Variaciones de la independencia

Independencia económica

Los griegos ya conocían el concepto de independencia y lo llamaban enkrateia o autéxousios. Pero estos vocablos no tenían una significación política sino ética: había individuos que se gobernaban a sí mismos y otros que no lograban hacerlo. Ese gobierno de sí mismo precisaba todo un arte, un trabajo sobre sí, y esta askêsis era una de las primeras cosas que los varones griegos aprendían en la infancia. Educar al ciudadano, al politês, significaba inculcarle, antes que nada, el arte de autogobernarse, de volverse independiente, y este arte podía llegar hasta los rigores de la disciplina espartana. Solo el enkratês, el independiente, podía considerarse virtuoso (agathós).

Pero la propia política no era el arte de gobernarse a sí mismo sino a los otros. Ni siquiera la democracia era el gobierno del pueblo por sí mismo. Había democracia, para Platón o Aristóteles, cuando los muchos gobernaban a los pocos, y esos muchos eran quienes carecían de fortuna. Aristóteles llegó a sostener incluso que la democracia no era ni siquiera la hegemonía de los “muchos” porque si existiera una polis en donde los ricos fueran más que los pobres, éstos la gobernarían si el régimen fuese democrático.1

“Es justo que en Atenas los pobres y el pueblo cuenten más que los nobles y los ricos”, escribía por su parte el Pseudo Jenofonte a propósito de la democracia ateniense, “porque es el pueblo quien hace andar los navíos y hace el poder de la polis”.2 Demóstenes proponía suprimir incluso el derecho a voto de los ricos. Y por eso algunos helenistas sugirieron que la democracia ateniense se parecía más a la dictadura del proletariado que a la democracia liberal. Y esto hubiera sido así, si no fuera porque no bastaba con ser pobre para formar parte del grupo hegemónico del régimen democrático. Hacía falta, además, ser libre, es decir, no ser esclavo: “Hay democracia”, afirma en otro momento Aristóteles, “cuando los hombres libres y pobres, siendo más que los ricos, son amos y magistrados, y oligarquía, cuando los ricos y nobles, siendo menos que los pobres, gobiernan”.3 Los griegos ya conocían el concepto de independencia y lo llamaban enkrateia o autéxousios. Pero estos vocablos no tenían una significación política sino ética: había individuos que se gobernaban a sí mismos y otros que no lograban hacerlo. Ese gobierno de sí mismo precisaba todo un arte, un trabajo sobre sí, y esta askêsis era una de las primeras cosas que los varones griegos aprendían en la infancia. Educar al ciudadano, al politês, significaba inculcarle, antes que nada, el arte de autogobernarse, de volverse independiente, y este arte podía llegar hasta los rigores de la disciplina espartana. Solo el enkratês, el independiente, podía considerarse virtuoso (agathós).

La democracia se oponía entonces a la oligarquía, que aparecía cuando unos pocos, los más ricos, gobernaban a la multitud. En la monarquía y la tiranía, uno solo gobernaba a todo el resto, pero a diferencia del buen monarca, el tirano era incapaz de gobernarse a sí mismo. En todos estos regímenes, a fin de cuentas, una parte de la polis gobernaba a las demás, pero si podía hacerse una diferencia entre gobiernos buenos y malos, se debía a que la parte dirigente lograba gobernarse, en los primeros, a sí misma. Tanto la aristocracia como la oligarquía eran los gobiernos de los pocos sobre los muchos, pero los aristócratas, a diferencia de los plutócratas, practicaban la enkrateia. Aristóteles establecía una diferencia similar entre monarquía y tiranía o entre democracia y demagogia. Los malos gobiernos provenían, en última instancia, de los malos gobernantes, aquellos que desconocían el arte de gobernarse a sí mismos y hubiesen debido ser gobernados, como consecuencia, por otros en lugar de haber cometido la desmesura de gobernar a los demás.

Platón ya había establecido un paralelo semejante entre el cuerpo humano y la polis. Sus guardianes eran los hombres de la inteligencia y la cabeza; sus guerreros, los hombres del honor y las pasiones del pecho; sus trabajadores, los hombres del apetito del vientre y los genitales. Del mismo modo que la inteligencia debía gobernar las pasiones y los apetitos, los guardianes debían gobernar a los guerreros y los trabajadores. Las pasiones y los apetitos lograban gobernar a menudo la inteligencia pero se trataba de pilotos incapaces de llevar el navío a buen puerto. En la democracia y la timocracia, en los gobiernos de los trabajadores y de los guerreros, los apetitos y las pasiones gobernaban, según Platón, la inteligencia. Y la consecuencia, claro está, era el naufragio de la polis. Pero a pesar de este paralelismo entre el cuerpo y la polis, ni Platón ni Aristóteles se refieren a una enkrateia política, es decir, a una suerte de self-government colectivo. No hay ningún régimen político en el que la polis como tal, como unidad, se gobierne a sí misma: un grupo gobierna siempre a los demás, del mismo modo que una parte del cuerpo gobierna siempre a sus vecinas. El vocablo autéxousios aludía a la persona dueña de sí, libre, independiente, pero no se empleaba para referirse a los pueblos. Autokratôr era un vocablo político, que aludía al gobernante con poderes plenipotenciarios, pero esta categoría no se aplicaba a la polis en su conjunto, a tal punto que todavía hoy un régimen autocrático es lo contrario de la democracia.

Para los griegos, sin embargo, no había un solo arte de gobernar a los otros sino dos: la política y la económica. La polítikê era el gobierno de la polis. La oikonomikê, del hogar. La politiké, dice Aristóteles, es el gobierno de los seres libres. La oikonomikê, el gobierno de los seres que no lo son. Cuando asumía una responsabilidad política, un hombre gobernaba a sus conciudadanos. Cuando asumía una responsabilidad económica, gobernaba a los demás miembros del oikos: a sus hijos, a sus esclavos, a su esposa. Cuando Aristóteles se refiere entonces a esos bárbaros susceptibles de convertirse en esclavos de los griegos debido a su incapacidad natural para autogobernarse, no estaba justificando el colonialismo ateniense sino más bien la esclavitud. No estaba defendiendo la idea de que los pueblos griegos pudieran gobernar a otros pueblos sino legitimando la posesión de esclavos bárbaros por parte de los amos griegos. No estaba abordando un asunto político sino económico.

Independencia política

Los romanos también hacían una distinción entre las personas independientes y dependientes, entre individuos sui iuris y alieni iuris: a los primeros los llamaban maiores, y a los segundos, menores, categoría que involucraba a los impúberes pero también a los insani, lunatici, mulieres y a todos aquellos individuos que, por su presunta incapacidad para gobernarse a sí mismos, estuvieran obligados a vivir bajo la potestad, o el mancipium, de otro: el pater familias. Pero las categorías de sui iuris y alieni iuris no eran civiles sino domésticas.

“En opinión de Vitoria, el pretexto de la inmadurez política de los indios no les otorgaba a los Reyes de Castilla el derecho a apoderarse de sus tierras y su patrimonio.”

Cuando a principios del siglo XVI Fray Francisco de Vitoria busque una figura jurídica que se ajuste a la condición de los habitantes de los territorios que los españoles estaban conquistando, no va a encontrar nada mejor que presentarlos como menores de edad que debían vivir bajo la tutela de un pueblo mayor. En opinión de Vitoria, el pretexto de la inmadurez política de los indios no les otorgaba a los Reyes de Castilla el derecho a apoderarse de sus tierras y su patrimonio.4 El teólogo recuerda incluso que, desde el punto de vista de Aristóteles, y del derecho romano, los niños, y hasta los idiotas, tenían derecho a ser “dueños”, como se infería de aquella misiva de Pablo: “mientras el heredero es niño, en nada se diferencia de un siervo, siguen las de no obstante ser dueño de todo”.5

Vitoria se niega a aceptar, además, que estos bárbaros “sean completamente idiotas”, pero admite que “tienen mucho de ello, y es bien notorio que no son realmente idóneos para constituir y administrar una república en las formas humanas y civiles”.6 Solo que algunos aducían esta inepcia política para declarar que en nombre “del bien y la utilidad” de los indios, “pueden los príncipes de los españoles tomar la administración y gobierno de los mismos e instituir en sus pueblos prefectos y gobernadores y cambiarles los soberanos donde constare fuere necesario para su bienestar”, de modo de someter estos pueblos “al gobierno y la tutela de los que tienen razón y entendimiento”. Y el doctor salamantino, que se mostraba rigurosamente estricto a la hora de evaluar los argumentos esgrimidos por los defensores de la conquista, alegaba que esta tutela era jurídicamente admisible, “a condición de que realmente se haga para el bien y utilidad de los mismos y no para lucro de los españoles”, es decir, a condición de que los administradores velaran, como en el derecho romano, por el bienestar de sus pupilos,7 argumento que va a terminar prevaleciendo en las Leyes Nuevas promulgadas por el emperador Carlos V, las mismas que los conquistadores rechazaron y sus descendientes no quisieron nunca acatar. Estas leyes preveían una extinción paulatina de la encomienda para que los indígenas quedaran bajo la tutela del rey. Y si hubiese observado rigurosamente la lógica de la analogía delineada por Vitoria, tendría que haber previsto la completa emancipación de estos pueblos, una vez que hubieran asimilado, como ellos pretendían, los valores y las prácticas de sus tutores cristianos.

El traslado de la institución tutelar desde el derecho privado –o económico, para los griegos– hacia el derecho político puede considerarse como el inicio del colonialismo moderno. Es cierto que el propio vocablo metrópoli, ciudad madre, suponía ya en la antigua Grecia una analogía entre el vínculo filial y el vínculo colonial, pero esta filiación no concernía a los indígenas sino a los colonos, hijos de una polis que partían a vivir lejos de ella aunque siguieran manteniendo no solamente los lazos políticos y económicos con la madre patria sino también, y por sobre todo, parentescos lingüísticos y culturales. Colonia se decía en griego apoikía, un vocablo que alude al alejamiento del hogar (oîkos). Pero quien se alejaba no era el habitante del territorio ocupado –el indígena o endêmos– sino el apoîkê, el emigrado. Cuando Vitoria se refiere a la tutela colonial, no está aludiendo a la relación de los metropolitanos con los colonos o con los conquistadores sino con los autóctonos: los pupilos pasaban a formar parte de la misma familia pero no provenían de ella, ni por la sangre ni por la alianza.

El colonialismo moderno introduce una mutación en la concepción de la independencia, y esta mutación es la condición histórica para que aparezcan dos pilares de la modernidad: la independencia política de los pueblos y la economía política internacional.

Independencia económico-política

Hubo que esperar a Rousseau para que la democracia se definiera como el gobierno del pueblo por sí mismo y para que terminara identificándose con la independencia del pueblo. Para él, la identidad entre pueblo y soberano era incluso la esencia de la política, esencia que cada forma de gobierno terminaba desnaturalizando o alienando, debido a la delegación del poder en alguna parte del cuerpo popular. Para inferir esta identidad, Rousseau había debido partir de dos peticiones de principio: que el pueblo forma un solo cuerpo y que tiene una sola voluntad, llamada por él “general”. Los griegos ya habían recurrido a la analogía entre la polis y el individuo, porque el soberano era a la cabeza lo que el pueblo al cuerpo. Rousseau, no obstante, lo hace en otro sentido: “Como el soberano está formado solamente por los particulares que lo componen, no tiene ni puede tener un interés contrario a ellos”, de donde infiere que “el poder soberano no necesita una garantía ante esos súbditos porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a sus miembros”.8 “El Estado o la Ciudad”, añadía el ginebrino, “no es sino una persona moral cuya vida consiste en la unión de sus miembros” y “su preocupación más importante es su propia conservación”, de modo que la voluntad general se definiría por ser la fuerza que “mueve y dispone cada parte de la manera que más le conviene a la totalidad”.9 La democracia es el soberano sui iuris, que nunca va a perjudicar a sus gobernados, ya que el gobernado es él, y no conoce, ni debería conocer, sublevaciones internas: si el pueblo está en contra de una ley, se limita, como soberano, a suplantarla.

Ahora bien, cuando Rousseau intercala en el Emilio aquellos mismos pasajes del Contrato social consagrados a la soberanía popular y el gobierno de sí, les antepone una reflexión sobre la naturaleza de la autoridad paterna. Esta autoridad se justifica naturalmente, dice Rousseau, por “la utilidad del niño, su debilidad y el amor natural que el padre siente por él”. Si “esta debilidad llegara a cesar”, argumenta el ginebrino, “y su razón a madurar”, se convertiría en “su propio amo, independiente de cualquier otro hombre, incluido su padre, porque el amor del hijo por sí mismo es más seguro que el amor del padre por el hijo”,10 razonamiento que Rousseau extiende a continuación a ese individuo político llamado pueblo.

Esta presentación de un pueblo como un individuo capaz de auto-gobernarse –esta definición moderna de la emancipación y la democracia– no hubiera sido posible sin un desplazamiento previo de la idea de homo sui iuris desde la órbita familiar a la civil o sin esa operación que se remonta a la conquista de América y a los textos de Vitoria acerca de la tutela colonial. Esto explica en buena medida por qué la resolución 1541 de la Carta de las Naciones Unidas aborda esta cuestión a propósito de los pueblos sometidos a una tutela colonial y por qué va a tener tantas dificultades para establecer una diferencia neta entre la democracia y el principio de autodeterminación de los pueblos, pero también por qué, a raíz de las controversias en torno a algunos movimientos de emancipación recientes, los especialistas siguen interrogándose acerca de la extensión y los límites de ese cuerpo popular, es decir, acerca de cuál es la unidad o la individualidad que puede arrogarse el derecho a reivindicar una voluntad única y, como consecuencia, un derecho a la auto-determinación.

Conclusión

“La derecha y la izquierda parecieran haberse repartido hoy las concepciones antigua y moderna de la independencia.”

La derecha y la izquierda parecieran haberse repartido hoy las concepciones antigua y moderna de la independencia. Los primeros privilegian la independencia económica de los individuos. Como para Aristóteles, la política es en este caso el gobierno de los hombres libres y un buen gobierno trata a sus ciudadanos como tales, es decir, como “mayores”. Cuando la derecha liberal habla de democracia, no está privilegiando la significación antigua de la palabra (el gobierno de los pobres libres) ni la moderna (la autodeterminación popular) sino la idea aristotélica de la política como gobierno de los ciudadanos libres o independientes. Para la izquierda, en cambio, la democracia no es tanto la libertad de los individuos como la liberación de los pueblos, empezando por su independencia económica. Y en este aspecto oscila entre la concepción antigua y la moderna de la democracia: hegemonía de los pobres, por un lado; autodeterminación popular, por el otro. Y aunque suele tomar posición en favor de la liberación de las diversas “minorías”, entendidas como grupos tutelados, se muestra más bien escéptica en lo relativo a la independencia ética y económica de los individuos, es decir, a su condición de ciudadanos libres o “mayores”, dado que, en su visión, estos siguen viviendo “alienados” o sometidos a las decisiones de otro: la economía. •

1 Aristóteles, Política IV, 1290a 32.

2 Pseudo Jenofonte, La república de los atenienses, en Jenofonte, Obras menores, Madrid, Gredos, 1984, p. 284.

3 Aristóteles, Política IV, 1290 a 18-20.

4 Francisco de Vitoria, Relección de indios y del derecho de guerra, Madrid, Espasa Calpe, 1928, p. 49.

5 Ibid., p. 49.

6 Ibid., p. 55.

7 Ibid., p. 185

 8 Jean-Jacques Rousseau, Emile ou De l’éducation, Paris, Gallimard, 1969, p. 841.

 9 Du contrat social, p. 71.

10 Emile, p. 840.

* Dardo Scavino: Filósofo, ensayista y crítico literario. Docente universitario (UBA – UPPA, Francia).