Una breve reflexión sobre el Estado populista y el neoliberal
El repliegue de las experiencias populistas que dominaron –años más, años menos– durante la última década el espacio político latinoamericano junto con el retorno del neoliberalismo más descarnado, nos abre toda una serie de nuevos interrogantes que debemos enfrentar.1 Uno de ellos está, sin dudas, en relación con el lugar del estado.
La mayoría de estos populismos surgieron a partir de un momento de ruptura inicial que puede ser claramente identificado en los casos de la Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela. Estos países construyeron su articulación populista a partir de un colapso institucional generalizado que incluyó los arreglos sociales, políticos, económicos y hasta culturales predominantes hasta aquel momento. Y también implicó como consecuencia un cuestionamiento extendido de las élites, vale decir, no sólo las políticas, sino también la de los líderes de opinión, los medios de comunicación masivos, empresarios, banqueros, etc. Podríamos decir que surgieron a partir de un momento de reactivación que puso en entredicho las prácticas hasta entonces sedimentadas. Es decir, se trató de una situación de crisis generalizada que afectó los arreglos neoliberales que prevalecían en aquel momento. Recordemos que el kirchnerismo surgió como respuesta a la crisis de 2001 producida por la aplicación del recetario neoliberal llevado adelante por el tándem de los gobiernos de Carlos Menem y Fernando De la Rua; Evo Morales en Bolivia fue electo presidente como corolario de lo que se denominó el “ciclo rebelde” entre 2000 y 2005 y la caída en 2003 de Gonzalo Sánchez de Lozada (alias “Goni”) y, dos años más tarde, de Carlos Mesa; Rafael Correa fue electo después de años de inestabilidad política y tras la caída del gobierno de Lucio Gutiérrez y la denominada “revolución de los forajidos” en 2005; Hugo Chávez llegó al poder como expresión del rechazo al arreglo neoliberal llamado “Pacto de Punto Fijo” y el “Caracazo” de 1989.
El momento de reactivación que puso en entredicho las prácticas sedimentadas en torno a años de neoliberalismo dejó el espacio social dicotomizado en dos lugares de enunciación: “nosotros, el pueblo” (o la gente común, los ciudadanos de a pie, etc.) vs. “la élite corrupta” (es decir, los enemigos del pueblo, de la gente común y de los ciudadanos de a pie). Esa frontera antagonista que se generó a través de la formación de una cadena de equivalencia entre las distintas demandas circulantes en el entramado social, fue el terreno disponible para la formación de los populismos. Sin embargo, los populismos surgieron sólo cuando aquellos movilizados en torno a esas demandas se volvieron efectivamente “un pueblo” al poner a alguien en el lugar del líder y comenzaron a desarrollar algún tipo de organización que los articulara. En todo caso, una vez a cargo de sus respectivos gobiernos, estos líderes articularon un cúmulo de elementos que se encontraban circulantes en un espacio social dividido en dos.
Ahora bien, el sesgo anti-neoliberal de los populismos se constituyó en la medida en que los diversos elementos articulados quedaron sobredeterminados en el significante “igualdad”. En efecto, el punto nodal de los populismos fue la igualdad, significante que fue deslizándose asociando significados de los más variados que iban desde demandas inicialmente vinculadas con reclamos socio-económicos (comida, trabajo, servicios básicos elementales como cloacas, luz, gas, etc.) hasta el matrimonio igualitario, la ley de identidad de género, acceso a la educación superior, etc. En todo caso, “la igualdad” fue el elemento articulador que se convirtió en el eje de las políticas públicas llevadas adelante desde el estado por estos gobiernos.
En este punto, se vuelve claro que el estado adquirió una importancia fundamental para las articulaciones populistas. El estado dejó de presentarse como el enemigo a ser derrotado, dejó de ubicarse como mera máquina de dominación o medio de regulación o domesticación social y política, sino que se posicionó más allá. Para los populismos el estado funcionó no sólo como aparato represivo, sino también –y por sobre todo– como aquel espacio que le dio legibilidad al sujeto, la posibilidad de inscripción y de generar nuevos vínculos sociales. Más aún, los estados populistas funcionaron como el lugar de re-fundación de los vínculos sociales después de la devastación neoliberal de la década de los años noventa. Funcionaron así como superficie de inscripción de demandas emancipatorias en tanto que refugio y espacio de “empoderamiento” de los de “abajo”, los vulnerables, los excluidos y las minorías. Y los estados populistas funcionaron como espacio de resistencia a la codicia ilimitada de la especulación financiera, los capitales concentrados, las grandes corporaciones internacionales, los sectores conservadores y las tradicionales oligarquías latinoamericanas.
Ahora bien, el retorno al neoliberalismo que se vislumbra en hechos tales como el triunfo de Mauricio Macri en las elecciones presidenciales de la Argentina en 2015, la derrota de Evo Morales en 2016 en el referéndum que bloqueó la posibilidad de que el presidente boliviano pudiera presentarse a una cuarta reelección, el golpe de estado bajo la forma de un impeachment a Dilma Rousseff por parte del parlamento brasileño en ese mismo año, la turbulencia y dificultades de Nicolás Maduro que pareciera nunca haber podido sustituir a Hugo Chávez desde que lo sucedió en Venezuela, el constante fortalecimiento de la oposición de derecha a Rafael Correa en Ecuador, anuncian una nueva disolución de los vínculos sociales. Pero no una disolución de los vínculos sociales porque estemos meramente frente a un programa económico que busca achicar el estado y el concomitante espacio público en pos de agrandar el mercado y en consecuencia el espacio privado. Sino que el neoliberalismo implica una racionalidad que comprende al estado pero que va mucho más allá.
Si consideramos el trabajo de Brown2 sobre el neoliberalismo, vemos que la racionalidad neoliberal lleva la impronta de pretender reconfigurar la subjetividad y el propio Estado y, con ello, el ciudadano, en términos “puramente” económicos. Así, el neoliberalismo procura establecer un tipo de subjetividad que tiene como sello la diseminación de los valores de mercado y la métrica a todos los campos de nuestras vidas y que busca la eliminación de la política. ¿De qué subjetividad habla Brown? La del capital humano.
Si, tal como afirma Brown, el tipo de subjetividad que pretende emplazar el neoliberalismo bajo la lógica del capital humano supone que toda actividad se estructure en función de fortalecer su competitividad, su valor y promover la auto-inversión (la educación, el entretenimiento, el placer, el consumo, etc., cada decisión se orienta hacia nuestro valor a futuro), el estado debe dar cuenta de este emplazamiento y ser reconfigurado en cuanto tal. Por eso el estado neoliberal no es ni puede ser un estado ausente ni tampoco débil. Muy por el contrario debe posicionarse como promotor de la racionalidad neoliberal y el emplazamiento subjetivo que la soporta y, en un contexto, como el latinoamericano debe erigirse como el garante del desmantelamiento de la articulación populista que lo antecedió. Tal estado evidentemente debe necesariamente fortalecer su dimensión represiva. Pero también dicho estado ha de ser reconfigurado bajo la lógica empresarial cuyo objetivo fundamental debe estar orientado a alcanzar competitividad, aumentar su valor y promover la inversión bajo la lógica financiera.
Así, esta reconfiguración de un estado populista (como refugio y espacio de “empoderamiento” de los de “abajo” o grupos sociales vulnerables) a un estado neoliberal (como estado empresario) puede ser verificado, en principio, en dos dimensiones. Por un lado, en su dimensión represiva en la medida en que las categorías colectivas tales como trabajador y con ello la clase trabajadora, los sindicatos, los militantes, el pueblo, la soberanía popular, y con ello las agrupaciones políticas o sociales, hasta inclusive las asociaciones de consumidores o cualquier forma de solidaridad económica, social o política son desdeñados y se vuelven blanco de domesticación ya que no se avienen a un tipo de racionalidad como la neoliberal.
Se trata entonces de desmantelar –urgentemente– estos elementos fundamentales que hacen a un estado como el populista que es soporte de un tipo de lazo social que contraría la lógica neoliberal que pretende instaurar una subjetividad en términos de capital humano, ya que el estado populista se articula a partir de la igualdad y se fortalece a partir del reconocimiento y reafirmación de tales categorías colectivas. Porque si lo que tenemos es una subjetividad emplazada en términos de capitales humanos, lo que cuenta como válido es la competencia de unos con otros, en donde cada uno está al mismo tiempo a cargo de sí mismo, es responsable de sí mismo y es un elemento instrumentalizable y potencialmente prescindible. Es más, bajo la racionalidad neoliberal cualquier pretensión de igualdad se vuelve un absurdo, ya que es la desigualdad la que tiende a volverse normativa en tanto que es la forma de la relación entre capitales (humanos). La meritocracia que designa ganadores y perdedores se vuelve el legítimo baluarte del estado neoliberal.
Por otro lado, la reconfiguración del estado populista al neoliberal se verifica también en que hoy en día el estado está abocado a volverse un CEO –reducido a la búsqueda de crecimiento y la competititvidad global–, a erigirse como facilitador de negocios, como buscador de inversiones –en especial las extranjeras– y al acceso y mantenimiento de una calificación beneficiosa por parte del establishment financiero internacional que le permita ser sujeto de créditos (de hecho ya ha reingresado al circuito de endeudamiento).
En resumen, el contraste entre el estado populista y el neoliberal puede ser presentado a través de sus elementos nodales: la “igualdad” ha dejado de ser el punto sobredeterminado que asegura la política y que ancla el lugar del estado, para poner a la libertad en el centro de la escena, entendida como libertad de mercado en términos de competencia entre capitales humanos, de méritos, en definitiva, de “legitima desigualdad”. Así, la lógica de la constante extensión de los derechos ciudadanos pretende ser remplazada por la lógica del capital humano y el empresario de sí.
Este es el antagonismo que nos atraviesa hoy en día, que abre nuevos aspectos para el debate y, por sobre todo, para la lucha política de la cual el mundo académico sin dudas también forma parte.
1 Durante la primera década del siglo XXI, años más años menos, un grupo de países de América Latina vivió un nuevo período de gobiernos populistas. Argentina, en la era de los Kirchner; Brasil, con los liderazgos de Lula y Dilma Rousseff; Bolivia con la llegada de Evo Morales; Ecuador, con la aparición de Rafael Correa; Paraguay, en el breve lapso de Fernando Lugo; Venezuela en los tiempos de Hugo Chávez y Nicolás Maduro, fueron clasificados por una variedad de investigadores del campo de las ciencia sociales como populistas, ya fuera para descalificarlos, utilizando los sentidos peyorativos asociados tradicionalmente al significante o bien para reivindicarlos en términos de una lógica de la política anti statu quo. Esta última es la posición asumida desde este artículo. Tomamos asimismo la noción de populismo de Ernesto Laclau. Ver Laclau, Ernesto (2005), La razón populista, Buenos Aires, FCE.
2 Brown, Wendy, Undoing the demos. Neoliberalism’s Stealth Revolution, New York, Zone Books, 2015.
* Paula Biglieri, Dra. en Ciencias Políticas y Sociales UNAM, CONICET / UBA-UNLaM.