Los usos de la igualdad, intercambio epistolar entre Ernesto Laclau y Judith Butler

Este significativo intercambio epistolar entre Ernesto Laclau y Judith Butler fue publicado por primera vez en el año 1995, en la revista TRANS, en idioma inglés. Más de veinte años después cumplimos con un deseo de Ernesto Laclau, quien lo quería publicar en la revista que fundó y dirigió: Debates y Combates.

Su muerte no sólo impidió que tal deseo se realizara en esa revista sino que muchos otros valiosos proyectos quedaron truncados. La ausencia de Ernesto Laclau se destaca en un contexto donde se hacen imprescindibles los debates frente al reflujo de un ataque encarnizado a las políticas emancipadoras de nuestro continente o, como se denominan en este texto, de “democracia radical”. Pero su pensamiento sigue iluminando los combates que se deben seguir dando, como sucede con este intercambio entre Ernesto Laclau y Judith Butler, en el cual la conversación que inician sobre el tema de la igualdad los obliga a pensar en los ideales de inclusión y el problema de la exclusión en el ámbito filosófico y en el de la acción política. ¿Cuál política para la inclusión? Al pensar a la igualdad como el discurso que en el campo político debe manejar las diferencias, no pueden dejar de hacer entrar a Derrida en la conversación, pero también a Kant y a Hegel, a Althusser y Benjamin, y a Gramsci, por supuesto. De la más alta especulación filosófica de las categorías que barajan se conducen inexorablemente a su implicación en las políticas concretas. Como es el caso de la pregunta que acerca Butler sobre el problema de la nominación de las “Américas” que, para ella, supone un imaginario político que disimula una historia de colonialismo. Ernesto responderá con un lúcido análisis de los significantes que nominan y han nominado a las Américas, mostrando la determinación histórica de esos nombres. Se pregunta Laclau “¿tiene el significante ‘América’ sin distinciones, sin separación entre el Sur y el Norte, algún papel positivo que desempeñar en lo que se refiere a los pueblos latinoaméricanos? Mi respuesta es que no”. Y argumentará las razones político-discursivas de las diferentes nominaciones de nuestras Américas, con una toma de posición que parece haber sido pensada para el momento actual. Entre acuerdos y disidencias, Butler y Laclau coincidirán en que se hace necesario abordar el problema de la articulación hegemónica y la importancia de la lógica de la equivalencia en la reflexión sobre la igualdad. La vigencia de esta aguda conversación entre dos filósofos de la estatura de Butler y Laclau exigía su nueva publicación.

Transcribimos la versión en castellano publicada por la revista mexicana Debate Feminista en 1999, con la introducción y la participación de Reinaldo Laddaga.

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El siguiente intercambio epistolar entre Judith Butler (que en ese momento estaba en Irvine, California) y Ernesto Laclau (en Essex, Inglaterra)1 se llevó a cabo durante los meses de mayo y junio de 1995. Ernesto Laclau, nacido en Argentina, es muy conocido por su libro Hegemonía y estrategia socialista, publicado en 1985 en colaboración con Chantal Mouffe. La obra se inicia con un examen crítico del concepto de “hegemonía” dentro de la tradición marxista, y termina con la propuesta de una estrategia socialista que no solo toma en cuenta la crítica planteada contra la tradición marxista durante las últimas tres décadas, sino también el surgimiento de nuevos frentes políticos y sociales. Hegemonía manifiesta una idea que puede considerarse como antecedente de la siguiente discusión: una política de “democracia radical” (expresión introducida en el libro) debería aspirar a preservar el carácter conflictivo de todos los procesos sociales si pretende evitar convertirse en un sistema totalitario. En otras palabras, una política de “democracia radical” debería permanecer fiel a la máxima del poeta alemán Paul Celan: “construye sobre inconsistencias”. Es evidente que Laclau comparte esta posición con Judith Butler, la autora estadounidense de Gender Trouble (1990) y su secuela. Bodies that Matter (1993). En estas obras, Butler defiende la reactivación del concepto de “interpelación” para exponer las maneras en que cualquier sujeto determinado “adquiere un género”. La constitución performativa de un sujeto, según Butler, se define mediante una convocación reiterativa o “interpelación” que continuamente exhorta al sujeto a que se adhiera a la norma de un género. Sin embargo, no todos los esfuerzos y secuencias de interpelación tienen un éxito total; de ahí la necesidad del concepto de “desviación” respecto de la norma. Esta postura teórica facilitó una desconstrucción de normas sociales de género y atendió a las preguntas planteadas por las comunidades de gays y lesbianas. No obstante, en Bodies that Matter, se otorga mayor importancia a la articulación de la tarea por realizarse dentro del campo más amplio de las demandas democráticas de las minorías. Aquí resultaron cada vez más necesarias las referencias a Mouffe y Laclau y a los conceptos de “articulación” y “hegemonía”.

El vínculo entre Butler y Laclau se estrechó a través de este diálogo. Un ejemplo de ello es la idea de que todas las identidades se constituyen por diferenciación. Sin embargo, la diferenciación de inmediato implica antagonismo. Las identidades existen porque hay diferencias de fuerza, de antagonismo y, por último, de hegemonía. Según Butler y también Laclau, lo social se constituye como el espacio en que se desenvuelven las relaciones hegemónicas. No obstante, es característico de cualquier posición hegemónica no alcanzar nunca la estabilidad: toda posición hegemónica siempre está expuesta al riesgo de ser subvertida. De ahí la recurrencia de dos asuntos que son importantes en el siguiente análisis: la existencia de relaciones hegemónicas y, por lo tanto, de la exclusión en el campo social. Pero, dado que ninguna exclusión se basa en “la naturaleza de las cosas” o puede al fin de cuentas justificarse, ninguna exclusión puede ser definitiva y ninguna política puede lograr una forma final. En la brecha entre el reconocimiento de que la exclusión siempre existe en el campo social y la ruptura que esto provoca –es decir, entre la afirmación de que ninguna situación tiene una estructura pura y que ninguna formación de estructura puede llegar a ser completa– es quizá donde se desenvuelve el programa de la democracia radical.

La igualdad como significante y como cosa –si es que existe– fue el tema propuesto a Butler y a Laclau: su diálogo supera nuestras expectativas originales.

¿Cuál es, hoy en día, el valor político del uso del significante “igualdad”? Considerando el desarrollo postestructuralista de la “diferencia”, ¿cómo funciona hoy en día la “igualdad” en la política de género y/o racial? Durante más de un decenio, “diferencia” ha sido la palabra clave para muchos programas relacionados con la democracia radical. Desde luego, la “diferencia” ha abierto un espacio para la constitución de nuevos tipos de solidaridad social. Sin embargo, en épocas recientes, se han publicado algunas reservas respecto de la extensión del término. Chantal Mouffe –en su introducción a Dimensions of Radical Democracy– ha afirmado que “no todas las diferencias pueden aceptarse” para que “el pluralismo sea compatible con la lucha contra la desigualdad”. Mouffe no aclara, en este texto específico, los criterios con los cuales discriminar entre las diferencias “aceptables” y las “no aceptables” (o, tal vez, las “pertinentes” y las “no pertinentes”), ni tampoco da una definición inequívoca de “igualdad”. Ambas son tareas que parecen cruciales para el proyecto de una democracia radical. Por su parte, Alain Badiou ha escrito que “aujourd´hui, le concept de liberte n´a pas de valeur immédiate de saisie, parce qu´il est captif du liberalisme, de la doctrine des libertes parlamentaires et commerciales”, de modo que “le vieux mot de l´egalite est aujourd´hui le meilleur” para “une politique d´emancipation post-marxiste-leniniste”.1 Estarían ustedes de acuerdo con la afirmación de Badiou?

Por mi parte, considero que, en la teoría de la democracia radical y en las teorías recientes de gays/lesbianas y racial, la “igualdad” se ha tratado con mucho menos detalle que la “libertad” e incluso la “fraternidad” (en la forma del problema de constituir tipos antihegemónicos de comunidad). ¿Cómo puede interpretarse este hecho? ¿Qué sentido podemos dar a “igualdad” en el contexto de la política progresista actual?

Reinaldo Laddaga

 

Querido Ernesto:

Me disculpo por iniciar esto con un día de retraso, pero ayer hubo demasiadas interrupciones. Me da mucho gusto estar en contacto contigo, Ernesto, y espero que todo esté bien (intenté llamarte la última vez que estuve en Inglaterra, pero como respuesta oí una grabación de una compañía que intentaba vender teléfonos… me dio la impresión de una mise en abyme telefónica).

Se nos ha pedido que iniciemos una conversación sobre la igualdad y sobre el problema de las diferencias aceptables e inaceptables. Casi no sé por dónde empezar y creo que estarías de acuerdo en esta sensación de intranquilidad cuando me piden que decida qué tipos de diferencias deben incluirse en una política ideal y qué tipos de diferencias minan la posibilidad misma de la política, e incluso la idealidad misma sin la cual no puede proceder ninguna noción democrática de política. También me tiene un poco perpleja la pregunta sobre si la idea de inclusión y exclusión –que has tratado en tu trabajo durante algún tiempo– está estrictamente correlacionada con la noción de igualdad. De modo que empezaré ofreciendo una serie de distinciones entre “inclusividad” e “igualdad”. Me parece que la inclusividad es un ideal, un ideal que es imposible de realizar, pero cuyo carácter irrealizable de todos modos rige la manera en que procede un proyecto democrático radical.

Considero que una de las razones, o la razón clave, por la que la inclusividad está destinada a fracasar es precisamente porque las diversas diferencias que deben incluirse dentro de la política no están determinadas con anticipación. De hecho, están en proceso de ser formuladas y desarrolladas, y no hay ninguna manera de circunscribir por adelantado la forma que tomaría un ideal de inclusividad. Este carácter abierto o incompleto que constituye el ideal de inclusión es precisamente un efecto de la situación irrealizada de lo que es o será el contenido de lo que se incluirá. En este sentido, pues, la inclusión como ideal debe estar constituida por su propia imposibilidad; de hecho, debe comprometerse con su propia imposibilidad para avanzar por el camino de la realización.

Desde luego, la igualdad es un concepto extraño cuando se considera en relación con este modelo (un modelo que parece derivarse de tus ideas al respecto, así como de las de Chantal Mouffe). La igualdad no sería el igualamiento de diferencias dadas. Esa formulación sugiere que las diferencias deben considerarse como equivalentes a las especificidades o particularidades. Y el propósito de una reelaboración futura de la noción de igualdad sería proponer la posibilidad de que aún no se sabe quién o qué pueda exigir la igualdad, dónde y cuándo se puede aplicar la doctrina de igualdad, y que su campo de operaciones no está ni dado ni cerrado. La volatilidad de la Cláusula de Protección Equitativa de la Constitución de los Estados Unidos manifiesta este asunto de manera interesante. ¿Sucede que aquellos a quienes se dirige el “discurso de odio” quedan privados de su capacidad para participar equitativamente en el ámbito público? Algunas feministas, como Catharine MacKinnon, alegan que deberíamos oponemos a la pornografía porque produce una atmósfera epistémica en que a las mujeres no se les permite ejercer sus derechos de trato y participación equitativos. Aunque no estoy de acuerdo con la opinión de MacKinnon (y su interpretación de la operación performativa de representación), sí considero útil la manera en que la doctrina de la igualdad se convierte en un punto de impugnación en los debates recientes sobre la Constitución de los Estados Unidos. Sugiere que aún no sabemos cuándo y dónde puede surgir la exigencia de igualdad y mantiene la posibilidad de una articulación futura de esa doctrina.

Así, en cierto sentido, parece que la noción de igualdad procedería de manera no democrática si afirmamos por adelantado que sabemos quién podrá exigirla y qué tipo de asuntos incluye. Esto se relaciona con el ideal de una inclusividad imposible: ¿quién está incluido entre los que pueden exigir la igualdad? ¿Qué tipo de asuntos minan la posibilidad misma de que algunos grupos la exijan?

Pero esto plantea una cuestión difícil, a saber, ¿deben superarse siempre las exclusiones, y hay cierto tipo de exclusiones sin las cuales no puede proceder ninguna política? ¿Cómo podríamos enumerar tales posibilidades excluidas? Desde luego, algunos tipos de crimen son y deben ser castigados, excluidos del reino de lo aceptable, y desde luego hay tabúes –exclusiones en el sentido lacaniano– sin los cuales ningún sujeto puede funcionar como sujeto. La “inclusión” de todas las posibilidades excluidas llevaría a la psicosis, a una vida radicalmente invivible y a la destrucción de la política tal como la entendemos. De modo que si aceptamos, como creo que hacemos ambos, que no existe ninguna política, ninguna socialidad, ningún campo de Io político, sin que ciertos tipos de exclusión ya se hayan realizado –exclusiones constitutivas que producen un exterior constitutivo de cualquier ideal de inclusividad–, eso no significa que aceptemos como legítimas las exclusiones de cualquier tipo. Sería injustificado concluir que solo porque algunas exclusiones son inevitables, se justifican todas las exclusiones. Pero eso también nos pone en el territorio engañoso del problema de justificar las exclusiones. Y aquí me veo obligada a turnarte la conversación…

 

Querida Judith:

Gracias. En gran parte estoy de acuerdo contigo. Permíteme complementar tu análisis con tres comentarios. El primero tiene que ver con la relación entre igualdad y diferencia. No solo considero que estas dos nociones no son incompatibles, sino que incluso agregaría que la proliferación de las diferencias es el prerrequisito para la expansión de la lógica de la igualdad. Decir que dos cosas son iguales –es decir, equivalentes una con otra en algunos aspectos– presupone que son diferentes una de otra en otros aspectos (si no, no habría igualdad sino identidad). En el campo político la igualdad es un tipo de discurso que intenta manejar las diferencias; es una manera de organizarlas, si prefieres. Por ejemplo, afirmar el derecho de todas las minorías nacionales a la autodeterminación es afirmar que estas minorías son equivalentes (o iguales) entre sí. Como regla general, yo diría que cuanto más fragmentada está una identidad social, menos se traslapa con la comunidad como totalidad y más tendrá que negociar su ubicación dentro de esa comunidad en términos de derechos (o sea, en términos de un discurso de igualdad que trasciende al grupo en cuestión). Por eso considero que una política de particularismo puro es contraproducente. Por otra parte, creo que es necesario diferenciar las situaciones en que se da una política antiigualitaria mediante la imposición de un canon dominante y uniforme (esta es la situación que confrontan hoy en día las luchas multiculturales en el mundo anglosajón) de aquellas en las que hay discriminación al afirmar las diferencias de manera violenta, como en la idea de “desarrollos separados” que constituía el centro del apartheid. Esto significa que, según las circunstancias, la igualdad puede llevar a reforzar el debilitamiento de las diferencias.

Mi segundo comentario tiene que ver con la cuestión de la exclusión. Estoy de acuerdo contigo en que el ideal de igualdad total es inalcanzable, y también en que una sociedad sin ningún tipo de exclusión sería un universo psicótico. Lo que añadiría es que la necesidad de exclusión se inscribe en la estructura de cualquier toma de decisiones. Como he intentado mostrar en otra parte, una decisión, para que lo sea, debe tomarse en un terreno estructuralmente indecidible; si no, si la decisión estuviera predeterminada por la estructura, no sería mi decisión. El prerrequisito de una decisión es que la elección real no esté prefigurada algorítmicamente. Pero en ese caso, si la decisión es su propia base, las opciones descartadas sencillamente se han dejado de lado, es decir, se han excluido. Si pasamos de las decisiones individuales a las colectivas, esto es aún más claro, porque la opción excluida podría haber sido preferible para algunos grupos de personas, de modo que la exclusión muestra una dimensión de represión que estaba oculta en la decisión individual. Podría añadirse que una sociedad sin exclusiones es imposible por razones más básicas que el ser un ideal empíricamente inalcanzable: también es lógicamente imposible en la medida en que lo social se construye mediante decisiones que se toman en un terreno indecidible. Podemos manejar la exclusión de la manera más democrática posible (por ejemplo, mediante el principio de la mayoría, o mediante la protección de las minorías), pero esto no oculta el hecho de que la política, en gran medida, es una serie de negociaciones en torno al principio de exclusión que siempre está allí como el terreno insustituible de lo social. Como de costumbre, determinatio est negatio.

Esto me lleva a mi tercer comentario. Se nos ha pedido que manifestemos un criterio para determinar las diferencias que son aceptables y las que no lo son. Ahora bien, esto puede interpretarse de muchas maneras. Podría implicar, por ejemplo, la solicitud de un criterio ético estricto, independiente de todo contexto. Si así fuere, la única respuesta posible es que no se puede dar ese criterio. También podría tratarse de una cuestión acerca de la ética social, a saber, cuáles diferencias son compatibles con el funcionamiento real de una sociedad. Esta sería una pregunta más pertinente porque permite una respuesta historicista. En esencia mi respuesta sería decir que el criterio mismo de lo que es o no aceptable es el sitio de una multiplicidad de luchas sociales y que es un error tratar de dar una respuesta descontextualizada de cualquier tipo. Es evidente que esto no responde a la pregunta de “¿dónde trazarías la frontera entre lo aceptable y lo no aceptable hoy en día en las sociedades de Europa occidental?” pero, por lo menos, nos permite discriminar entre preguntas pertinentes y no pertinentes.

Ernesto

 

Querido Ernesto:

Gracias por tu respuesta. Me gustaría centrarme en los últimos dos puntos que has señalado, uno que tiene que ver con la exclusión y su función en la toma de decisiones, y el otro que tiene que ver con cómo se puede decidir qué tipos de exclusiones deben hacerse para que la igualdad siga siendo un ideal activo.

Creo que tienes razón cuando dices que ninguna decisión puede serlo si está predeterminada por cualquier tipo de estructura. Para que haya una decisión significa que debe haber una contingencia radical. Entiendo que la determinación relativa de la estructura es lo que distingue una posición como la tuya de un punto de vista más existencialista o individualista convencionalmente liberal sobre la toma de decisiones. De hecho, ¿no es posible elaborar una noción de “contexto”, que mencionas en tu respuesta a la pregunta de cómo decidir mejor qué debe y no debe incluirse en una política, y la inaceptabilidad de algunas “diferencias”? Parece claro que es imposible una respuesta descontextualizada a la pregunta de qué no debe incluirse y considero que el esfuerzo por elaborar principios que estén radicalmente libres del contexto, como intentan hacer algunos “procedimentistas”, no es sino incrustar el contexto en el principio y luego rarificar el principio de modo que su contexto incrustado ya no sea legible. Sin embargo, esto aun nos deja con un dilema, ya que imagino que consideras convincentes, al igual que yo, las preguntas que plantea Derrida en “Signature, Event, Context” acerca de la “ilimitabilidad” de los contextos. Creo que, en algunos aspectos, los contextos son producidos por las decisiones, es decir que hay cierta duplicación de la toma de decisiones en la situación (¿el contexto?) en que se solicita que se decida qué tipos de diferencias no deben incluirse en una política dada. En primer lugar, está la decisión de marcar o delimitar el contexto en que se tomará tal decisión, y luego está el deslinde de ciertos tipos de diferencias como inadmisibles. La primera decisión en sí no carece de contexto, pero estaría sujeta a la misma regresión infinita que la segunda, dado que no habría un contexto original o definidor que no esté delimitado de inmediato por cualquier tipo de decisión.

Creo que es un error pensar que podemos enumerar “tipos de diferencias” que sean inadmisibles, no solo porque ni tú ni yo tenemos el poder para tomar esas decisiones, sino porque la forma de la pregunta malinterpreta tanto lo que es una decisión como lo que para nosotros puede significar la “diferencia”. Si, como dices, no hay decisión sin exclusión, sin que algo quede omitido y se enmarque una serie de posibilidades, puestas de relieve mediante esa omisión, entonces la exclusión, como dices, hace que sea posible tomar decisiones. Así, tal vez, las preguntas sean: ¿qué tipos de exclusiones hacen posible la toma de decisiones? y ¿debe valuarse la toma de una “decisión” de tal manera que ciertos tipos de exclusiones se mantengan como exclusiones constitutivas? Esto me recuerda la pregunta de Nietzsche: ¿cómo se convierte el hombre en un animal capaz de hacer una promesa? ¿Cómo nos convertimos, cualquiera de nosotros (mediante cierto tipo de omisión constitutiva), en el tipo de seres que pueden tomar decisiones y las toman? No pretendo dejar de lado por completo la pregunta acerca de la inadmisibilidad de ciertas “diferencias”, pero sigo teniendo dificultad para entender la pregunta. No sé si se trata de “diferencias”, consideradas como tipos específicos de identidades o formaciones de grupo, o si lo que queremos hacer es mantener en juego, en impugnación, el campo de las diferencias, y así la rúbrica de “diferencias inadmisibles” en realidad se refiere a algo que congela el juego de las diferencias. Espero tus ideas al respecto.

Judith

 

Queridos Judith y Ernesto:

Les agradezco sus comentarios. Un señalamiento muy breve: cuando mencioné la afirmación de Mouffe, no era mi intención obligarlos a decidir cuáles diferencias serían aceptables (solicitud que claramente no sería pertinente), sino señalar cierta indeterminación –que incluso podría considerarse deseable– en los usos de “igualdad” en el contexto de la teoría de la democracia radical. Preferiría que mi pregunta se interpretase en este sentido: ¿cómo congelar el juego de las diferencias –en palabras de Judith– y aún mantener la “igualdad” como un “ideal activo”? ¿Cómo concebimos una identidad política que no congele (que no homogeneíce) el juego de diferencias interno a sí misma? Y, por último, ¿tenemos (y, más fundamentalmente, necesitamos) una definición de la “igualdad” que no sea “convencionalmente liberal”? Creo que ya han empezado a responder a estas preguntas…

RL

 

Querida Judith:

Primero responderé a algunas de las preguntas planteadas por Reinaldo Laddaga en su última nota, lo cual podrá servir como introducción para mi respuesta a tus comentarios. En primer lugar, considero que el juego de diferencias es al mismo tiempo una apertura y un congelamiento de ese juego. Lo digo porque no creo que pueda mantenerse algo como un juego irrestricto de diferencias, ni siquiera como un ideal activo. Solo puedo abrir el terreno de algunas posibilidades históricas si cierro otras. Esto equivale a decir que la política, más que la idea de una presencia no contaminada, es la que organiza las relaciones sociales. Por otra parte, no entiendo qué podría ser un “juego de diferencias ´interno´ a sí mismo”. Si la identidad significa diferencia, entonces la idea de un “juego de diferencias” interno a la diferencia es algo que no comprendo cabalmente. Más bien, creo que el juego de diferencias subvierte toda frontera rígida entre lo interno y lo externo. Esto me lleva a un terreno dentro del cual me acerco a las dos últimas preguntas de Reinaldo. Yo ubicaría la noción de igualdad –desde el punto de vista de su estructuración constitutiva – dentro del campo de lo que he llamado la “lógica de la equivalencia”; es decir, un proceso mediante el cual la naturaleza diferencial de toda identidad al mismo tiempo se afirma y se subvierte. Ahora bien, una cadena de equivalencias, por definición, está constitutivamente abierta; no hay manera de establecer sus límites en un universo descontextualizado. (Tratar de hacerlo sería, citando a Quine, lo mismo que preguntar cuántos puntos en Ohio son puntos de partida). En este aspecto, la política es una operación doble de romper y extender cadenas de equivalencia. Cualquier proceso político determinado en un contexto concreto es, precisamente, un intento de extender parcialmente las equivalencias y limitar parcialmente su expansión indefinida. Entiendo el liberalismo como un intento de fijar el significado de la igualdad dentro de parámetros definidos (el individualismo, la distinción rígida entre lo público y lo privado, etc.), que históricamente son limitados y en muchos aspectos se han sustituido –y no siempre de manera progresista– por la experiencia de la política contemporánea. A mi juicio, la tarea de la política democrática radical es lograr deconstruir las distinciones liberales básicas manteniendo un potencial democrático.

Paso ahora, Judith, a tu respuesta a mis comentarios. Me alegra ver que estamos de acuerdo en la mayoría de los asuntos. Sin embargo, ante todo, debo aclarar un punto. Desde luego, estoy de acuerdo contigo en que la “contingencia radical” es un concepto inaceptable si la entendemos como cierto tipo de abismo que crea una carencia total de estructuración. Lo que hemos mencionado como el curso de la contingencia, más bien, es una estructuración fallida. Así, la contingencia –si está bien contextualizada– debería reinscribirse dentro del campo más elemental de la distinción entre lo necesario (necesidad contextual, desde luego, no lógica o causal) y lo contingente. Sin embargo, aun habiendo construido así la contingencia, de todas maneras diría que es radical en el sentido de que, dentro de los límites de un contexto parcialmente desestructurado, solo puede apelar a sí misma como su propia fuente. ¿Aceptarías esta idea?

Esto me lleva a las preguntas importantes que planteas, empezando por tu crítica del “procedimentismo”, la cual suscribo. Creo que las preguntas que Derrida plantea en “Signature, Event, Context” deben ser contestadas, teniendo mucho cuidado con la doble dimensión que abren. Por una parte, dice que, estrictamente hablando, no es posible atribuir límites cerrados a un contexto. Sin embargo, dado que su argumento no es a favor de un retorno a un significado platónico descontextualizado, lo único que nos queda es la imposibilidad misma de delimitar contextos. Deben definirse mediante sus límites y, sin embargo, estos límites son imposibles. Todo aquí gira en torno a este objeto efímero, el “límite”, que es algo como la presencia de una ausencia. O, en términos kantianos, un objeto que se muestra mediante la imposibilidad de una representación adecuada. Ahora bien, yo considero que si este límite es imposible pero también necesario –algo como el “objet petit a” de Lacan–, de una manera o de otra tendrá que entrar en el campo de la representación. Pero dado que es necesario y también imposible, su representación será constitutivamente inadecuada. Una diferencia específica dentro de los límites siempre tendrá que asumir la función de límite y, así, fijar (encerrar dentro de sí) un contexto transitorio. Esta relación de fijeza/no fijeza mediante la cual un contenido “óntico” asume la función “ontológica” de constituir un contenido transitorio, como sabes, es lo que llamo una relación hegemónica. Como ves, implica la crítica derrideana de los límites, pero intenta prolongarla con una noción de la dialéctica entre imposibilidad y necesidad que hace posible la construcción de contextos hegemónicos.

Esto me da un punto de partida para empezar algunas respuestas a las preguntas incluidas en nuestro intercambio. ¿Qué diferencias son aceptables o no aceptables? Ambos estamos de acuerdo en que no puede responderse a esta pregunta fuera de contexto, y también en que la noción de contexto es bastante problemática. Sin embargo, si los contextos se constituyen como lo he sugerido, hay diversas ventajas: 1) pueden hacerse compatibles la inestabilidad última de los límites con las limitaciones reales; 2) hay ciertas reglas para decidir que contará como una inclusión o exclusión valida, que dependerá de la configuración hegemónica real de una comunidad determinada; 3) esta configuración hegemónica no es un simple dato sino el resultado de la articulación transitoria entre contenido concreto y universalización de la comunidad mediante la construcción de un límite que no tiene ningún vínculo necesario con ese contenido; la configuración hegemónica siempre está abierta a la impugnación y al cambio. De esta manera podemos alcanzar una visión más democrática que si se considera que la configuración hegemónica depende de un vínculo no contingente entre la función constitutiva y limitadora del contexto y el contenido en sí que desempeñaba esa función de límite; 4) por último, la disparidad que introducen los juegos hegemónicos dentro de identidades sociales diferenciales nos permite resolver algunas de las aporías relacionadas con el “juego de diferencias” y nos permite acercamos a la lógica mediante la cual se constituyen esas diferencias en nuestro mundo político actual. Espero tu respuesta.

Lo mejor,

Ernesto

 

Querido Ernesto:

Tu texto más reciente da mucho en qué pensar, y espero poder examinar algunas de las cuestiones planteadas.

En gran parte estoy de acuerdo con tu formulación de la lógica de la equivalencia, a saber, como “un proceso mediante el cual la naturaleza diferencial de toda identidad al mismo tiempo se afirma y se subvierte”. Y me pregunto si pensar acerca de la equivalencia no modifica significativamente los tipos de dilemas planteados por la cuestión de la igualdad. Siempre me pareció que tú y Chantal Mouffe intentaban subrayar una apertura estructural (y, por lo tanto, un “postestructuralismo”) en el problema de la identidad, que a la vez respetaría el lugar que ocupa la identidad en las formaciones políticas contemporáneas y, sin embargo, no respetaría su afirmación fundacional u “ontológica”. Entiendo que el punto que planteas en un párrafo posterior acerca de la contingencia se refiere a la cuestión de la identidad y también de la equivalencia: en la medida en que ninguna identidad está totalmente estructurada, cada una está igualmente (aunque no sustancial u “ónticamente”) formada mediante la misma falla constitutiva. Esta “mismidad” es interesante puesto que no debe entenderse rigurosamente en términos de un “contenido” de identidad determinado. Al contrario, es lo que garantiza el fracaso de que todo “contenido” determinado pueda reclamar con éxito la categoría de lo ontológico o lo que yo llamo lo “fundacional”. Entiendo que recurres a Lacan para explicar esta carencia o fracaso y eso es probablemente en lo que yo diferiría –una diferencia de acento–, dado que considero que el fracaso de cualquier formación de sujeto es un efecto de su iterabilidad, de tener que formarse en el tiempo una y otra vez. Podría decirse, siguiendo a Althusser, que el ritual mediante el cual se forman los sujetos siempre es susceptible a un cambio de rumbo o un lapso, en virtud de esta necesidad de repetirse y reinstalarse.

Pero me pregunto si, para ambos, el fracaso no se convierte en una especie de condición (y límite) universal de la formación del sujeto, una manera en que todavía tratamos de afirmar una condición común que asume un carácter universal en relación con diferencias particulares. En la medida en que, independientemente de nuestra “diferencia”, siempre estamos constituidos solo parcialmente como nosotros mismos (y esto, como resultado de que estamos constituidos dentro de un campo de diferenciaciones), ¿en qué medida también estamos ligados por este “fracaso”? ¿Cómo se convierte, extrañamente, la limitación de la constitución del sujeto en una nueva fuente de comunidad o colectividad o una supuesta condición de universalidad? Me gustaría saber más acerca de cómo se establece una necesidad contextual. ¿Existe algún trasfondo o contexto que forme el horizonte tenue pero necesario de lo que llamamos “contexto”? ¿Tendrá el contexto, que también está parcialmente desestructurado, que aún no ha asumido plenamente la categoría de lo ontológico, una necesidad que estrictamente hablando no es una necesidad lógica o causal sino tal vez una necesidad histórica de algún tipo? ¿Es una necesidad histórica espacializada (Benjamin pensaba que la historia posterior a la teleología tendría que leerse dentro de un paisaje)? ¿Y cuáles son las condiciones en que tal necesidad se vuelve legible como tal? Entiendo que, en tu idea de la hegemonía democrática, siempre habrá una inconmensurabilidad radical entre contenido y universalización, pero que también ambas de alguna manera se engendrarán mutuamente. La tarea democrática sería impedir que cualquier universalización dada de contenido se convierta en definitiva, es decir, cerrar el horizonte temporal, el horizonte futuro de la universalización en sí. Si lo he entendido bien, entonces estoy totalmente de acuerdo.

La tarea democrática sería impedir que cualquier universalización dada de contenido se convierta en definitiva, es decir, cerrar el horizonte temporal, el horizonte futuro de la universalización en sí. Si lo he entendido bien, entonces estoy totalmente de acuerdo.

Me pregunto, entonces, si podríamos concluir nuestra conversación, tratando el asunto de las “Américas”, término que figura en la rúbrica bajo la cual se realiza nuestra conversación. Lo pregunto porque es muy interesante ver cómo se trazan las fronteras de las Américas, por ejemplo en los “Estudios Americanos” como se dan en Estados Unidos. Suele suceder que las fronteras se vuelven sinónimo de los Estados Unidos, momento en el cual la frontera del objeto epistemológico, las “Américas”, codifica y disimula una historia de colonialismo. O cuando se restringe al continente de Norteamérica, excluyendo a Sudamérica y las islas intermedias, hay ciertas historias acerca del comercio, la esclavitud y la expansión colonial que no se pueden contar. Lo que resulta interesante es cómo podríamos considerar la igualdad bajo esta rúbrica, donde el “sujeto” en cuestión no es exactamente una identidad, sino un imaginario político, donde las fronteras mismas de lo que se quiere decir con unas “Américas” pluralizadas permanece incierto de manera importante. Queda claro que no puede plantearse la pregunta de igualdad y ni siquiera de equivalencia respecto de una entidad, “las Américas”, si aún no se conoce la delimitación misma de ese fenómeno. ¿O hay una manera de plantear la pregunta de la igualdad sin afirmar que se sabe, con anticipación, en qué consiste este fenómeno? O aún más importante, ¿hay alguna manera de plantear la pregunta de la igualdad que introduce la pregunta acerca de qué son las Américas y qué será de ellas? ¿Cómo se puede forzar la posibilidad del futuro dentro de la articulación óntica con el fin de rechazar su exclusión de lo ontológico?

Lo mejor,

Judith

 

Querida Judith:

Los problemas que planteas en tu última carta, de hecho, requerirían más reflexión y espacio de los que permiten los límites de este intercambio. Sin embargo, responderé a algunos de tus puntos fundamentales.

1. Respecto de mi concepto de hegemonía democrática, dices que, si lo has entendido bien, estás totalmente de acuerdo. De hecho, lo has entendido perfectamente bien, de modo que no hay disputa sobre este punto central de mi argumentación.

2. Acerca de nuestra diferencia de acento respecto del fracaso de cualquier contenido determinado de afirmar la categoría de “fundacional”, diré lo siguiente. Estoy totalmente de acuerdo contigo en que “el fracaso al que cede toda formación de sujeto es un efecto de su iterabilidad”. Sin embargo, esta formulación presenta una ambigüedad. Porque es perfectamente posible pensar en esta iterabilidad como algo cuya recurrencia –o, más bien, linealidad– cancela la diferencia ontológica, es decir, cuyo movimiento en cualquier etapa es incompleto (y, en ese sentido, un fracaso), pero que como sistema no deja nada fuera de sí mismo. En ese caso estaríamos en el terreno de la Lógica Mayor de Hegel: el fracaso de cada etapa específica no puede representarse como tal, porque su “para sí” es una etapa superior y, por lo tanto, nunca hay un fracaso constitutivo, ningún callejón sin salida. La insistencia del Ser a través de sus diversas manifestaciones no es nada más allá de la secuencia de estas últimas. No obstante, ¿qué sucede si la lógica del fracaso/iteración no es la lógica del Aufgehohen, si lo que insiste en la iteración es la contingencia de la serie, la imposibilidad de su intento de llegar a una clausura definitiva? En ese caso, este momento de fracaso, de imposibilidad, no puede eludir el campo de representación. La variedad de la insistencia, la presencia de la ausencia del objeto que sostiene cualquier tipo de iteración debe tener alguna forma de presencia discursiva. El fracaso de la absorción ontológica de todo contenido óntico abre el camino para una “diferencia constitutiva” que hace posible el poder, la política, la hegemonía y la democracia. Ahora bien, en lo que a mí se refiere, consideras que esto implica adoptar un punto de vista lacaniano. No estoy tan seguro de ello. Lo que estoy tratando de hacer es detectar la multiplicidad de las superficies discursivas en que esta “diferencia ontológica” irreductible se muestra en la filosofía y la teoría política modernas y postmodernas. Desde luego, la teoría de Lacan es una de esas superficies. Pero yo no diría que es la principal ni, mucho menos, la única.

3. Por último, “América”. Como bien dices, “América” es una especie de significante ambiguo y vacio: puede significar las Américas del Norte y del Sur, pero también puede significar solo Norteamérica. Esto quiere decir que (norte)americano funciona como un término no marcado, mientras que la serie de prefijos que construyen la marca del Sur implica, sucesivamente, toda una historia de dominación imperialista. América sin distinciones era el discurso de subordinación del Sur ante el Norte: la doctrina Monroe. “Hispanoamérica”, el nombre de un colonialismo anterior; “Iberoamérica”, la ampliación de esto último para incluir a Portugal. Por último, “Latinoamérica” fue un invento del colonialismo francés, en la época del imperio de Maximiliano en México, para legitimar una intervención que pudiera cortar los vínculos tanto con el pasado ibérico como con un imperialismo (norte)americano cada vez mayor. El hecho de que la intervención francesa en el continente no haya tenido futuro hace que “latino” sea un prefijo lo suficientemente inocuo para que funcione como una frontera política que separa al Sur de las intervenciones imperialistas del Norte.

Sin embargo, la pregunta que aún debe contestarse es la siguiente: ¿tiene el significante “América” sin distinciones, sin separación entre el Sur y el Norte, algún papel positivo que desempeñar en lo que se refiere a los pueblos latinoamericanos? Mi respuesta es que no: no creo que jugar con la posibilidad de un destino común con los pueblos angloamericanos represente alguna ganancia política para Latinoamérica. Sin embargo, ¿qué sucede con las minorías afroamericana e hispánica en Norteamérica? ¿Hay para ellos algún juego del lenguaje para darle vuelta a las ambigüedades, al carácter flotante del significante “América”? La respuesta en este caso tiene que ser diferente. Definitivamente sería un error pensar que, para esos grupos, el significante “América” está fijado de una vez y para siempre en la estrecha historia representada por la tradición de los blancos angloamericanos. La ampliación del discurso de los derechos, de los discursos pluralistas que reconocen las demandas de grupos étnicos, nacionales y sexuales puede presentarse como una ampliación de libertades y el derecho a la igualdad que estaban contenidos en el imaginario político (norte)americano desde sus principios, pero que fueron restringidos a secciones limitadas de la población. Esta “América” multicultural y libre será el sitio para significados mucho más ambiguos y abiertos, pero esta apertura y ambigüedad es lo que da significado a una cultura política democrática.

Lo mejor,

Ernesto

 

Obras citadas

Butler, Judith, (1993): Bodies That Matter. On the Discursive Limits of “Sex”, Routledge, Nueva York.

Butler, Judith (1990): Gender Trouble, Routledge, Nueva York [Problemas de género, trad. Monica Mansour, en prensa, PUEG/UNAM].

Derrida, Jacques (1988): Signature, Event, Context, Límited Inc., trad. Samuel Weber, Northwestem UP, Evanston, pp. 1-23.

Laclau, Ernesto y Chantal Mouffe (1985): Hegemony and Socialist Strategy: Towards a Radical Democratic Politics, Verso, Londres (Traducción en Siglo XXI Editores, Hegemonía y estrategia socialista, México).

Mouffe, Chantal (comp.) (1992): Dimensions of Radical Democracy: Pluralism, Citizenship, Community, Verso, Londres.

1 Butler, Judith, Ernesto Laclau, Reinaldo Laddaga, y Mónica Mansour. “Los Usos De La Igualdad.” Debate Feminista 19 (1999): 115-39.

1 “Hoy, el concepto de libertad no tiene un valor inmediato de apropiación, porque es cautivo del liberalismo, de la doctrina de las libertades parlamentarias y comerciales” de modo que “la vieja palabra de igualdad es hoy la mejor” para “una política de emancipación posterior al marxismo-leninismo”.