Estado ¿de excepción?
Titular el tema de una publicación –y más con la inclusión de un interrogante– puede resultar presuntuoso. Pero no se trata de un gesto de impudicia, sino de apelar a la complicidad del lector para retomar juntos el camino de la crítica política moderna más sabia a las formas de opresión.
El Estado es un rubro redundante, aunque no extinto de nuestras preocupaciones y padecimientos intelectuales. Por eso uno puede abrevar en ideas que siguen siendo intensas para desarrollar y hacernos pensar la historia y el presente, ya que en su interior contienen el germen profundo de la clarividencia. Así, Walter Benjamin en su Tesis VIII escribe: «La tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en el cual vivimos es la regla. Debemos llegar a una concepción de la Historia que se corresponda a ese estado». Benjamin señala aquí dos concepciones de la historia con sus lúcidas implicancias políticas para el presente (cualquier coincidencia con la realidad no es pura casualidad): por un lado una mirada “progresista” que se obnubila con el progreso histórico y sus “debidas” implicancias semánticas “mayor democracia, libertad o paz” y por otro su posición, esgrimida –como era de esperar– desde el punto de vista de los oprimidos para la cual la normativa de la historia es lo contrario, o sea la opresión, la barbarie y, fundamentalmente, la violencia de los vencedores.
Sabemos de la política como continuación de la guerra por otros medios, aunque también podríamos haber nombrado a este número –a partir de los ecos de Giorgio Agamben– “guerra civil legal”. La lucidez de los pensadores europeos los exime de poder pensar la política en estas latitudes y en especial con respecto a ese “mote” tan denostado –cuasi fascismo contemporáneo para ellos; hecho maldito del país burgués para nosotros–: el populismo.
Por todo esto hay que re-pensar las cuestiones, redimensionando políticamente la impronta cultural epocal de la crisis de legitimidades y representaciones ante una época invertebrada de retóricas alusivas, valores, subjetividades y memorias agotadas. Esta lectura reclama un ser cultural protagónico y un pensar la política culturalmente en una etapa pospolítica, o para decirlo más claramente, pensar la producción cultural como un campo donde la política puja entre la muerte y su renacer a partir de nuevos mundos simbólicos, o míticos.
Ahora, tanto el pueblo como el populismo poseen una genealogía arcaica, pero también a su presente, impreso en letras de molde y titulares trágicos, pretenden exorcizarlo y sobredeterminarlo expresionistamente. Si en otros momentos resultó ser un salvoconducto del sistema capitalista, hoy es un obstáculo y un riesgo para la afirmación democrática ciudadana. ¿Cómo es esto?
El Estado popular puso en evidencia la crisis del Estado burgués en nuestro continente americano. El Estado relegitimado y vuelto a fundar decreta ciertas políticas inclusivas racionalizando lo social y estipulando los ejes de la contienda.
La escena del presente no es de fácil lectura y tiene sus cuestiones, por eso recurrimos –para cerrar este proemio y abrir la revista a nuestros lectores– a Nicolás Casullo en una de sus síntesis más iluminadoras sobre el populismo: “Tal vez, de todas las críticas que puedan hacerse a este modelo popular que contiene tanta biografía de América Latina, dos de ellas son las más profundas. La primera crítica es la tendencia de un Estado cuyo despliegue y presencia, bajo la hipótesis que es la representación genuina del pueblo para un bien común, puede ir suprimiendo peligrosamente la dualidad Estado y sociedad e interponerse de manera antidemocrática en el ejercicio de la vida colectiva e individual. La segunda es la fundamentación de lo político sólo desde el conflicto y la contienda como señal sustancial y constante, que no tiene mayores reaseguros en cuanto a las violencias que puede desencadenar, y por ende establece una brumosa frontera entre política y guerra social potencial”.
Mas allá de la atención a estas críticas –de quien ha entendido el populismo como pocos–, la supuesta alternativa potencial es la que adscribe a la política como administración o gestión de lo posible, despejando de su horizonte presente y prospectivo toda idea de conflicto. La impronta republicana pulcra que pone el acento en las normas jurídicas positivas del derecho ciudadano, en el consenso a la máxima potencia ocluyendo las diferencias efectivas y el drama social de nuestras sociedades, claudica, conceptual e ideológicamente, ante la idea de seguir pensando la política en términos de la encarnación real de la libertad e igualdad en las formas de vida y en la experiencia sensible.
Hemos dicho. •