Nuestra manera de vernos de generación en generación se transmite con fórmulas sensibles del tipo: “No somos un país serio”; “Nada de lo que se hace aquí sale bien con excepción del crimen y la infracción organizada”; “Todos nuestros políticos son ladrones, corruptos y de carácter acomodaticio a intereses diversos”; “Nunca encuentran la brújula para los destinos de la nación”; y de tanto en tanto, cuando los ánimos se caldean de intolerancias al poder pedimos: “Que se vayan todos y no quede ni uno solo”. Somos inventivos en picardías, truhanerías y gestos canallas, en especial para sortear obstáculos de modo ilícito. No tenemos vergüenza, nuestra moral está resquebrajada y habitamos en una representación desconfiada y descolorida. Pensamos el festival de la vida sin dilemas éticos y las prácticas públicas parecen tener la misma dimensión que las querellas del fútbol o de los traseros: son tan binarias como ciegas, insoportables como saturantes.
Nos regodeamos en compararnos con Brasil aunque somos inconmensurables en los afectos y en el uso público de las máscaras comunales con las que practicamos los modos sensibles y políticos. Nos distingue la fuerza trágica y afirmativa del carnaval aunque compartimos con el gigante continental oscuros prejuicios raciales. Pero en el fondo una diferencia profunda zanja los modos en los que tratamos la raza y el género por disparidad en las lógicas imperiales y coloniales que nos conforman. Cada efecto político del Brasil pone en riesgo nuestro destino. Estamos atados a nuestra dependencia más de lo que creemos. Disputamos con el “paraíso tropical” la misma capacidad amatoria de nuestros hombres y mujeres aunque sabemos que el sentido común es la más peligrosa creencia para intentar comprender al otro y a nosotros mismos. No somos ciegos y las diferencias territoriales, de población y de producción no nos son ajenas. Los propios vecinos insisten en vernos como hospitalarios y pacíficos tanto como violentos y hostiles, aunque siempre se reconocen nuestra afectividad y amistad duraderas. Se percibe la trama afectiva de nuestra gente con cierta autenticidad, que para algunos observadores exteriores parece estar menos cargada de enmascaramientos ladinos que en otros pueblos. Estamos siempre al borde del abismo y flotan en la atmósfera de nuestra historia reciente las conmociones sociales incontrolables de otros tiempos nunca del todo pacificados, porque recuerdan baños de sangre y planes sistemáticos para eliminar una parte de nuestra población.
Desde mi infancia escucho una opinión que atraviesa las conversaciones con la misma naturalidad que el clima y que resiste al paso del tiempo de su enunciado, según la cual todos nosotros padecemos de una “patología cultural” que esclaviza y deprime el cuerpo y el alma del pueblo, y hasta contribuimos con una enseñanza pública y privada condicionada para evitar su emancipación y desprendimiento, formada con un raro alimento del espíritu a base de desperdicios elaborados como pan de perros y bazofia de criadores de cerdos. Hoy la llamamos cultura del coaching de la felicidad para todos. Tratamos a los niños como idiotas y a los adultos como retardados en la educación pública, en los medios de comunicación y en la vida institucional, porque bastardeamos una y otra vez la democracia social y las formas comunales con prejuicios de sacerdotes de zaguán, de instructores de cuartel y de líderes de partido. Nuestros escritores y periodistas defienden la conversación como si ésta hubiera nacido en el presente y no formara parte de una cultura de querellas y dramas políticos nacionales. A pesar de esta patología rastrera que modula la subjetividad, la convicción más profunda de mis compatriotas es que nuestro país está condenado al éxito y a la felicidad, aunque accedamos a ellos entre el auto-insulto y la fanfarronería, entre el elitismo de clase y la revancha de género. Padecemos de una amarga resignación y de un orgullo voluntarista frente a todas las catástrofes de las que somos responsables, pero de las que aún parece que no se nos ha notificado de modo suficiente.
Zapatear sobre el abismo
La apertura al espacio de navegación que nos toca es el confín. En la cubierta de la nave “Argentina” los cuerpos y la lengua oscilan entre la asociación y la huída. Para dar testimonio de esta experiencia reconocemos un entramado de relaciones de vecindad y alejamiento, de adherencia y rechazo, en grado tal, que las intensidades producen declinaciones de la lengua y flexiones de los cuerpos. Comprendemos porqué el idioma de los argentinos que usamos ya no indica los movimientos de la vida cuando avanza por zonas semánticas estables de sustantivos y verbos que comulgan con identidades definidas. Las flexiones de los cuerpos nos hacen escuchar los adverbios: el “a través de” de las traducciones existenciales, el “entre” de las interferencias simbólicas y el “fuera de” del desapego imaginario. Percibimos por los cuerpos las fuerzas que atraviesan el confín como “entre-lugares” indecisos, hechos de capas de espacios estratificados y de restos de batallas sin fin de los siglos XIX y XX en el corazón del siglo XXI, que no parecen encontrar orden en una representación de Estado, Nación o Patria, sino que exhiben la desmesura de todas las historias vitales y territoriales desde todas partes y en todos los sentidos. Confinamos todos los posibles espacios en el que hoy tenemos lugar como habitantes del límite en condición de exceso. Y sabemos que el límite abre un pensamiento del exceso para nosotros que oscila en la ambivalencia entre contacto y desapego.
No deberían sorprendernos ni los curiosos modos de evocación de la memoria que asumimos ni las huidas que producimos, porque las figuras que nos formaron han sido las de la violación y el pillaje, y éstas están entramadas en la lengua y en el movimiento de los cuerpos. La cosmografía de la navegación de la nave “Argentina” muestra un modo vital que precede y sucede cualquier síntesis entre esencia y existencia, entre ecología y tecnología. El confín como entre-lugar parece ser nuestro espacio vital de navegación y naufragio, y resulta indescifrable fuera de los embargos técnicos de la naturaleza y de la historia natural que se han convertido en nuestra única “naturaleza mítica” al ritmo del glifosato y del agotamiento de la tierra, que al fin configura el mundo ambivalente e indescifrable en el que vivimos, imposible de absorber por fuera de la praxis de su arte y de la inteligencia artificial que selló su sentido como bitácora de navegación. Desde nuestro ensayo fundacional vuelve una figura a interrogarnos: la de los “barcos sobre la pampa” que reúnen la suplencia técnica de la naturaleza y se extienden en el presente hasta el agotamiento último de la tierra y del mar. Vivimos en una historicidad inmanente atravesada de antagonismos no resueltos y muchas veces sostenidos y festejados en su paradoja irresoluble a los que llamamos poéticamente “grieta”.
Cualquier observador de la Argentina en nuestros días se enfrenta ante un nuevo escenario de descreimiento tensado entre la inflación y la corrupción como una cuerda floja por la que camina la desesperanza y la impotencia en la que vive una buena parte de los argentinos, más aún aquellos sin resto que padecen la violencia de los cambios de rumbo político enmarañados en el hambre, como condición naturalizada de una falta de proyecto común que concurra hacia la autoestima colectiva sin traficar con las miserias del capital simbólico. Capital que hace a las modulaciones de la deuda infinita que nos atraviesa desde la colonización religiosa, ilustrada y económico-política y que ha sido un elemento inevitable en la constitución de nuestra suspensión indefinida, para vivir con cierto saldo de vergüenza sobre nosotros mismos, queriendo ser en cada golpe de timón lo que no éramos ni somos, y sin saber qué deseamos ser. Aunque somos un pueblo del confín se nos recuerda que tenemos una tierra rica y hermosa, una bandera sobria y prístina como gesto de estilo, un himno nacional memorable, héroes audaces y desinteresados que libertaron nuestra América, una historia que contribuyó a formar una posición singular en el concierto de las naciones. También se nos recuerda por una grandeza de sueños siempre postergada porque no queremos y no podemos ser nosotros mismos. Enunciados y gestos que contribuyen a regodearnos en el más chato sentido común. En el inconsciente óptico argentino siempre hay una “Argentina potencia” a la que hemos sido destinados por nuestras riquezas, nuestro tamaño territorial y la curiosa fertilidad de nuestra tierra, por la que esperamos un nuevo viento de cola salvador en nuestra navegación. A pesar de todas las bonanzas, en nuestra tierra siempre la pitada es magra. No logramos que el pueblo que la habita simplemente coma, se eduque y tenga un mínimo de salud para abrir oportunidades en su camino de vida.
Nos parece justo pensar que cuando la felicidad toma las palabras del discurso político es porque nos hemos distanciado de su sueño y efectividad. Entre gravísimos problemas sociales y económicos, cíclicos como el clima pero agravados como en la época del cambio climático, la decadencia con la que nos alimentamos es la medida de nuestra moral burguesa y de nuestra revolución conservadora. Somos productores de comida, uno de los mayores del mundo, pero tenemos miedo al futuro, hambre crónica e imaginación deseosa de méritos de poder. De tanto en tanto, estas máculas se proyectan hacia el porvenir intentando borrar las huellas del pasado. Somos convencionales hasta el hartazgo y la esperanza va y viene al ritmo de la maraña de los índices y tablas de nuestra moneda. Se nos ocurre borrar el siglo XIX por decreto, formar parte del capitalismo global integrado porque sus técnicas son del siglo XXI e imaginamos que en la era de las redes lo colectivo y el cambio nacen por generación espontánea. Olvidamos que no hay mérito en tener mérito y que la “meritocracia” es la única forma de poder que se confunde con el trabajo de cada quién para enaltecer sólo el de aquellos encumbrados. Como pueblo desdeñamos el poder de una política horizontal de los afectos que cuestione las relaciones verticales de poder porque amamos el prestigio y las jefaturas. Como cualquier otro pueblo nos revolcamos en la dificultad y nos une la decepción. Pero no afirmamos la alegría sino el pesimismo y la amargura de “zapatear sobre el abismo”. •
Adrián Cangi: Dr. en Sociología y Filosofía. Docente universitario e investigador (UBA-FUC-UNLP). Director de la Maestría en Estéticas Latinoamericanas Contemporáneas (UNDAV).