Descolonialidad. Una imagen del pensamiento
Las estructuras de la Nación están plasmadas en pinturas, un papel que hoy lo cumple de alguna manera el cine. Hasta la primera mitad del siglo XX las pinturas elaboran desde el presente, retrospectivamente, una imagen del pasado y desde ahí se construye una estructura de Nación. Las artes capturan estructuras que son perennes en la Nación, así el artista funciona como una antena de lectura, un sensor de la realidad de una sociedad y captura esa estructura que se reproduce como en el caso de los cuadros históricos.
Uno de los proyectos que realicé fue sobre una pintura que es un retrato en el cual don Pedro II es cargado por su niñera, una mujer bellísima africana. El pintor de la colonia ilustra la imagen de una mujer oscura cargando a un bebé de la elite, una imagen del pasado pero que construye una imagen permanente de la Nación. El retrato de un rey, de un emperador, es en parte el retrato de su cuerpo verdadero como persona humana pero también es el retrato del cuerpo de una Nación. El tema de mi análisis es sostener que la madre patria de la patria brasileña es África. En ese retrato está representada con muchísima fuerza la idea de un madre patria africana para la nación brasilera. De alguna manera nuestras naciones, todos nosotros como hijos de sangre, somos hijos de una íntima relación edípica con una figura del paisaje que no es exactamente nuestra madre blanca. Y que esa transmisión de sensualidad, y de tantos motivos culturales, muchos de nosotros la hemos recibido de linajes que no son blancos pero que son los de nuestro paisaje.
Como extranjera en Brasil, un momento distintivo de mi encuentro con el tema de la forclusión de la madre-negra por el discurso blanco, aconteció cuando, años atrás y madre de un hijo pequeño, visité el palacio real de Petrópolis en compañía de un grupo de colegas profesores de antropología. En el periplo que realizábamos, conversando sobre temas relativos al mundo social en torno a nosotros –habitat y objeto– me tomó por sorpresa, y acabó separándome del grupo, el encuentro visual que tuve con un pequeño cuadro que se encontraba en uno de los salones, solitario, encima de un piano y sin ninguna identificación. Lo que me impresionó, al punto de sobresaltarme, fue la actualidad de la representación, ya que vi en él una escena diaria, nuestra, de nuestra casa brasileña. Dos seres de color de piel contrastante unidos por un abrazo que delataba intensa seducción amorosa: el erotismo materno-infantil del que hablaban las primeras contribuciones a una comprensión feminista de la maternidad. Niñera y niño, ayer y hoy, dije para mí. La rosada mano del bebé se apoyaba con confianza en el pequeño seno de la joven y orgullosa madre negra, que parecía mostrarlo al mundo con el orgullo de toda madre, al tiempo que ofrecía al bebé una protección envolvente y segura. Busqué en torno a la pintura cualquier placa que pudiese llevarme a la dirección de un pasado tan actual. Pero no la encontré y ahí comenzó una larga investigación. Debo al prestigioso historiador Pedro Calmón las informaciones sobre esta imagen, quien vio al cuadro como una representación del príncipe don Pedro de Alcántara cuando bebé y en manos de su nodriza, y rastreó su título como “Don Pedro II, con un año y medio de edad, en el regazo de su ama”, producto de un retrato al óleo de 1828 de Debret.
El tema de mi análisis es sostener que la madre patria de la patria brasileña es África. En ese retrato está representada con muchísima fuerza la idea de un madre patria africana para la nación brasilera. De alguna manera nuestras naciones, todos nosotros como hijos de sangre, somos hijos de una íntima relación edípica con una figura del paisaje que no es exactamente nuestra madre blanca.
El cuadro parece ser, simultáneamente, el de un bebé y el de una alegoría de Brasil que se apega a una madre-patria jamás reconocida, pero no por eso menos verdadera. África, y una comparación trascendental que otorga fuerza de realidad –quién sabe por qué vueltas– a todos aquellos bebés “legítimos” de la Nación en el proceso de desprendimiento forzoso de los brazos tibios, del regazo de piel siempre más oscura, de la intimidad de la madre-negra, fusión de los cuerpos, imposibilidad de pronunciar un yo-tú duradero. ¿Dónde están los negros? He aquí la pregunta que los brasileros deberían hacerse unos a otros, sin hallar la respuesta. El “¿Dónde están los negros?” de la exclamación sartreana equivale a mi pregunta estupefacta: “¿Dónde está la niñera?”. La ignorancia de esta escena evocada por el cuadro, el silencio que la suprime, la invisibilidad persistente del fondo trágico que la sustenta y su dilución literaria en un panel de costumbres finalmente festivo, contrastan, por ejemplo, con la exhaustiva inscripción dada por los mexicanos, a través del tiempo, al tema equivalente de la madre Malinche, como madre india de toda la Nación, a la que se mira con repulsión desde el origen. Mirando la escena a partir del pensamiento crítico de la colonialidad se percibe que la introducción del discurso higienista en el Brasil superpone y replica ese gesto psíquico de repulsión. Al ser transferido al Brasil por médicos y pedagogos, se aprovechó la exterioridad de la postura higienista, moderna y occidental para producir de ese modo una situación de exterioridad con relación a un cuadro que percibían como de contaminación afectiva y cultural por parte del África. Así, el higienismo ofrece la posibilidad de un mirar desde fuera, extrañado, a una élite que está precisamente buscando esa salida. La forclusión de la raza encarnada en la madre es fundamentalmente eso: el acatamiento de la modernidad colonial como síntoma de la cultura.
Cada sociedad tiene su forma propia de racismo. Como afirmé en otras ocasiones, creo que en el Brasil esta operación cognitiva y afectiva de expurgo, exclusión y violencia no se ejerce sobre otro pueblo, pero emana de una estructura alojada en el interior del sujeto, plantada ahí en el origen mismo de su trayectoria de emergencia. Lo que afirmo es que el racismo y la misoginia en el Brasil están entrelazados en un gesto psíquico único que se confunde con el paisaje cotidiano y con la construcción de la Nación. •
Foto: Don Pedro II, con un año y medio de edad, en el regazo de su ama, 1828, Jean-Baptiste Debret.